Traducido del inglés por Carlos Riba García |
La
reciente avalancha de campañas de alto perfil contra proyectos de
extracción de materias primas ha abierto una importante y novedosa
dinámica en los vastos procesos de cambio que se dan en América del
Sur. La comprensión de su naturaleza y significación es decisiva para
aprehender las complejidades inherentes al cambio social y mejorar la
construcción de solidaridad con las luchas populares.
Muchas
de las campañas que apuntan específicamente hacia la minería, la
industria del petróleo, los agronegocios o la tala de bosques tienen
aspectos que les son comunes. Han puesto en alerta a la población
acerca de una variedad de temas medioambientales como la escasez de
agua potable, la conservación de los bosques y el uso sostenible del
suelo.
En algunos casos, particularmente en Ecuador y
Bolivia, estas campañas han tenido influencia en debates ya existentes
sobre cuestiones como el cambio climático, los derechos de la Madre
Tierra y los modelos alternativos de desarrollo necesarios para
conseguir cambios radicales.
Otro aspecto común ha sido el
papel central desempeñado por las comunidades indígenas del ámbito
rural. Esto se debe no solo al hecho de que estos emprendimientos
extractivistas se desarrollan en sus territorios sino también al papel
destacado que los movimientos indígenas han tenido en el ambientalismo
a escala global.
Como resultado de ello, temas como la
autonomía de los pueblos originarios y el derecho a la consulta previa
sobre las tierras ancestrales antes de la puesta en marcha de proyectos
extractivos se han entrecruzado con debates acerca de la extracción de
recursos y el medio ambiente.
Esto es particularmente cierto
en Ecuador y Bolivia, donde los pueblos originarios constituyen una
minoría considerable de la población, o incluso son mayoritarios. En
esos países, los conceptos indígenas como el del “Buen vivir”* y la
“Pachamama”* se han convertido en algo corriente en el discurso público
e incluso han sido incorporados a las nuevas constituciones, que
proporcionan un marco para las sociedades nuevas que esos movimientos
sociales están tratando de construir.
Otro aspecto común es
que las mencionadas campañas pueden encontrarse casi en cualquier país
de América del Sur, independientemente de que esté gobernado por la
derecha neoliberal, como Colombia, o por un izquierdista descendiente
de un pueblo originario, como es el caso de Bolivia.
¿Una nueva política?
A partir de este panorama, algunos representantes de la izquierda han
concluido que América del Sur está viviendo un nuevo ciclo de protestas
populares caracterizadas por un conflicto entre gobiernos partidarios
del extractivismo y comunidades que están contra esa política.
Por ejemplo, el editor de Upside Down World, Benjamin Dangl, dice que
estas campañas son el resultado de “conflictos más amplios entre las
políticas extractivistas de países conducidos por gobiernos
izquierdistas… y las políticas de la Pachamama, y la forma en que los
movimientos indígenas se resisten al extractivismo en defensa de sus
derechos, sus tierras y el medioambiente”.
La socióloga
argentina Maristella Svampa avanza en esta idea diciendo que la
emergencia de un nuevo modelo de dominación capitalista en América del
Sur es el responsable de este nuevo ciclo de protestas.
Svampa dice que mientras que antes los movimientos sociales luchaban
contra gobiernos neoliberales seguidores del Consenso de Washington, el
problema de hoy son los gobiernos “neoextractivistas” que adhieren al
“Consenso de las Materias Primas” ( commodities ).
Ella aclara que la palabra “consenso” se refiere a un nuevo “orden
político-ideológico” que se sostiene por el espectacular crecimiento de
los precios de las materias primas que ha llevado a una expansión de
las industrias extractivas y producido beneficios extraordinarios en
términos de crecimiento económico y reservas estatales de divisas.
Sin embargo, Svampa señala que este “cambio en el modo de la
acumulación [capitalista]” ha producido nuevas formas de inequidad y
conflicto. El resultado es “un sesgo eco-territorial” en las luchas
populares, que ahora se centran en cuestiones como la tierra, el medio
ambiente y los modelos de desarrollo.
El periodista uruguayo
Raúl Zibechi sostiene que estas campañas “señalan el nacimiento de un
nuevo ciclo de luchas que darán vida a nuevos movimientos antisistema,
quizá más radicalmente anticapitalistas en tanto cuestionen cierto
desarrollismo y hagan suyo el concepto del Buen Vivir* como principio
ético y punto de referencia de su acción política.
Aunque la terminología es diferente, es evidente el trasfondo popular de ambas posiciones.
En este contexto, Dangl concluye que los activistas de la solidaridad
no ignorarán este conflicto y en cambio se centrarán en la promoción de
esos “espacios de disenso y debate en los movimientos por el medio
ambiente protagonizados por indígenas y campesinos”.
Nadie de
los que participan en los movimientos de solidaridad está en desacuerdo
con la necesidad de ser solidario con aquellos que luchan contra el
impacto negativo de las industrias extractivas. Sin embargo, un
movimiento solidario que limite su visión de las políticas en América
de Sur al estrecho prisma de “estractivismo vs. antiextarctivismo”
podría terminar tirando piedras sobre su propio tejado.
Extractivismo
Las industrias extractivas existen en todos los países sudamericanos.
Sin embargo, los que están preocupados por el extractivismo a menudo no
tienen en cuenta que la razón de esta existencia está en la historia
misma de la dominación imperialista del continente. Los gobiernos
progresistas heredaron economías con una profunda dependencia de la
exportación de materias primas dado que éste es el papel que durante
siglos los países coloniales e imperialistas asignaron a América. Por
lo tanto, la superación del extractivismo está íntimamente ligada con
la superación del control imperialista de las economías
latinoamericanas.
Cualquier campaña contra el extractivismo
en América del Sur que se pretenda genuina, sobre todo las que
emprendan los activistas solidarios en los países imperialistas, deben
comenzar por señalar con el dedo a los verdaderos responsables del
extractivismo en América del Sur: los gobiernos imperialistas y sus
empresas transnacionales.
La etiqueta de “extractivista”
también oculta las diferencias existentes entre los gobiernos que están
en la puja de las empresas transnacionales en los países imperialistas
y los gobiernos de los pueblos que están tratando de utilizar sus
recursos nacionales para romper la dependencia imperialista y mejorar
el nivel de vida de la mayoría de su población.
Este último
es el caso de la estrategia puesta en marcha por el gobierno boliviano
con el apoyo activo de la población. A partir de la nacionalización de
las reservas de gas en 2006, el estado boliviano captura más del 80 por
ciento de los beneficios generados por este sector extractivo. Esta
riqueza reciente ha hecho posible que desde 2005 se multiplicara por
siete la inversión social y productiva del gobierno.
Los
resultados de esta política son evidentes en la disminución del nivel
de pobreza (del 60,6% en 2005 al 43,4 en 2012) y la enorme expansión
del acceso a los servicios básicos (salud, educación, suministro de
agua potable y electricidad, etc.).
El proceso de
industrialización iniciado por el gobierno también significa que para
finales de 2014 el país no solo será capaz de satisfacer sus
necesidades de gasolina y gas natural sino también podrá exportar gas.
La distribución de la renta del gas hacia otros sectores de la
producción ha hecho que el crecimiento del sector manufacturero hay
superado al de la minería y los hidrocarburos.
Estos avances
en el procesamiento nacional de las materias primas y la
diversificación de la economía son apenas algunos ejemplos de la forma
en que el gobierno de Bolivia está tratando de superar una historia de
extractivismo en detrimento del país. Según Benjamin Kohl, son pasos
dados en la dirección de un “aflojamiento general del control
transnacional” del estado y la economía de Bolivia.
Hay
debates en curso sobre el éxito alcanzado por los gobiernos
izquierdistas de países como Bolivia, Venezuela y Ecuador en la
consecución de sus metas establecidas, y sobre los problemas en el
intento de desarrollar un modelo que continúa dependiendo de las
industrias extractivas.
Sin embargo, la definición del marco
del debate entre quienes defienden el extractivismo y quienes se oponen
a él ignora el hecho de que prácticamente nadie propone cerrar todas
las industrias extractivas, sobre todo a la luz del devastador impacto
que podría tener en los pueblos y economías de América del Sur.
Incluso, algunas de las críticas más agudas del extractivismo en
América latina, como la del uruguayo Eduardo Gudyñas y el intelectual
radical boliviano Raúl Prada, reconocen la necesidad de diferenciar lo
que ellos llaman extractivismo “predatorio”, “sensato” e
“indispensable”.
Es verdad que la mayor parte de los
movimientos contra proyectos extractivos específicos tampoco proponen
poner fin a toda industria extractiva y que en el interior de las
comunidades locales involucradas en esas campañas convive una variedad
de puntos de vista.
Un ejemplo es la compleja situación
existente en Ecuador en torno a la propuesta de realizar perforaciones
petrolíferas en el Parque Nacional de Yasuni. Mientras que grupos
ambientalistas, colectivos de jóvenes de las ciudades y algunos grupos
indígenas han desarrollado una importante campaña en contra de la
propuesta, algunas comunidades originarias han expresado su apoyo al
proyecto.
La organización indígena más importante de Ecuador,
CONAIE, no se sumó al reciente pedido de un referéndum sobre la
cuestión debido a los diferentes puntos de vista en su interior. El
presidente de CONAIE, Humberto Cholango, explicó lo que pasaba:
“Tenemos dificultades internas. Se deben a que CONAIE es una
organización muy grande y diversa. En la región amazónica hay muchos
grupos que dicen ‘nosotros somos los dueños de la tierra y no queremos
que se explote’. Estas posiciones existen. Tenemos que escuchar esas
voces”.
Algo parecido sucedió en los yacimientos de minerales
de Mallku Khota. Mientras que algunos observadores extranjeros y
algunas ONG vieron allí un ejemplo de comunidades indígenas que
cuestionaban el programa de minería del gobierno boliviano, la realidad
era algo diferente. En la campaña, las preocupaciones ambientalistas
parecían lo más importante; sin embargo, los manifestantes no estaban
motivados por el antiextractivismo. La motivación principal era su
extrema pobreza y las oportunidades económicas que algunos veían que
podían extraerse de la mina si ésta era manejada por las comunidades
locales. Esta era la razón por la que los manifestantes pedían que la
empresa transnacional abandonara el proyecto y fuera reemplazada por
una cooperativa local; según decía Damián Colque, “mallku” (jefe) de la
federación indígena del lugar: “Nosotros queremos ser campesinos
mineros”.
El debate es mucho más complejo que un sencillo
“por” o “contra” la industria extractiva. Con mucha frecuencia, incluso
aquellos que tratan de reducir el debate a uno que involucra a
gobiernos extractivistas y movimientos indígenas que están contra el
extractivismo ignoran la existencia de esta diversidad de puntos de
vista.
Antiextractivismo
Es importante
distinguir entre campañas legítimas contra proyectos extractivos
específicos y aquellos que intentan aprovechar esas campañas para hacer
avanzar su propia agenda de reivindicaciones.
Un buen ejemplo
de esto fue el conflicto que se produjo a partir de la propuesta de
ferrocarril que iba a atravesar el Territorio Indígena y el Parque
Nacional Isidoro Secure (TIPNIS) en Bolivia. Nuevamente, algunos
observadores se apresuraron a asignar un sesgo antiextractivista a la
protesta e iniciaron una campaña contra cualquier trazado ferroviario.
Sin embargo, las comunidades originarias implicadas en la protesta solo
se oponían al trazado propuesto.
Aparte de las comunidades
que estaban de acuerdo con el proyecto original, quedó claramente en
evidencia que entre las comunidades había algunas que querían que el
ferrocarril cruzara la Amazonia sin atravesar el TIPNIS mientras que
otras querían que su trazado discurriera cerca de sus poblados de modo
de tener acceso a él. Incluso, el principal portavoz, Fernando Vargas,
expresó claramente en varias ocasiones que ellos nunca se habían
opuesto al ferrocarril en sí sino al trazado propuesto, que preveía
pasar cruzando el TIPNIS.
Este es solo un ejemplo de clara
discrepancia entre las demandas de los que protestan y las que intentan
hacer avanzar su propia agenda antiextractivista.
El
“antiextractivismo” también ha sido utilizado por alternativas
contrarias al ambientalismo que se pretenden respetuosas del medio
ambiente, particularmente cuando los críticos radicales del
extractivismo no presentan ninguna propuesta sobre cómo satisfacer las
necesidades populares.
Un ejemplo de esto es la promoción de esquemas compensatorios de la producción de CO2. Estos planes pagan a comunidades del Hemisferio Sur para proteger ciertas zonas forestales para “compensar” la polución por CO2
provocadas por empresas del Hemisferio Norte. A pedido de ciertas ONG,
los activistas del TIPNIS impulsaron una demanda para que las
comunidades indígenas pudieran recibir fondos de proyectos de Reducción
de Emisiones por la Deforestación y la Degradación de la Selva (REDD,
por sus siglas en inglés).
Numerosos grupos indígenas y
ambientalistas han denunciado estos esquemas por ser equivalentes a la
privatización de la selva. Sirven para consolidar la desigualdad
existente entre los países industrializados e imperialistas y los que
dependen de la exportación y la industria extractiva, sin promover
ninguna reducción significativa de las prácticas que producen la
polución.
Otras alternativas propuestas incluyen la
instalación de empresas locales que se ocupen de actividades como el
ecoturismo, la explotación maderera sostenible y la minería en pequeña
escala, como una manera de crear capitales para satisfacer necesidades
locales. Hasta ahora, ninguno de estos proyectos de negocios ha
erradicado la pobreza; antes bien, han contribuido a una integración
mayor de las comunidades rurales del lugar en el mercadocapitalista.
Otra alternativa “antixtractivistas” consiste en la entrega de la
propiedad de recursos naturales a las comunidades locales. Esto les
daría el control de lo que pasa en relación con la riqueza nacional.
Junto con la enorme desigualdad que esta modalidad puede generar entre
las diversas regiones, la experiencia muestra que una política como
esta no necesariamente cierra el paso al avance de las empresas
transnacionales ni de los gobiernos capaces de cooptar a las
comunidades originarias en sus proyectos.
Solidaridad
Algo que es común a esas iniciativas es que ninguna de ellas es una
alternativa viable para la vasta mayoría de la población, compuesta en
su mayor parte por indígenas y antiguos campesinos que, como resultado
de factores sociales, económicos y medioambientales, se ven forzados a
abandonar sus tierras y a desplazarse a las ciudades.
Estas
personas, que se pueden contar por millones, se enfrentan también con
las secuelas derivadas de las industrias extractivas: el cambio
climático y la degradación medioambiental.
Sus anhelos y
luchas pueden tomar diferentes formas, pero de ningún modo carecen de
legitimidad. Ya que todas ellas hablan de un “sesgo ecoterritorial” en
la lucha de los pueblos; la mayor parte de las protestas en América del
Sur siguen estando centradas en el acceso a los servicios básicos, las
infraestructuras y las condiciones laborales. Estos “espacios de
disenso y debate” merecen ser respetados y ampliados ya que en países
como Bolivia son también un componente vital en la lucha por el cambio.
Después de que algunos gobiernos neoliberales fueran
derrotados y se aprobaran nuevas constituciones en países como Bolivia
y Ecuador, se han abierto importantes debates que han abarcado a toda
la sociedad sobre cómo hacer realidad nociones novedosas como la del
Buen Vivir*, los derechos de la Pachamama y la autonomía de los pueblos
originarios sin dejar de tener en cuenta al mismo tiempo las
necesidades del desarrollo de los pueblos.
En relación con
estos temas, se han expresado puntos de vista diferentes entre y dentro
de los movimientos sociales. No obstante, todos ellos dirigidos contra
el impacto de devastación social, económica y medioambiental de la
explotación imperialista y acompañando la lucha por una vida mejor.
Un punto de vista que en América del Sur cierre los ojos ante esta
realidad y solo vea gobiernos extractivistas y comunidades rurales
antiextractivistas es injusto con las luchas de la mayoría. En lugar de
amplificar las voces de quienes han estado en la vanguardia de las
recientes rebeliones, tiende a silenciarlas.
Además se corre el riesgo de que en el intento de salvar algunos árboles termine destruyéndose todo el bosque.
La contraposición estrecha extractivismo vs. antiextractivismo ha sido
utilizada para fomentar la división entre los movimientos sociales,
debilitando así la unidad necesaria para alcanzar un cambio radical.
Hay mucha evidencia que muestra que gobiernos y ONG extranjeros han
estado trabajando para agudizar –en vez de resolver– tensiones entre
movimientos sociales de distintas regiones. A esas fuerzas les complace
la promoción del antiextractivismo si les es útil para derribar
gobiernos populares y evitar los cambios.
Sin embargo, en
lugar de denunciar esto, algunos activistas hacen lo posible para que
los movimientos sociales tomen una posición en detrimento de la otra.
Por ejemplo, Bret Gustafson admite que en Bolivia, “un país marcado por
una profunda pobreza en el que se ha hecho del gas una cuestión de
salvación nacional, existe una pequeña oposición popular a la
extracción de gas natural”. Esto le lleva a concluir que, para los
activistas de la solidaridad, la posibilidad de construir lazos
solidarios está limitada a tender una mano “a los marginales urbanos,
particularmente los jóvenes, a los campesinos y a las comunidades
afectadas por el extractivismo”.
Da la impresión de que la
mayor parte de los bolivianos que son víctimas de una economía nacional
dependiente de la extracción de un recurso pero no comparten los puntos
de vista antiextractivistas de Gustafson no son merecedores de ayuda.
Rechazar la limitada política del antiextractivismo no significa que
los activistas solidarios no puedan apoyar a aquellos que luchan contra
el impacto de las industrias extractivas.
Una tarea
importante que podemos asumir es la introducción en nuestros países de
algunos debates decisivos que están teniendo lugar en América del Sur.
La solidaridad efectiva requiere explicar el contexto dentro del cual
se dan esos debates, tanto en los países sudamericanos como entre estos
países y el imperialismo.
Esto también requiere explicar con
precisión las diferentes posiciones existentes entre diferentes
movimientos sociales y las variaciones de estas posturas en relación
con los gobiernos progresistas. Podemos hacer esto al mismo tiempo que
reconozcamos que son ellos los que en última instancia pueden resolver
sus diferencias.
Mientras tanto, deberíamos continuar
oponiéndonos a la intromisión de los gobiernos imperialistas y las
empresa transnacionales; de este modo nos aseguramos de que los
movimientos sociales de esos países sudamericanos puedan resolver sus
problemas libres de interferencia extranjeras.
Debemos
recordar también que los cambios radicales necesitan de la construcción
de movimientos sociales con la fuerza suficiente como para implementar
cambios y al mismo tiempo resistir los inevitables ataques de las
elites locales y los gobiernos imperialistas. Dado que la batalla por
un mundo mejor es esencialmente global, es improbable que un país en
solitario esté en condiciones de resolver por sí mismo todos sus
problemas.
Los intentos de “mostrar” la distancia que hay
entre la retórica anticapitalista de algunos gobiernos izquierdistas y
la realidad de la extracción de recursos ya en curso evitan este punto
crítico. Cualquier posibilidad que puedan tener los países de América
del Sur de superar su papel de exportadores de materias primas depende
de la creación de un nuevo orden global, y el comienzo de esto pasa por
la reestructuración de las relaciones hemisféricas.
Precisamente, es esto lo que ha tratado de hacer el gobierno de
Bolivia. No solo ha denunciado el capitalismo y el imperialismo en las
cumbres mundiales, sino que también ha puesto en marcha iniciativas
concretas, como la Cumbre de los Pueblos sobre el Cambio Climático, en
Cochabamba, que en 2010 reunió a más de 30.000 personas de todo el
mundo con el propósito de discutir y desarrollar políticas radicales
para hacer frente al desastre ecológico.
Los activistas de la
solidaridad deberían emplear menos tiempo en obsesionarse con la
distancia entre retórica y realidad –siempre presente en toda lucha por
la liberación que está en curso– y dedicar más tiempo a explicar por
qué, en tanto exista el capitalismo, los procesos de cambio continuarán
enfrentándose con tremendos obstáculos y peligros.
Reenfoquemos nuestro punto de vista en el enorme desafío con que nos
enfrentamos todos. Esto quiere decir reconocer que, como dicen Nicole
Frabicant y Kathryn Hicks, “solo un levantamiento popular en una escala
sin precedentes hará que los países del Norte del mundo se
responsabilicen seriamente del resto del planeta Tierra y pongan freno
a las fuerzas coercitivas que constriñen a países como Bolivia.
Federico Fuentes,
en coautoría con Roger Burbach y Michael Fox, escribió Latin America’s
Turbulent Transitions: The Future of 21st Century Socialism y es
colaborador regular de la revista Green Left Weekly, en la que apareció
por primera una versión más breve de este artículo.
* En castellano en el original. (N. del T.)
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