Por: Frei Betto
García Márquez,
en Doce cuentos peregrinos, cuenta la historia de un cachorro que todos
los domingos era visto en el cementerio de Barcelona junto a la tumba
de María de los Placeres, una exprostituta. Seguro que se inspiró en la
historia real de Bobby, un terrier de Edimburgo, Escocia, que durante
catorce años custodió la tumba de su amo, enterrado en 1858. Personas
conmovidas por su fidelidad se encargaban de alimentarlo. El animal fue
sepultado a su lado y hoy hay allí una pequeña escultura suya y una
lápida en la que grabaron: “Que su lealtad y devoción sean una lección
para todos nosotros”.
En Tokio
levantaron también una estatua, en la estación Shibuya, en homenaje a
Hachiko, cachorro de raza akita, que todos los días esperaba allí a su
amo al regreso del trabajo. El hombre murió en 1925, y durante once
años el perro fue a esperarlo a la misma hora en que aquél solía
regresar. Incluso ahora la estación lleva el nombre de dicho animal.
Perros y seres humanos son mamíferos y, como tales, exigen cuidados
permanentes, especialmente en la infancia, en la enfermedad y en la
vejez. Es esencial mantener vínculos afectivos para la felicidad de la
especie humana. La Declaración de Independencia de los Estados Unidos tuvo la sabiduría de incluir el derecho a la felicidad, considerada como la satisfacción de las personas con su propia vida.
Es lástima que hoy día muchos norteamericanos consideren la
felicidad como una cuestión externa y no como un don. De ahí la
insatisfacción general de la nación, traducida en el miedo a la
libertad, las frecuentes matanzas, el espíritu bélico, la indiferencia
hacia la preservación ambiental y a las regiones empobrecidas del mundo.
Es el llamado “mito del macho”, según el cual la naturaleza fue
hecha para ser explotada; la guerra es intrínseca a la especie humana,
como creía Churchill, y la libertad individual está por encima del
bienestar de la comunidad.
El darwinismo social es una ideología cuyos hipotéticos fundamentos
ya fueron desmentidos por la ciencia, especialmente por la biología y
la antropología. Basta leer los trabajos del investigador Frans de
Waal. Dicha ideología fue introducida en la cultura occidental por el
filósofo inglés Herbert Spencer, que en el siglo 19 traspasó diversas
supuestas leyes de la naturaleza, indebidamente atribuidas a Darwin,
hacia el campo de los negocios.
John D. Rockefeller llegó al punto de atribuir a la riqueza un
carácter religioso al afirmar que la acumulación de una gran fortuna
“no es más que el resultado de una ley de la naturaleza y de una ley de
Dios”.
En la naturaleza hay más cooperación que competencia, afirman hoy
los científicos. El concepto de selección natural de Darwin deriva de
su lectura de Thomas Malthus, quien en 1798 publicó un ensayo sobre el
crecimiento poblacional. Malthus afirmaba que la población que crece a
mayor velocidad que su reserva alimentaria se vería inevitablemente
reducida por el hambre.
Spencer tomó esa idea para concluir que, en la sociedad, los más
aptos progresan a costa de los menos aptos y por tanto la competencia
es positiva y natural. Y los que no ven las verdaderas causas de la
desigualdad social alegan que la miseria se produce por el exceso de
personas en el planeta, y que deben ser aplicadas medidas rigurosas de
limitación de la natalidad.
Ni Malthus ni Spencer se plantearon una cuestión muy sencilla que,
con datos actuales, merece respuesta: si somos 7 mil millones de seres
humanos y, según la FAO, producimos alimentos para 12 mil millones de
bocas, ¿cómo se puede justificar la desnutrición de 1.3 mil millones de
personas? La respuesta es obvia: no hay exceso de bocas, lo que hay es
falta de justicia.
Cuanto más se derrumban las barreras entre las clases, jerarquías,
personas de color de piel diferente, más se empeñan sus privilegiados
ideólogos en buscar posibles justificaciones para probar que, entre los
humanos, unos son naturalmente más aptos que otros.
Antes los nobles eran considerados como una especie diferente,
dotada de “sangre azul”. Como apenas tomaban el sol y tenían la piel
muy blanca, las venas de las manos y brazos daban esa impresión.
Con la Revolución Industrial, la gente común se hizo rica, superando
en fortuna a la nobleza. Entonces se hizo necesaria una nueva ideología
para tranquilizar a los que escalaron la cresta de la opulencia sin
mirar atrás. “Que el Estado y la Iglesia cuiden de los pobres”,
insistían ellos. Y tan pronto como el Estado y la Iglesia empezaron a
dar atención a los pobres (y es bueno subrayar, sin dejar de cuidar a
los ricos, si no que lo digan el BNDES y la Curia Romana), como en el
caso del Estado de bienestar social, del socialismo y de la Teología de
la Liberación, los privilegiados pusieron el grito en el cielo,
demonizando las políticas sociales, acusándolas de gastos excesivos, y
la “opción por los pobres” de la Iglesia.
Los prejuicios y las discriminaciones no nacen en la naturaleza. Brotan de nuestras cabezas y contaminan nuestras almas.
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