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viernes, 6 de junio de 2014

Cómo nacen los prejuicios


Por: Frei Betto

Frei-Betto
García Márquez, en Doce cuentos peregrinos, cuenta la historia de un cachorro que todos los domingos era visto en el cementerio de Barcelona junto a la tumba de María de los Placeres, una exprostituta. Seguro que se inspiró en la historia real de Bobby, un terrier de Edimburgo, Escocia, que durante catorce años custodió la tumba de su amo, enterrado en 1858. Personas conmovidas por su fidelidad se encargaban de alimentarlo. El animal fue sepultado a su lado y hoy hay allí una pequeña escultura suya y una lápida en la que grabaron: “Que su lealtad y devoción sean una lección para todos nosotros”.
En Tokio levantaron también una estatua, en la estación Shibuya, en homenaje a Hachiko, cachorro de raza akita, que todos los días esperaba allí a su amo al regreso del trabajo. El hombre murió en 1925, y durante once años el perro fue a esperarlo a la misma hora en que aquél solía regresar. Incluso ahora la estación lleva el nombre de dicho animal.
Perros y seres humanos son mamíferos y, como tales, exigen cuidados permanentes, especialmente en la infancia, en la enfermedad y en la vejez. Es esencial mantener vínculos afectivos para la felicidad de la especie humana. La Declaración de Independencia de los Estados Unidos tuvo la sabiduría de incluir el derecho a la felicidad, considerada como la satisfacción de las personas con su propia vida.
Es lástima que hoy día muchos norteamericanos consideren la felicidad como una cuestión externa y no como un don. De ahí la insatisfacción general de la nación, traducida en el miedo a la libertad, las frecuentes matanzas, el espíritu bélico, la indiferencia hacia la preservación ambiental y a las regiones empobrecidas del mundo.
Es el llamado “mito del macho”, según el cual la naturaleza fue hecha para ser explotada; la guerra es intrínseca a la especie humana, como creía Churchill, y la libertad individual está por encima del bienestar de la comunidad.
El darwinismo social es una ideología cuyos hipotéticos fundamentos ya fueron desmentidos por la ciencia, especialmente por la biología y la antropología. Basta leer los trabajos del investigador Frans de Waal. Dicha ideología fue introducida en la cultura occidental por el filósofo inglés Herbert Spencer, que en el siglo 19 traspasó diversas supuestas leyes de la naturaleza, indebidamente atribuidas a Darwin, hacia el campo de los negocios.
John D. Rockefeller llegó al punto de atribuir a la riqueza un carácter religioso al afirmar que la acumulación de una gran fortuna “no es más que el resultado de una ley de la naturaleza y de una ley de Dios”.
En la naturaleza hay más cooperación que competencia, afirman hoy los científicos. El concepto de selección natural de Darwin deriva de su lectura de Thomas Malthus, quien en 1798 publicó un ensayo sobre el crecimiento poblacional. Malthus afirmaba que la población que crece a mayor velocidad que su reserva alimentaria se vería inevitablemente reducida por el hambre.
Spencer tomó esa idea para concluir que, en la sociedad, los más aptos progresan a costa de los menos aptos y por tanto la competencia es positiva y natural. Y los que no ven las verdaderas causas de la desigualdad social alegan que la miseria se produce por el exceso de personas en el planeta, y que deben ser aplicadas medidas rigurosas de limitación de la natalidad.
Ni Malthus ni Spencer se plantearon una cuestión muy sencilla que, con datos actuales, merece respuesta: si somos 7 mil millones de seres humanos y, según la FAO, producimos alimentos para 12 mil millones de bocas, ¿cómo se puede justificar la desnutrición de 1.3 mil millones de personas? La respuesta es obvia: no hay exceso de bocas, lo que hay es falta de justicia.
Cuanto más se derrumban las barreras entre las clases, jerarquías, personas de color de piel diferente, más se empeñan sus privilegiados ideólogos en buscar posibles justificaciones para probar que, entre los humanos, unos son naturalmente más aptos que otros.
Antes los nobles eran considerados como una especie diferente, dotada de “sangre azul”. Como apenas tomaban el sol y tenían la piel muy blanca, las venas de las manos y brazos daban esa impresión.
Con la Revolución Industrial, la gente común se hizo rica, superando en fortuna a la nobleza. Entonces se hizo necesaria una nueva ideología para tranquilizar a los que escalaron la cresta de la opulencia sin mirar atrás. “Que el Estado y la Iglesia cuiden de los pobres”, insistían ellos. Y tan pronto como el Estado y la Iglesia empezaron a dar atención a los pobres (y es bueno subrayar, sin dejar de cuidar a los ricos, si no que lo digan el BNDES y la Curia Romana), como en el caso del Estado de bienestar social, del socialismo y de la Teología de la Liberación, los privilegiados pusieron el grito en el cielo, demonizando las políticas sociales, acusándolas de gastos excesivos, y la “opción por los pobres” de la Iglesia.
Los prejuicios y las discriminaciones no nacen en la naturaleza. Brotan de nuestras cabezas y contaminan nuestras almas.

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