Noam Chomsky **
Los secretarios de la OTAN, Anders Fogh Rasmussen, y de Estado
estadunidense, John Kerry (centro), durante una ceremonia el pasado
primero de abril en Bruselas, BélgicaFoto Reuters
En
el artículo anterior se exploraba cómo la seguridad es una alta
prioridad para los planeadores del gobierno: seguridad para el poder
del Estado y para sus electores más importantes, los que concentran el
poder privado, todo lo cual implica que la política oficial debe estar
protegida del escrutinio público.
En estos términos, las acciones del gobierno resultan bastante
racionales, incluida la racionalidad del suicidio colectivo. Ni
siquiera la destrucción instantánea mediante armas nucleares ha tenido
un lugar preponderante en las preocupaciones de las autoridades del
Estado.
Para citar un ejemplo de la guerra fría pasada: en
noviembre de 1983 la Organización del Tratado del Atlántico Norte
(OTAN), encabezada por Estados Unidos, lanzó un ejercicio militar
diseñado para poner a prueba las defensas antiaéreas rusas, simulando
ataques por aire y mar e incluso una alerta nuclear.
Estas acciones fueron emprendidas en un momento muy tenso. Se habían
desplegado misiles estratégicos Pershing II en Europa. El entonces
presidente Reagan, que acababa de pronunciar su discurso sobre el
imperio del mal, anunció la Iniciativa de Defensa Estratégica, apodada Guerra de las galaxias, que los rusos entendieron como arma para dar el primer golpe, que es interpretación normal de la defensa misilística en todas partes.
Como era natural, estas acciones causaron gran alarma en Rusia, la
cual, a diferencia de Estados Unidos, era muy vulnerable y había sido
invadida en repetidas ocasiones.
Documentos recién divulgados revelan que el peligro era aún más
grave de lo que los historiadores habían pensado. El ejercicio de la
OTAN
casi se volvió preludio a un ataque nuclear preventivo (ruso), según un recuento de Dmitry Adamsky publicado el año pasado en la revista Journal of Strategic Studies.
Tampoco fue aquella la única vez que estuvimos cerca. En septiembre
de 1983, los sistemas rusos de alerta temprana registraron la
proximidad de un ataque misilístico de Estados Unidos y enviaron la
alerta de más alto nivel. El protocolo soviético era responder con un
ataque nuclear propio.
El oficial soviético a cargo, Stanislav Petrov, intuyendo una falsa
alarma, decidió no informar de las advertencias a sus superiores.
Gracias a su incumplimiento del deber, estamos vivos para hablar del
incidente.
La seguridad de la población no era mayor prioridad para los
planeadores de Reagan que para sus predecesores. Tal insensatez
continúa hasta el presente, incluso haciendo un lado los numerosos
accidentes casi catastróficos revelados en un estremecedor nuevo libro,
Command and control: nuclear weapons, the Damascus accident, and the illusion of safety (Comando y control: armas nucleares, el accidente de Damasco y la ilusión de seguridad), de Eric Schlosser.
Es difícil disputar la conclusión del general Lee Butler, último
titular del Comando Aéreo Estratégico, de que la humanidad ha
sobrevivido hasta ahora en la era nuclear
por alguna combinación de habilidad, suerte e intervención divina, y sospecho que la mayor proporción es de esta última.
La facilidad con que el gobierno acepta las constantes amenazas a la
sobrevivencia es casi demasiado extraordinaria para capturarla en
palabras.
En 1995, mucho después del colapso de la Unión Soviética, el Comando
Estratégico de Estados Unidos, o Stratcom, encargado de las armas
nucleares, publicó un estudio titulado “Aspectos esenciales de la
disuasión en la era posterior a la guerra fría”.
Una conclusión central es que Estados Unidos debe mantener el
derecho a dar el primer golpe nuclear, incluso contra estados no
atómicos. Además, las armas nucleares deben estar siempre disponibles,
porque
arrojan una sombra sobre cualquier crisis o conflicto.
Por lo tanto, las armas atómicas siempre se usan, del mismo modo en
que se usa una pistola cuando un asaltante apunta con ella y no
dispara, como ha reiterado muchas veces Daniel Ellsberg, quien filtró
los Papeles del Pentágono.
Stratcom recomienda en seguida que “los planeadores no deben ser
demasiado racionales en determinar… lo que un adversario valora”, todo
lo cual debe ser incluido como blanco. “Presentarnos como demasiado
racionales y fríos nos lesiona… Que Estados Unidos puede volverse
irracional y vengativo si sus intereses vitales son atacados debe ser
parte esencial de la imagen nacional que proyectamos a todos los
adversarios.”
Es
benéfico para nuestra postura estratégica que se entienda que algunos elementos pueden salirse de control, y por tanto representan una constante amenaza de ataque atómico.
No mucho de este documento se refiere a la obligación que impone el Tratado de No Proliferación Nuclear de hacer esfuerzos de
buena fepor eliminar de la Tierra la amenaza nuclear. Lo que resuena, más bien, es una adaptación del famoso dístico que Hilaire Belloc compuso en 1898 acerca del cañón Maxim:
Pase lo que pase, nosotros tenemos la bomba atómica, y ellos no.
Los planes para el futuro no son nada prometedores. En diciembre, la
Oficina de Presupuesto del Congreso informó que el arsenal nuclear
estadunidense costará 355 mil millones de dólares en el curso de la
década siguiente. En enero, el Centro James Martin de Estudios sobre la
No Proliferación estimó que Washington gastaría un billón de dólares en
arsenal atómico en los próximos 30 años.
Y, por supuesto, Estados Unidos no está solo en la carrera nuclear.
Como observó Butler, es casi un milagro que hayamos escapado de la
destrucción hasta ahora. Mientras más tentemos al destino, menos
probable es que podamos esperar intervención divina para perpetuar el
milagro.
En el caso de las armas nucleares, al menos sabemos en principio cómo vencer la amenaza del apocalipsis: eliminarlas.
Pero otro peligro arroja su sombra sobre cualquier contemplación del
futuro: el desastre ambiental. Ni siquiera está claro que haya un
escape, aunque, mientras más demoremos, más grave se vuelve la amenaza,
y no en el futuro distante. Por consiguiente, la forma en que los
gobiernos enfrentan este problema exhibe a las claras el grado de
compromiso que tienen con la seguridad de su población.
Hoy Estados Unidos cacarea sobre los
100 años de independencia energéticaque logrará al convertirse en
la Arabia Saudita del próximo siglo, el cual muy probablemente será el siglo final de la civilización humana si las políticas actuales persisten.
Uno podría incluso tomar un discurso de hace dos años del presidente
Obama en la ciudad petrolera de Cushing, Oklahoma, como una elocuente
sentencia de muerte para la especie.
Obama proclamó con orgullo, ante grandes aplausos:
Ahora, en mi gobierno, Estados Unidos produce más petróleo que en cualquier momento de los ocho años pasados. Es importante que se sepa. En los tres años anteriores, he dirigido mi gobierno al objetivo de abrir millones de hectáreas a la exploración en busca de gas y petróleo en 23 estados. Estamos abriendo más de 75 por ciento de nuestros recursos petroleros potenciales en las costas. Hemos cuadruplicado el número de pozos, hasta un número sin precedente. Hemos agregado suficientes oleoductos y gasoductos nuevos para dar la vuelta a la Tierra y poco más.
Los aplausos también revelan algo acerca del compromiso del gobierno
con la seguridad. Es necesario asegurar las ganancias industriales, así
que
producir más gas y petróleo aquí en casaseguirá siendo una
parte esencialde la estrategia energética, como prometió el presidente.
El sector empresarial realiza grandes campañas propagandísticas para
convencer al público de que el cambio climático, si llega a ocurrir, no
es resultado de la actividad humana. Estos esfuerzos se dirigen a
superar la excesiva racionalidad del público, que sigue preocupado por
las amenazas que la abrumadora mayoría de científicos considera
próximas y ominosas.
Para decirlo sin ambages, en el cálculo moral del capitalismo de
hoy, un mayor bono mañana vale más que el destino de nuestros nietos.
¿Cuáles son las perspectivas de sobrevivencia, entonces? No son
brillantes. Pero los logros de quienes se han esforzado durante siglos
por lograr mayor libertad y justicia dejan un legado que es posible
retomar y llevar adelante… y debe ser así, y pronto, si hemos de
sostener las esperanzas de una supervivencia decente. Y ninguna otra
cosa puede decirnos con mayor elocuencia qué clase de criaturas somos.
* Este artículo, segunda de dos partes, está adaptado de una
conferencia dictada por Noam Chomsky el 28 de febrero, bajo el auspicio
de la Fundación para la Paz en la Era Nuclear, en Santa Bárbara,
California
** El libro más reciente de Noam Chomsky es Power systems: conversations on global democratic uprisings and the new challenges to US empire. Interviews with David Barsamian (Sistemas
de poder: conversaciones sobre levantamientos democráticos en el mundo
y nuevos desafíos al imperio estadunidense: entrevistas con David
Barsamian). Chomsky es profesor emérito de lingüística y filosofía
en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, en Cambridge,
Massachusetts, EU).
© Noam Chomsky, 2014. Distributed by The New York Times Syndicate.
Traducción: Jorge Anaya
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