Uno.
Llegando
al aeropuerto del Distrito Federal, México pasé al área de migración el
plan había sido estudiado con detenimiento y las respuestas que daría
también, iba a visitar a una tía que vivía en la ciudad de México.
El único dinero que llevaba era un cheque de viajero de doscientos
dólares, lo que les despertó curiosidad a los agentes de migración por
ser tan poca la cantidad, mi maletín llevaba cinco mudadas de ropa que
era todo mi equipaje. No creyeron mi historia y preguntaron si alguien
me estaba esperando a la salida del aeropuerto, les dije que sí que mi
tía estaba ahí fue entonces que decidieron enviar dos agentes de
migración conmigo para verificar si era cierto lo que había dicho.
La coyota me iba a estar esperando con un papel donde estaría mi nombre
escrito pero, ninguna de las dos contaba con que enviarían a agentes de
migración.
Van caminando atrás mío y yo busco entre la multitud a la mujer
menuda de cabello teñido de rubio, pantalón de lona color azul y
chaqueta de cuero de color negro, la logro distinguir y también tiene
mis características: morena, cabello rizado largo color negro, pants
azul y playera gris tipo polo, maletín gris, nuestras miradas se
encuentran e inmediatamente subo una mano a la altura de mi pecho y le
hago señas de que atrás vienen dos agentes de migración, entiende el
mensaje y guarda en el instante el papel que tiene mi nombre, corro
hacia sus brazos fingiendo ser la sobrina que tiene años de no ver la
tía que migró y la saludo eufóricamente: ¡tía querida, tanto tiempo sin
verla! Ella también entra en escena y me abraza con un sentimiento de
nostalgia y de alegría tan perfectamente orquestado que los agentes se
creen el reencuentro y deciden dejarme entrar al país, sellan mi visa y
se despiden diciéndome: bienvenida a México, que su estancia sea
placentera.
Caminamos abrazadas con la coyota hasta el estacionamiento.
En el avión me encontré a un árbitro mundialista mexicano que
viajaba de Costa Rica a donde había asistido a dirigir un encuentro de
fútbol, me saludó muy amablemente y me invitó a conocer las
instalaciones de la Federación de Fútbol de México, a entrenar con los
colegas si estaba entre mis posibilidades de tiempo y organización
también a presenciar un encuentro de la liga mayor y luego a una cena
con los colegas, aquella invitación me pareció de lo más normal puesto
que yo también soy árbitra de fútbol y es camaradería de recibimiento
cuando otro árbitro visita otro país, de haber sido otras mis
circunstancias le habría tomado la palabra, quedó registrado en mi
memoria como un dato curioso en mi viaja clandestino buscando la
frontera hacia Estados Unidos.
El vuelo de Mexicana de Aviación iba repleto de coyotes y de
indocumentados, nosotros tenemos un lenguaje secreto, un instinto
peculiar, una armonía que solo quienes no tienen documentos entienden a
cabalidad, de incognitos para la sociedad y para el sistema que finge
no vernos, pero totalmente visibles para quienes se aprovechan de
nuestras circunstancias. Por muy disfrazados con ropas de galas para no
llamar la atención las miradas desnudan las almas temerosas que,
fingiendo valentía se lanzan a la conquista de lo desconocido en un
acto suida que a nadie importa, actos que si sobreviven se vuelven
remesas que pactan promesas de amor que el tiempo se encarga de
disolver, es así como quienes ya están del otro lado de la frontera se
vuelven hiel que beben a cuenta gotas en la diáspora. El retorno se
vuelve una quimera y a veces un recuerdo que se trata de olvidar. Son
los desterrados muertos en vida que no se percatan que aun respiran.
Abordamos un autobús que nos llevó al Estado de Morelos, pasamos por
la pintoresca Cuerna Vaca que cuando la vi me sentí en San Lucas
Sacatepéquez, muy similar el paisaje, el clima y la infraestructura.
Kilómetros más adelante la brisa rala del calor de Acapulco nos avisó
que estábamos por llegar a Morelos, ahí abordamos otro autobús que nos
llevó al poblado de Jojutla.
En un mercado la coyota tiene su casa y su puesto donde vende todo
tipo de vestidos y decoraciones para: bodas, quince años, bautizos y
funerales. Sus hijas que también son parte del negocio del tráfico de
personas indocumentadas fueron las encargadas de darme las clases de
geografía e historia de México, desde el mismo instante en que llegué
les dijeron a los vecinos y vendedores que yo era una prima veracruzana
que había crecido en Guerrero cerca del puerto de Acapulco, mi acento,
mi color de piel, la forma de mi cuerpo y mi cabello rizado ayudaban
con la descripción.
El mismo día guardé mi acento guatemalteco y los modismos para
aprender nuevos y mexicanos, no sé cómo sucedió pero lo logré de otra
forma mi historia fuera distinta y tal vez yo no estaría en este
momento escribiendo este relato.
Día y noche estudiando nombres de ríos, calles, poblados, Estados,
nombres de gobernantes, aprendí el himno nacional, canciones
tradicionales de Morelos, Guerrero y Veracruz. Todo esto para poder
defenderme si en caso me detenía la policía en México o la Patrulla
Fronteriza en Estados Unidos, el único objetivo era que si me
deportaban que me devolvieran a México y no a Guatemala, eso me
permitiría intentarlo nuevamente y que si me entrevistaba la policía
mexicana me dejara continuar con el viaje.
El nivel de organización que tienen las redes que trafican con
migrantes indocumentados me dejó sorprendida porque hay gente
involucrada en todos los niveles e instancias. Para poder viajar como
mexicana –porque mi visa estaba autorizada solamente hasta el Distrito
Federal- a Sonora donde cruzaría el desierto para llegar a Arizona.
Fuimos al hospital público de Morelos y ahí un contacto me sacó
sangre y me realizó una tarjeta médica cuestión que no tardó más de
veinte minutos, vi cómo colocó tres gotas de mi sangre sobre una
tableta que me explicó era para saber qué tipo de sangre tenía y mi
nivel de hemoglobina. Se sorprendió cuando vio mi tipo de sangre y me
dijo lo que me ha dicho todo el mundo: su sangre es rara y es muy
difícil de conseguir en los hospitales.
Compramos los boletos de avión con destino a Hermosillo, Sonora . El
día antes de partir fuimos con las hijas de la coyota al mirador de la
laguna de Tequesquitengo y más allá a apuntando con la mano derecha me
enseñó la conductora del automóvil que estaba Acapulco, “atrás de esos
cerros”.
Ya había aprendido a cocinar comida mexicana y en la noche un grupo de
vecinas y de vendedoras que me tomó cariño organizó una despedida con
Pozole, una tomó una guitarra y comenzaron a cantar canciones del
tiempo de Pancho Villa que entrelazaron con coros evangélicos y
católicos, terminaron la velada con la de No Volveré de don Antonio
Aguilar y La Golondrina de Pedro Infante.
A la mañana siguiente me disfrazaron con zapatos de tacón, traje
tipo sastre y llenaron de pintura mi rostro, trenzaron mi cabello y
colgaron una bolsa de mi brazo, en el otro una mochila negra con la
mudada con la que cruzaría el desierto: un pants negro, tenis color
azul, un gorro pasamontañas y guantes negros. El resto se quedó en casa
de la coyota que dijo que enviaría por paquetería cosa que nunca
sucedió pero sí envió mi billetera con mis documentos guatemaltecos.
La tarjeta médica serviría como identificación en caso de cualquier
inconveniente, tenía forma de licencia de conducir. Abordamos el avión
con la coyota y las indicaciones fueron claras: “si te descubren ni se
te ocurra voltearme a ver, viajaremos en distintos asientos”. Por
suerte o por azar del destino ni en el aeropuerto del Distrito Federal
ni en el de Hermosillo, Sonora me pidieron identificación.
Mientras volaba observaba por la ventana las cerrarías de los
Estados de: Querétaro, San Luis Potosí, Zacatecas, Durango, parte de
Sinaloa y Chihuahua hasta que llegamos a Sonora, en el horizonte se
veía el mar de Puerto Peñasco, estaba tan lejos de mi arrabal y no iba
ni a la mitad del camino.
Ilka Oliva Corado.
Abril 23 de 2014.
Estados Unidos.
Inmigrante clandestina
Travesía desierto Sonora-Arizona (II)
Subimos a un taxi que durante seis horas nos condujo por autopistas del
desierto de Sonora, los taxis que transitan por allá son camionetas
Suburban y Hummer en su mayoría, son necesarios los de doble tracción
por el tipo de terreno.
Siete veces nos el conductor se tuvo que
detener en puestos de registro de la policía estatal y las siete veces
actué como una total mexicana todo lo que había estudiado respecto al
país fue lo que me preguntaron, vi cómo detuvieron a docenas que se
confundieron en una pregunta y se delataron de ser centroamericanos y
suramericanos, en los puestos de registro se juntan docenas de
migrantes que apuestan a la suerte de llegar a los poblados fronterizos.
Hay
policías que reciben dinero para favorecer y hacerse de oídos sordos a
los acentos y a las nacionalidades, hay otros que toman a los migrantes
de rehenes porque saben que les irá mejor pidiendo un rescate, hay
otros que los encierran durante días con la única finalidad de
abusarlos sexualmente y están los más perversos que se los venden al
crimen organizado después de haberlos abusado sexualmente. Muchos de
estos indocumentados van a dar a las manos de quienes trafican con
órganos, también en trata de personas con fines de explotación sexual y
laboral. Los que reclutan para convertirlos en mercenarios del crimen
organizado.
En el último puesto de registro yo no supe contestar
una pregunta pero una mexicana que viajaba con sus sobrinos menores de
diez años de edad salió a mi rescate y le dijo al policía que yo era su
prima y que era veracruzana que recién me había mudado a Morelos, la
coyota se había alejado del grupo y esperaba dentro dl la Suburban. Al
subir nuevamente le pregunté a la muchacha que no pasaba de 30 años de
edad, ¿por qué me había ayudado? Me dijo: “hoy por ti, mañana por mí”.
Las
únicas personas que utilizan taxis que van hacia los poblados
fronterizos son los coyotes y los migrantes indocumentados, porque son
sitios muertos donde hay muy pocos habitantes porque la mayoría o
emigró hacia Estados Unidos o lo hizo hacia otros Estados mexicanos.
Faltando
poco para llegar a Agua Prieta el conductor se detuvo en una taquería y
nos dio quince minutos para comer, ahí presencié una violación de una
adolescente que viajaba de indocumentada en otro grupo y nadie se metió
a defenderla.
Llegamos al restaurante que era una galera, a la
orilla de la carretera estaban estacionados varios taxis y adentro vi
un grupo de aproximadamente sesenta personas, busqué el baño porque
tenía ganas de orinar, una de las meseras me señaló la parte lateral de
lugar, el baño estaba afuera, abrí la puerta y mi sorpresa fue
encontrarme con un grupo de once tipos que tenían tirada en el suelo a
una jovencita desnuda que abusaban sexualmente, mientras unos la
sostenían para que no se moviera otros esperaban su turno.
Cerré
la puerta y les dije a los de las mesas cercanas que cerca del baño
estaban abusando a una mujer, me dijeron que ya sabían porque la habían
ido a sacar del restaurante pero que no podían hacer nada porque
andaban armados. La repuesta me indignó más porque me hablaron con una
parsimonia como si de comida estuvieran tratando. Un hombre de
aproximadamente cincuenta años de edad me dijo que era el tío de la
muchacha que tenía 19 años y que no pudo hacer nada cuando entró el
grupo de “los vatos” y se la llevaron para el baño, “todos están
armados seño y lo mejor es no meterse porque nos matan a todos, ella se
va a recuperar”.
Comencé a despotricar contra todos y el piloto
del taxi se vio obligado a levantarme en vilo, taparme la boca con una
mano y meterme dentro de la Suburban, dos hombres que viajaban en el
mismo taxi se ofrecieron de voluntarios a cuidar que yo no me bajara.
Me dijo el taxista que era la única forma de asegurarme que no fuera
abusada y asesinada ahí mismo, por el grupo de “los vatos”. Momentos
después llegó la coyota que estaba pagando los tacos. Desde la ventaba
del taxi vi cómo uno por uno pasaban sobre la jovencita, satisfechos
todos se retiraron como quien va a una tienda, compra un dulce, lo paga
y se va.
El tío junto a otros hombres la fueron a levantar y la
subieron en el taxi y partieron hacia la frontera. La imagen de la niña
siendo violada por esos hombres no me dejó dormir durante años, me
despertaba en la madrugada, hablando improperios, sudando helado y con
las pulsaciones a mil por hora, aquella escena fue parte de las
pesadillas que me persiguieron durante noches enteras. En el la
suburban agarré la manga de la chaqueta que llevaba puesta y grité con
todas mis fuerzas, la mordí hasta cansarme, todos todos guardaron
silencio y perdieron las miradas entre sus propias cavilaciones y el
paisajes del desierto.
El piloto dijo que eso era normal que
sucediera y que aunque se denunciara la policía no hacía nada al
respecto. Me dijo que me sintiera privilegiada que con tremendos gritos
que di en el restaurante no me hubieran violado a mí también.
En
el cruce de Agua Prieta y Napo se bajó la muchacha de Morelos con sus
sobrinos, nos dimos un abrazo y con ella se llevó mi agradecimiento por
haber intercedido ante el policía estatal.
Al filo de las cinco
de la tarde llegamos al hotel El Girasol donde me entregaría la coyota
y sería otra la organización que se encargaría de la travesía en el
desierto para entregarme a otra organización en Arizona. Lo que vi en
ese hotel también me persiguió durante años. Cuartos repletos de
personas apiñadas que deliraban en el trance de las drogas que habían
ingerido, algunas en pastillas, otras inyectadas, orgías de coyotes
entre coyotes, indocumentadas que con sexo pagaban la travesía, otros
orando a la Virgen de Guadalupe que tenía altares por doquier.
Se
suponía que tenía que partir esa misma noche con el grupo de mujeres
pero llegamos una hora tarde y ya habían salido así que sería hasta el
siguiente día con el grupo de hombres. Las puertas de las habitaciones
estaban de par en par, realmente a nadie le importaba que lo vieran
retozando y a quienes estaban bajo el efecto de las drogas mucho menos.
Enumerar las nacionalidades estaría de más porque habían personas de
varias partes del mundo. El hotel se ofrecía como el mejor del lugar y
de hecho lo era, en otras pocilgas la suerte era incierta.
Esa
noche dormí en una habitación con la coyota que conocía al papá de
quien estaba a cargo del hotel por esa razón tuvimos el privilegio de
dormir solas sin que nos molestaran, nos dieron un cuarto en el segundo
piso, pusimos la cama junto la puerta y nos acostamos, el coyote nos
dijo que solo a él le abriéramos, la noche entera la pasamos en vela
porque tocaban la puerta cada cinco minutos en invitaciones para
participar en variedad de orgías que ofrecían licor y drogas.
Por
la mañana fuimos a desayunar y a conocer el poblado muerto de Agua
Prieta, recién salido de una película del medio oeste: casas vacías,
abandonadas con agujeros de balas por doquier, hoteles cayéndose a
pedazos, ruinas de restaurantes, gasolineras y farmacias. Calles vacías
con banquetas bañadas de sangre seca. Un desolación total en el
bochorno del infierno fronterizo.
Comimos tacos a dos metros de
la frontera que es dividida por una valla de malla y más adelante una
muralla de metal que es la famosa “línea” por donde cruzan los que
pagan más de veinte mil dólares. En la única farmacia disponible compré
tres litros de suero, dos manzanas, dos galletas dulces, una naranja.
De Guatemala había llevado dos vendas y ungüento para lesiones
musculares. A las cinco de la tarde me puse mi pants negro, mi gorro
pasamontañas y los guantes negros, me colgué la mochila en los hombros
y me despedí de la coyota, que me dijo que se quedaría a dormir ahí
para esperar noticias de que había cruzado, faltando cinco minutos para
salir llegó el grupo de mujeres que salió la noche anterior y con el
que me tuve que haber ido, las habían agarrado en la frontera ya en
territorio estadounidense y las habían deportado, la Patrulla
Fronteriza las dejó en la “línea” a unos metros de donde yo había
desayunado.
Cuando me vieron y les contaron que yo era la mujer
que faltaba y que por haber llegado tarde no me fui con ellas, en un
acto sumamente extraño se lanzaron sobre mí y me abrazaron todas,
lloraban y decían que se irían conmigo, porque yo tenía suerte.
La
palabra suerte me ha acompañado toda mi vida, cuando nací me recibieron
las manos de Mamita –mi bisabuela materna-, las de mi abuela y las de
la comadrona, cuenta la historia familiar que yo nací a columbón como
nacen los hombres y que mi cuerpo estaba cubierto por una manteca
blanca como la que traen al nacer las bestias. En Jutiapa cuando las
vacas y las yeguas paren y si el bebé viene envuelto en una manteca
blanca se dice que trae suerte, yo nací igual entonces dijo Mamita
cuando vio a la cipota prieta bañaba en manteca blanca: ¡ve, ésta
Chilipuca nació con suerte! Y es algo en lo que he creído por el puro
amor a mi bisabuela que tuvo la osadía y que me bautizó como Chilipuca.
Chilipuca es el frijol negro grande que en otras partes de Guatemala le
llaman piloy. Fui la hija que más pesó al nacer y la única de los
cuatro que nació con comadrona. Lo de la comadrona es un privilegio que
me enorgullece.
Las mujeres no pasaban de treinta años de edad,
estaban cansadas pues llevaban una semana intentando cruzar la frontera
y siempre la Patrulla Fronteriza las agarraba y las devolvía a “la
línea”, querían dormir e intentarlo en otra ocasión pero cuando me
vieron desistieron, no había forma de que me soltaran, me tenían
abrazada, amurallada completamente.
Estaban seguras de que
conmigo cruzarían la frontera, el coyote les dio cinco minutos para que
fueran a comprar botellas de agua pura, nuevamente me despedí de la
coyota y abordamos tres taxis tipo sedan. La forma de hacerlo había
sido estudiada y ensayada: en la puerta del hotel estarían estacionados
y nosotros íbamos a salir corriendo y nos acostaríamos en los sillones,
de afuera el taxi se vería vacío solo con el conductor, esto era para
no levantar sospechas a la policía.
Con mi mochila al hombro y
mi ropa negra corrí y salté dentro del taxi, así fue como el grupo de
17 indocumentados, -ocho mujeres y nueve hombres- cruzamos el poblado
de Agua Prieta hasta llegar a al desierto, donde se adentró el
automóvil y sin detenerse saltamos nuevamente hacia los escasos
matorrales donde el coyote a cargo nos daría las instrucciones. Estaba
por comenzar mi titánica travesía de los desiertos de Sonora y Arizona.
(Continúa)
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
Inmigrante clandestina
Travesía desierto Sonora-Arizona (III)
Corrimos a escondernos entre los matorrales mientras bajaban todos de
los taxis que, en un rechinar se llantas de marchaban del lugar,
estábamos en medio de la nada alejados del centro de Agua Prieta
metidos en el desierto de Sonora.
Yo era la única que cargaba
gorro pasamontañas y guantes negros, fueron indicaciones de la coyota
no quitármelos ni un segundo cuando me adentrara en el desierto porque
de noche los cactus no se ven y las tunas se incrustan en la piel sin
ningún tipo de piedad. Debido a mi experiencia de andar en barrancos y
escalando montañas y volcanes opté por vestirme con un pants, playera,
una chumpa y tenis que era lo más cómodo posible para la travesía y
ciertamente fui la única vestida así, el resto de mis compañeros iban
vestidos con pantalones de lona oscuros y zapatos de vestir, algunos
con botas vaqueras, las mujeres con zapatos cerrados, muy pocos íbamos
con tenis.
La única que llevaba suero era yo, el resto
llevaba agua pura y mezcal, nos habían dicho que el frío del desierto
era asesino y ciertamente a pesar de que vivo en una ciudad que sus
inviernos con gélidos no he sentido frío como el que viví en los
desiertos de Sonora y Arizona, creo que también contó lo circunstancial
de la travesía para hacer de aquella experiencia algo épico en mi vida.
No adentramos en el desierto de Sonora, caminando en hilera
ésa fue la indicación del coyote: caminar uno tras de otro. Cuando ya
habíamos avanzado cinco kilómetros nos detuvimos y nuevamente nos
explicó el trámite de la travesía: “nadie de ustedes se va a atrever a
delatarme como el coyote en caso nos atrape la migra porque si lo hacen
la organización los va a matar, lo que tienen que decir es que tomamos
el camino por nosotros mismos y que no llevamos coyote guía, si en caso
nos salen en el camino los cuatreros no nos resistamos a que nos
asalten entreguemos todo y si nos violan pues que nos violen…”
Una de la muchachas me preguntó en ese instante si me había puesto la
inyección para no quedar embarazada en caso de un abuso sexual en el
desierto, en ese momento yo caí en la cuenta de la seriedad de la
situación en la que estaba metida, nunca se me ocurrió inyectarme, era
la única del grupo que iba desprotegida en caso de que algo así
sucediera, todas se habían inyectado antes de salir. Me dieron la
regañaba de mi vida por no prever algo tan importante.
El
coyote seguía con las instrucciones: “si en caso nos detiene la policía
estatal o el ejército mexicano me dejan hablar con ellos y nadie de
ustedes abre la boca, si en caso alguno de ustedes desiste de seguir se
queda esperando a que amanezca que de encontrarlos tienen, ya sea la
migra, la policía o los cuatreros”.
Los cuatreros son los grupos delictivos que transitan en el desierto asaltando a los migrantes.
El ocaso de las seis de la tarde comenzaba a pintarse de colores rojos
y anaranjados encendidos y el frío de la noche se sentía en la brisa
rala que se colaba entre los cactus. En el grupo había personas de
cuarenta años, veinte, cincuenta, dieciocho, una pareja llamó mi
atención porque el novio decidió irse a Estados Unidos y la novia no
quiso quedarse, él tenía 18 años y ella 16 y para que no se fuera
“huida” y que la gente del pueblo no murmurara los papás de ambos
aceptaron que se casaran y así lo hicieron, se casaron sin ningún tipo
de celebración y al día siguiente partieron de su natal Jalisco hacia
Sonora.
No me cabe la menor duda que en mi grupo había gente
de otras nacionalidades distintas a la mexicana pero por estrategia
decíamos que éramos mexicanos todos.
Mi condición física
estaba al 100% y eso permitió que caminara al lado del coyote sin
apartarme de él, el grupo se quedaba rezagado a una distancia de
cincuenta metros porque ninguno podía mantener el ritmo con el que
avanzaba el coyote que dicho sea de paso era un niño de 18 años de
edad, flaco como él solo.
Mientras caminamos conversé con él
y me dijo lo que me han dicho una buena cantidad de personas a lo largo
de mi vida: “es que siento como si la conociera de toda la vida, como
si hubiéramos crecido juntos”, me contó que le pagaban $150 por
indocumentado puesto en Arizona, hacía dos viajes por semana y en cada
grupo mínimo llevaba quince personas, haciendo cuentas el niño ganaba
$4,500 a la semana. Era nativo de Guanajuato y quería estudiar en la
universidad por esa razón se había metido al trabajo de coyote pero le
estaba yendo tan bien
que decidió seguir cruzando gente,
labor que realizaba desde que tenía 15 años de edad. El mayor de 6
hermanos, su familia vivía en una ranchería muy alejada del pueblo y su
sueño era construirle una casa a su mamá y que dejara de lavar ropa
ajena y lo estaba logrando porque ya había comprado un terreno de doce
manzanas de tierra donde construiría la casa con todo y establo,
también había comprado algunas cabezas de ganado.
Un Pickup de doble tracción para que nadie los humillara llenándoles las caras de polvo como cuando caminaban hacia el pueblo.
Los primeros 25 kilómetros los caminamos en tranquilidad, la noche los
cayó encima con frío gélido pero no bajábamos el paso, traté de
explicarles que no podían estar tomando agua cada cinco minutos porque
se la iban a acabar y no sabíamos qué nos esperaba más adelante, aunque
nos habían dicho que solo íbamos a caminar seis horas y llegaríamos a
la frontera teníamos estar listos para cualquier eventualidad y justo
sucedió.
Cuando llevábamos tal vez cuarenta kilómetros
caminados, nos apareció un grupo de policías estatales que con armas
automáticas nos rodeó, pidieron documentos pero el coyote de inmediato
preguntó por el jefe, sacó un fajo de dólares de la mochila y se lo
entregó, le dio el santo y seña de la organización a la que pertenecía
y eso fue suficiente para que nos dejaran continuar.
Entre
más nos adentrábamos iban desapareciendo los matorrales y el desierto
se poblaba de cactus, el suelo de talpetate y polvoriento también
desapareció para darle paso a uno empedrado que no dejaba avanzar sin
que nos lastimáramos los pies.
En la lejanía vimos unos
reflectores que nos alumbraban parecían ser de postes de luz eléctrica
que estaban a menos de cien metros de distancia pero, el coyote nos
explicó que estábamos a ochenta kilómetros de distancia de éstos, y que
eran reflectores gigantes que iluminaban en distancias largas, lo hacen
para cuidar que no pasen indocumentados y tampoco traficantes de
drogas. La luz pasaba y a los cinco minutos volvía, los fotos rotaban
en forma circular y cada vez que se acercaba nos tocaba lanzarnos al
suelo y escondernos atrás de algún cactus, así lo hicimos a lo largo de
sesenta kilómetros y aun no habíamos llegado a la frontera.
Escuchaba los gritos de las personas cuando sus cuerpos topaban con las
tunas de los cactus, lo que le cambió el ánimo al coyote que comenzó a
regañarnos, exigía el absoluto silencio porque nos íbamos acercando y
los ruidos, movimientos y hasta las respiraciones eran descubiertos por
sensores colocados en el desierto, por las autoridades estadounidenses.
Pronto aparecerían las avionetas y helicópteros que vigilan el
desierto. El cansancio comenzaba a aparecer en todos pero era más en
quienes no tenían la condición física, no llevaban ropa cómoda ni
zapatos para semejante travesía.
Había gente con diabetes,
problemas respiratorios y dos que sufrían de ataques epilépticos,
ninguno dijo nada porque de lo contrario ningún coyote se hubiera a
cruzarlos. Eso lo contaron en murmullos mientras avanzábamos y pedían
descansar pero ya sabían la respuesta, teníamos que cruzar la frontera
antes del amanecer o la migra nos encontraría. Comenzamos a trotar para
acelerar el paso, quise llevarme un recuerdo de aquellos desiertos que
la memoria fuera incapaz de borrar, entonces recogí una piedra del
desierto de Sonora y otra del de Arizona, las tengo en mi escrito junto
a una planta de cactus que recién compré el año pasado, cuando decidí
hacer las pases con la alusión de mi travesía.
Llegamos al
filo de la media noche a la línea divisoria y nos encontramos con
cientos de migrantes esperando el cambio de guardia de la Patrulla
Fronteriza para cruzar en esos diez minutos que se tardaba en aparecer
el siguiente convoy de patrullas.
Faltaba media hora y los
cientos de migrantes de un abanico de nacionalidades estaban acostados
boca arriba en el suelo empedrado, docenas de coyotes de distintas
organizaciones con grupos que no pasaban los 25, nosotros también
buscamos un lugar a lo largo de la línea y esperamos nuestro turno.
Las estrellas se veían tan cerca que lo lejano del firmamento parecía
haber bajado a acompañarnos, en la espera pasaban de mano en mano las
botellas de mezcal y de tequila, un trago para espantar el frío y darle
viaje para que otro necesitado también se quemara la garganta y se
entibiara el corazón, yo no bebí decidí pasar las botellas a la mano
siguiente.
La línea divisoria en el desierto de Sonora y
Arizona tenía del lado mexicano dos cercos de alambre de púas, seguido
de una línea férrea, la calle de terracería y dos cercos de púas del
lado estadounidense. La cruzarían en hileras, se colocarían los
suéteres y chumpas en el suelo y caminaríamos sobre estos y el último
del grupo los recogería, esto era para no dejar huellas de zapatos en
la calle por donde alumbraban los focos de las perreras
estadounidenses.
Cuando dieran la señal cada quien se haría
cargo de la forma en que iba a saltar los cercos y también de alejarse
lo antes posible de la línea, habíamos caminado hasta ese punto la
distancia de 125 kilómetros desde que salimos de Agua Prieta. Estábamos
a instantes de cruzar la famosa frontera que tantas vidas ha
arrebatado. Estaba a segundos de abandonar el territorio mexicano para
seguir siendo indocumentada en otra proeza de la que quienes sobreviven
se niegan a hablar e intentan olvidar.
(Continúa)
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
Inmigrante clandestina
Travesía desierto Sonora-Arizona (IV)
(Continuación)
No sé cuántos kilómetros de distancia hay entre Agua Prieta y la
frontera con Arizona, nosotros no caminamos en línea recta, la ruta fue
serpentina, en instantes parecía que el camino era para regresar a Agua
Prieta en lugar de dirigirnos a Arizona, sé la cantidad de kilómetros
que caminamos porque el coyote llevaba un aparato estilo reloj que
también era brújula y llevaba un registro de la distancia caminada.
A las doce en punto de la noche dieron la señal para cruzar la línea
divisoria y fue cuando un viaje tranquilo se tornó en una pesadilla;
los cientos de migrantes comenzaron a saltar los cercos de alambrado en
un intento por llegar al otro lado sin ser interceptados por la
Patrulla Fronteriza, personas de todas las edades, niños, adolescentes,
adultos y ancianos. Personas mayores de los 70 años de edad también
estaban allí en esa piña de gente tratando de saltar, la
desorganización total la angustia y el miedo volvieron aquellos
alambres de púas armas blancas que se llenarían de sangre fresca:
pedazos de carne quedaban ensartados, piel y cabello.
Se
escuchaba perfectamente cuando la piel se rompía y el alambre cortaba
la carne en ocasiones llegando hasta los huesos, los gritos de dolor
eran contenidos mordiendo pedazos de trapos, niños eran levantados en
vilo y lanzados al otro lado donde caían sin amortiguamiento sobre las
piedras, ancianos que caían al suelo y les pasaba la turba encima,
kilómetros y kilómetros de frontera, de personas saltando los cercos de
alambrado.
La luna iluminando la noche como si hubiera como
un candil en camino de aldea, más allá de las siluetas se distinguían
los rostros y se podía leer en las miradas el miedo y la angustia. No
fue difícil para mí saltar los cercos de alambrado, crecí entre
barrancos y realizando expediciones de arrabal con mis amigos de
infancia, -Los 16 Hombres de mi Vida- entre los sembradillos de las
aldeas y las parcelas.
Busqué uno de los troncos podridos que
sostenían el alambrado y me sujeté a él con ambas manos, utilicé las
líneas de alambre como si fueran gradas de escalera, estando en lo más
alto del cerco salté hacia el otro lado. Las personas hacían lo
contrario: querían utilizar el sistema antiguo de colocar un pie
sujetando la línea más baja y con una mano levantar la que seguía, para
pasar inclinadas pero era algo que no funcionaba debido a la cantidad
de gente y al nivel de desorganización, cada quien saltaba como podía y
utilizaba el método que más le convenía causando con esto la
aglomeración y las heridas que aunque hoy estén cicatrizadas han
quedado vivas en el alma de cientos de miles a lo largo de los años.
Eso de los doce millones de indocumentados en Estados Unidos es un
treta, si cruzan miles a cada minuto por agua, tierra y aire.
Saltamos el primer cerco y corrimos para cruzar la ferrovía, pusimos
los suéteres y chumpas sobre la calle y volvimos a correr formados en
hilera, el último del grupo recogió la ropa y nos la entregó llegando
al otro cerco que ya era parte de Estados Unidos, curioso y real que el
cerco del lado mexicano parecía de aquellos de aldea latinoamericana
donde la única pena es que no crucen las bestias hacia los sembradillos
de hortalizas, tremenda diferencia con los dos cercos del lado
estadounidense que fueron hechos con maquinaria de última moda.
En lugar de troncos de madera, los parales eran vigas gruesas que
parecían de acero, las líneas de alambre estaban más tupidas y
ajustadas –tilintes diríamos en mi natal Jutiapa- lo que hizo que
aquella masa humana se diera el encontronazo y fueran más las pieles
cortadas y la sangre derramada.
No había manera de colocar el
pie y hacer que bajara la línea de alambre que no cedía porque estaba
ajustada en una forma inverosímil con grapas gruesas soldadas a los
parales. Desconozco si este cerco estaba solo en cierta parte o era a
lo largo de la frontera del desierto. Las personas optaron por lanzarse
en clavados como si lo que les esperaba adelante era una poza de río,
la ropa quedaba prendida con todo y piel, quien se quedaba tratando de
destrabar la ropa, el cabello o la piel era empujado por la turba que
no medía consecuencias, así fue como muchos dejaron pedazos de labios,
nariz y mejillas colgando de las púas de alambrado.
Vi
personas que perdieron los ojos porque las púas se incrustaban en las
pupilas, hombres que se rasgaban los testículos, en ese cerco quedaron
docenas que se negaron a seguir porque no lo pudieron cruzar y otras
que por el tamaño de las heridas les fue imposible.
El
segundo cerco del lado estadounidense estaba más ajustado aun y se
convirtió en otra especie de colador que detuvo a otros cientos, entre
ancianos, mujeres embarazadas, personas lesionadas, gente a la que ya
no le daba ni el espíritu ni la fuerza física. Vi a coyotes sacar
cuchillos de carniceros y degollar a las personas que gritaban del
dolor causando por las heridas que se hicieron en los cercos, ellos no
querían escuchar ningún lamento que alertara a la Patrulla Fronteriza y
nos descubriera a todos y se les cayera el negocio y si alguien los
denunciaba ir a la cárcel durante décadas. Con esos cuchillos de
carniceros y pistolas amenazaban a todos por igual y con ésta acción
hicieron pensar dos veces a quien intentó quejarse.
Pitos de
sangre saltaban de los cuellos cortados y caían en la ropa de otros que
aglomerados intentaban vencer el miedo y lograr saltar el tercer cerco
mientras que los heridos se desplomaban y caían al suelo en una agonía
que a nadie importaba, en la que nadie quería pensar, todos estábamos
absortos en nuestros propios trances, tal vez el generalizado que solo
entienden quienes han cruzado las fronteras en clandestinidad. En esos
instantes de aprehensión una se da cuenta que como cantara don José
Alfredo Jiménez en su Camino de Guanajuato: “ No vale nada la vida, la
vida no vale nada, comienza siempre llorando y así llorando se acaba,
por eso es que en este mundo, la vida no vale nada.”
Lo que
hace la Patrulla Fronteriza es llevar los cuerpos a la morgue del
poblado más cercano y hay quienes los han visto lanzarlos al otro lado
del cerco para que los cuerpos se pudran en territorio mexicano y con
esto no hacer gastar dinero al gobierno de Estados Unidos en entierros
de cuerpos equis, equis. Si son encontrados por migrantes y coyotes
sucede algo similar, moverlos del camino para que no estorben el
intento de otros.
Es así como quedan los cuerpos que se
vuelven polvo uniéndose a la erosión del desierto. Quienes mueren de
sed, de hambre, cansancio y los cientos de miles a través de los años
que han perecido heridos, desangrándose hasta quedar totalmente vacíos
de anhelos y recuerdos, buscan en la agonía el abrazo lejano de quienes
se quedaron esperando su regreso.
Yo también viví la
depresión post frontera, durante años enteros me habitó el Síndrome de
Ulises. Me fue consumiendo minuto a minuto y me ensimismó, robó mucho
de mí; de mi alegría y de ser extrovertida pasé al silencio total que
me convirtió en una persona oscura y ensombrecida. En un témpano de
hielo que se encerró en exhaustivas horas de trabajo, para no pensar y
para no sentir pero me fue imposible, la hiel me invadió por completo.
La vida en la frontera no es nada, si lo sabré yo. Por ésa y otras
razones no hay nada ni nadie que me haga despegar los pies del suelo y
ningún ego ha tenido los arrestos para verme de frente. Por más labias
que me hagan llameándome hoy “escritora y poeta” buscando utilizar mi
letra como mercenaria para fines de ultratumba, mi conciencia no se
vende ni por un costal de tuzas. Es fiel a los invisibles porque viene
de una de ellos.
Cruzamos el tercer cerco y vimos cómo se
quedaban docenas atrapadas entre los alambres de púas y el desconcierto
de la orfandad migratoria. Comenzaba otro trayecto en mi vida, entre
los cactus y la adversidad.
(Continúa)
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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