La
percepción que tengo del presidente Santos es simplemente la de una
persona obsesionada en extremo por el poder. Por el poder, no para
poder, sino por el poder como símbolo. Y agregaría: sin carácter para
el liderazgo ni talante de caudillo, espera que el poder por sí solo le
facilite cierta trascendencia histórica. Probablemente el referente de
su tío abuelo, el expresidente Eduardo Santos, haya sido lo que lo ha
impulsado para acometer esto o aquello durante su administración.
Como
lo ha dejado entrever, quisiera superarlo, lo que no es difícil, y sin
embargo apenas, y si acaso, hace tablas con él. Y no es porque no lo
hayan dejado Iván Cepeda, Uribe o Robledo, o el invierno y los paros, o
la presión real y palpitante de las desigualdades sociales y
económicas. No, es porque se preparó, sí, para ser Presidente, pero no,
para ser gobernante. Llegó al poder y se enredó en él. O mejor, mató al
tigre y se asustó con el cuero. Y ahora, probablemente consciente de
ello, ruega y sufre por una nueva oportunidad que lo reivindique.
Juan
Manuel Santos, sin embargo, tiene en su haber algunas valiosas
ejecutorias. Los juicios políticos con frecuencia generan la ceguera y
obstruye la razón y no permitiremos que eso nos suceda. Por ello
debemos reconocer que aunque no pase a la historia por ellas, si se
abrirán algún campo en la memoria de muchos y en las páginas de los
lustrosos volúmenes oficiales que seguramente recogerán detalles de su
paso por el gobierno.
¿Cómo no aceptar la valía de actuaciones
administrativas suyas de enorme penetración social y repercusiones
inapreciables tales como la educación gratuita y de calidad de la
juventud colombiana desde los grados cero a once en los colegios
públicos, o la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras, o el
reconocimiento de la confrontación con las guerrillas como “conflicto
armado”, o la recomposición de las relaciones con Venezuela y Ecuador,
o los diálogos de paz con las FARC-EP en Cuba?
Pero ahora, para
acreditar con evidencias lo equivocada que sería su reelección, veamos
a manera de inventario unos pocos de sus más destacados desatinos por
los cuales creemos sinceramente que no sólo no se la merece, sino que
no la va a conseguir:
Aunque no tan atinado como Álvaro Uribe
para hacerse rodear de malandros, algunos de sus asesores, ministros y
altos funcionarios parecen haberse escogido para fastidiar la
sindéresis y atropellar el sentido común.
Recojo una apreciación repetidamente invocada: la lealtad no es lo suyo.
Es
asombrosamente dialéctico pero al estilo de la Chimoltrufia : “Yo como
digo una cosa, digo otra”, tipificando al habilidoso tahúr pokerista
cuya mayor virtud radica en desconcertar para desconcentrar a los
otros.
Echa mano con voz altisonante hasta de lo más delicado
sin reflexionar sobre sus consecuencias a fin de congraciarse, en
ocasiones, con el establishment , “el tal paro nacional
agrario no existe”, en otras, con las encuestas: “ el fallo de la Corte
Internacional de Justicia no es aplicable”, etc.
Hizo hasta lo
indecible por sobrepasar el 50% de favorabilidad popular antes del 25
de noviembre pasado, fecha límite para anunciar su reelección. Así las
cosas, a los campesinos, maestros, camioneros, grafiteros, cerrajeros,
cebolleros, paneleros, plomeros y lustrabotas, etc., les llegó su
agosto. Pidan que serán complacidos. Es que “el poder volvió a llamar a
su puerta.”
Poniendo en peligro sus vidas señala como
“instigadores de la violencia” -aquí la forma hace la diferencia: el
“cachaco” es eufemístico, el bronco paisa les decía “terroristas”-, sin
pruebas y menos respetando los valores conceptuales ideológicos
implícitos en sus calificadas posiciones de izquierda, a líderes
populares de gran calado como Jorge Enrique Robledo, Piedad Córdoba,
Iván Cepeda, o a los miles de militantes de la Marcha Patriótica.
Su
índole dubitativa sumada a su ánimo improvisador, cuando no lo llevan a
crasos errores, lo colocan en los aprietos de correcciones apresuradas.
Intentó convertirnos en un país más de la Unión Europea cuando propuso hacer de Colombia un Estado “integrante” de la OTAN.
Mientras
invita a la mesa a Timochenko para dar por terminado el conflicto y
firmar la paz civilizadamente, da la orden perentoria de que si lo ven,
lo den de baja.
La venta de Isagén: ¡Qué carga de profundidad
contra los contradictores del neoliberalismo! ¡Qué ligereza en el
manejo de un importante patrimonio público nacional!
Hace poco,
necesariamente con su anuencia, su ministro de Defensa presentó un
proyecto de ley al Congreso cuya contenido expele un cierto tufillo de
criminalización de las protestas ciudadanas, y el de Hacienda, anuncia
la prórroga del cuatro por mil un año más pese a su compromiso de
llevarlo al tres por mil en 2013 y en 2014 reducirlo al dos por mil.
Y
el “Gran Pacto Agrario” que se cocina en estos momentos sin la
participación amplia y activa de los campesinos, más parece una
conspiración entre Santos y los poderes económicos de la agroindustria
que una “reingeniería del sector agrícola” en beneficio de nuestros
labriegos.
Todo lo anterior y, desde luego, mucho más, habrá de
sopesarse cuando llegue la hora, preguntándonos sin vacilaciones: ¿Es
este el Presidente que quiere su reelección?
Y la respuesta tendrá que ser solo una: ¡No!
(*) Germán Uribe es escritor colombiano
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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