Juan José Dalton
Preámbulo: Este fue mi último escrito como columnista de La Prensa Gráfica, el 28 de junio de 2002. Después me cerraron el espacio al que me habían invitado para compartir mis ideas todos los domingos (durante casi dos años). La republico porque después de nueve años, mi columna tiene una vigencia increible y mis conceptos expuestos entonces no han cambiado en lo más mínimo. Pero más importante que eso: la confirmación de que El Salvador para llegar a una verdadera reconciliación necesita justicia y verdad; poner fin a la impunidad que aún se apapacha desde las altas cúspides del poder político.
SAN SALVADOR - La sentencia de un tribunal de Florida, Estados Unidos, que recientemente condenó a los generales retirados Guillermo García y Eugenio Vides Casanova, por torturas a prisioneros, provocó infinidad de reacciones en El Salvador, algunas con faltas de sensibilidad. Otros asustados, debido a su mentalidad dolarizada, por la multimillonaria suma (unos 55 millones de dólares) para indemnizar a las víctimas, según la sanción del tribunal. ¿Con cuántos millones se curarían las secuelas de las torturas? ¿Cuánto vale una vida? ¿Cómo indemnizar a un desaparecido? Estoy decididamente con los demandantes, que supieron exigir justicia en Estados Unidos amparándose en sus propias leyes; en El Salvador tenemos negado tal derecho por una infame Amnistía promulgada en 1993. Pero, lo que hicieron los demandantes Neris González, Carlos Mauricio y el Dr. Juan Ramagoza nos inyecta esperanza -a quienes fuimos torturados o tenemos asesinados o desaparecidos- al saber que habrá justicia algún día. Los demandantes fueron hechos prisioneros a principios de la década de 1980 por la Guardia Nacional (GN), cuando los generales García y Vides eran, respectivamente, Ministro de la Defensa Nacional y Director de la Guardia Nacional (GN).
«Fallos como éste que se ha dado en Florida hacen, en verdad, mucho más daño que bien», dice un desafortunado editorial de La Prensa Gráfica del 25 de julio. ¿Por qué? ¿Acaso acudir a la justicia a reclamar un derecho no es lo que nos enseña la democracia y la libertad? Los generales condenados, y muchos más, fueron victimarios conscientes. Quienes cometieron crímenes, en comparación a toda la población salvadoreña, son pocos; las víctimas somos más. ¿Por qué entonces nuestra naciente democracia tiene que estar presa de un puñado de criminales?
Los jefes militares no pueden alegar desconocimiento de los suplicios que cometían sus subalternos y de vez en vez, ellos mismos. Cuando fui capturado en Las Vueltas, Chalatenango, el 7 de octubre de 1981, un alto militar ordenó, vía radio, que no nos mataran (al dominicano Manuel Terrero, al médico Wilfredo Centeno y a mí) y que nos trasladaran a San Salvador en helicóptero. Mi hermano Roque no tuvo la misma «suerte»: tras caer herido en combate, junto a otros dos guerrilleros, fue rematado. Esas eran las órdenes: no dejar heridos. Tal vez existan casos honrosos que no cometieron crímenes, pero son pocos. De la base aérea de Ilopango fui trasladado a la Policía de Hacienda (PH), en San Salvador. Pese a que tenía una grave aún sangrante herida, por una bala que me atravesó el pulmón izquierdo y me dejó tres costillas rotas, fui torturado salvajemente. La Cruz Roja Internacional tiene registro de ello; en Estados Unidos, Canadá y Europa se conoció mi testimonio. A las celdas clandestinas se acercaron siempre los más altos jefes militares para apreciar «su trofeo de guerra»: nuestros despojos. ¿Qué de heroico tuvo la tortura, el asesinato, las masacres y los desaparecimientos? Los responsables de ello fueron cobardes. En la aflicción de la picana eléctrica y el «avioncito», amarrado de manos y pies, les pedía a mis torturadores que me mataran, pero nunca les pedí clemencia ni lloré, como ahora lo hacen los requeridos por la justicia. No obstante, jamás voy a querer la muerte ni sufrimiento que viví para quienes me torturaron ni para aquellos que asesinaron a mi hermano y a mi padre (el poeta Roque Dalton, asesinado en 1975 por extremistas de izquierda dirigidos por Joaquín Villalobos). El amor a la humanidad tuvimos como ideal en la lucha, por eso en nuestros corazones no hay odio. Lo que reclamamos es un bálsamo de esperanza para sanar heridas.
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