En su reciente libro, titulado Capital e ideología, Thomas Piketty propone que esa investigación en torno a la desigualdad económica y social lo lleva a plantear que
la historia de todas las sociedades que han existido hasta nuestros días es la historia de la lucha de las ideologías y de la búsqueda de la justicia.
Afirma que tiene la tentación de reformular así el famoso enunciado
acerca de que dicha historia es la de la lucha de clases. Volvemos,
pues, a febrero de 1848. No es claro lo que esta iniciativa aporta al
conocimiento del tema, que centra buena parte del debate actual sobre la
desigualdad en el capitalismo.
Joaquín Estefanía, periodista español, expresa que la profusa
investigación sobre la desigualdad realizada por el autor francés en
este libro y el anterior, El capital en el siglo XXI, lanza la
discusión hacia adelante, pues se enmarca en la universal Declaración de
los Derechos del Hombre de 1789 y no en una u otra discutible doctrina
económica.
Claro está que ideas e ideología cuentan para la historia. Cabría, entonces, recordar a Keynes:
Las ideas de economistas y filósofos políticos, tanto cuando son correctas como cuando están equivocadas, son más poderosas de lo que comúnmente se cree. En realidad el mundo está gobernado por poco más que esto. Los hombres prácticos, que se creen exentos por completo de cualquier influencia intelectual, son generalmente esclavos de algún economista difunto.
La notoriedad de Piketty es producto de un trabajo extenso y
profundo, sin duda, y resulta provocador en una situación en la que la
desigualdad se ha puesto en el centro de la discusión política en muchas
sociedades, incluso en países con más alto nivel de desarrollo.
El paso hacia la transformación de los acuerdos esenciales, que
configuran un entorno social y económico determinado y que ahora rebasa
los espacios de índole nacional, es problemático.
En una entrevista publicada en el diario El País (24/11/19),
Piketty no alienta un cambio radical del sistema vigente. Dice que no
puede haber una hiperconcentración del poder en un número reducido de
personas y que el poder debe circular.
Reconoce que hay una evolución hacia una mayor igualdad y que aunque
las disparidades han crecido desde las décadas de 1980 o 1990, son
menores que hace un siglo.
De ahí parte su visión acerca de cómo incidir, por la vía de las
políticas públicas y los acuerdos políticos democráticos, en una
redistribución del ingreso y la riqueza.
Cabe preguntar si ese conjunto extenso de medidas son una forma de
ajustar un sistema social desgastado y que genera más desigualdad y
conflictos. Un ajuste del tipo del New Deal, en Estados Unidos, luego de la crisis de 1929-1933, o del surgido con el Informe Beveridge, en Gran Bretaña, en 1942. Las condiciones no son las mismas. Eso es claro.
Hay muchas aristas en el planteamiento de Thomas Piketty que indican
la complejidad real que entraña su enfoque. Apunta hacia la dirección
que debe tomar el capitalismo. La propiedad privada, dice, es útil para
el desarrollo económico, pero sólo en un marco de equilibrios con otro
tipo de derechos.
Dice que sí a la propiedad privada mientras se mantenga en lo
razonable y que, colectivamente, se establezcan sus límites. Observemos
que las reformas económicas en China de las últimas décadas han sido,
precisamente, un modo de redefinir los derechos de propiedad con fines
económicos de potenciar el crecimiento productivo y retener el control
político.
Y ahí está el problema, en convenir –y cómo hacerlo– sobre lo que es o
no razonable y, por tanto, admisible, como un tipo de acuerdo social
que se sostenga y sea funcional. No hay criterios económicos que se den
en el vacío. Tienen siempre una consideración política.
La idea que expone Piketty es que se requiere participación social en
la política, pero igualmente en la economía. El asunto se ha planteado
ya desde distintos frentes. Amartya Sen, por ejemplo, ubica el problema
en el campo de las oportunidades. Una forma alternativa y, tal vez, más
general de plantearlo sería a partir de las condiciones de acceso de
distintos grupos e individuos a una multitud de cuestiones que definen
lo que se puede hacer y los resultados que se obtienen en materia de
riqueza y también de influencia, y cómo es que esto se reproduce
consolidando en acceso y poder. El acceso, ciertamente, está más
distribuido.
Una discusión como la que se ha abierto a partir de las condiciones
provocadas por el llamado neoliberalismo en las tres últimas décadas,
junto con las repercusiones de la crisis financiera de 2008 y los
entresijos que dejó expuestos en la arena política, tiene que ver con el
aspecto moral de la desigualdad.
Esto entraña serias dificultades. Dice Harry Frankfurt, en su opúsculo titulado Sobre la desigualdad,
que el enfoque en la desigualdad no es en sí mismo objetable. El asunto
crucial reside en reducir tanto la pobreza como la afluencia excesiva.
La igualdad económica no es un ideal moralmente persuasivo. El objetivo primario debe ser reparar una sociedad en la que muchos tienen muy poco y otros el bienestar y la influencia que conlleva la concentración de la riqueza.
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