Eric Nepomuceno
Principal líder político brasileño,favorito absoluto en las elecciones presidenciales de octubre, Luis Inacio Lula da Silva debería haberse presentado a la Policía Federal hasta las cinco de la tarde del pasado viernes, acorde con una decisión arbitraria, extemporánea y violadora de la actual legislación del juez de primera instancia, Sergio Moro. Una vez más, las instancias superiores optaron por una omisión tan cómplice como cobarde.
La determinación del juez Moro es la secuencia natural de un juicio en que no fue presentada ni una miserable prueba de que Lula hubiera cometido el crimen que le fue atribuido por un delator premiado: haber recibido un departamento frente a una playa de clase media en el litoral de San Pablo. Fue un ejemplo culminante de la politización de la justicia.
Sin embargo, el ex presidente optó, pese a lo que aconsejaban algunos de sus abogados, por permanecer en el Sindicato de Metalúrgicos de San Bernardo do Campo, su cuna política, en el cinturón industrial de San Pablo.
Luego de un fin de semana agotador, de tensión máxima, quedó claro de toda claridad que Brasil entró en una etapa de la más absoluta imprevisibilidad. Y eso, en un año electoral de importancia decisiva, en que estará en juego, más que candidaturas, el modelo de país que vendrá.
Lo ocurrido es bastante simbólico del ambiente al que Brasil ingresó desde la extemporánea decisión del juez Moro: todo pasa a ser absolutamente imprevisible. Esa imprevisibilidad será, a partir de ahora, la tónica dominante en el país. Más allá de lo que efectivamente ocurra con Lula da Silva, quedó claro que la situación escapó al control de lo que sería lógico, mínimamente racional.
También quedó evidente que el ambiente político está definitivamente contaminado, en un año electoral muy confuso. Sin Lula, aumenta de manera exponencial la posibilidad de que entre abstenciones, votos nulos y papeletas en blanco, se supere el total del eventual ganador, haciendo con ello que su gobierno pierda legitimidad antes de empezar.
La impunidad olímpica con que actuó al menos desde 2015 el juez de primera instancia, Sergio Moro, conduciendo un juicio de manera totalmente arbitraria y atropellando reglas básicas de cualquier conducta mínimamente íntegra, todo eso frente a la omisión cobarde de las instancias superiores, abrió espacios muy amplios y peligrosos para que por todo el país se repitiesen tribunales de excepción. Lo mismo en relación con las acciones de la Policía Federal, que a nombre de una supuesta autonomía pasó a actuar de manera absolutamente indiscriminada, sin límites ni reglas. A todo eso deben sumarse dos fuertes fuentes de imprevisibilidad: una, la actuación descontrolada y muchas veces inmoral de los grandes conglomerados de comunicación, que manipulan mientras incomunican, creando de esa manera una clase media cada día más idiotizada.
La otra es lo que ocurre en la economía o, más precisamente, lo que quedará de la alta velocidad con que el gobierno ilegítimo de Michel Temer destroza el patrimonio nacional.
Para completar un cuadro abrumador, las casernas vuelven a marcar posición. Y los antecedentes, como conocemos todos los que vivimos en las comarcas de esta nuestra pobre América, indican que cuando los cuarteles empiezan a hablar por encima del tono recomendado, hay que temer.
El gobierno corrupto y plagado de bucaneros, encabezado por un pigmeo llamado Michel Temer, no es exactamente débil: es anémico. No tiene una gota de rocío de respeto popular, ni vestigio de legitimidad, ni polvareda de poder efectivo. Es un balcón de compra y venta, actuando junto al Congreso de peor nivel ético, intelectual, político y moral en muchísimas décadas.
Hay un vacío de poder, hay desvaríos judiciales, el más popular líder político tiene su futuro inmediato nebuloso, luego de un juicio arbitrario. Los medios hegemónicos de comunicación siguen oscureciendo su imagen con manipulaciones indecentes, lo cual no hace más que fortalecer a los crecientes contingentes de apoyadores que, pese a todo, Lula mantiene.
La economía, que apenas empezaba a dar muestras de respirar sin aparatos, puede estancarse o volver a caminar hacia atrás.
El desempleo, que alcanza a más de trece millones de brasileños –poco más que una Cuba entera, cuatro veces Grecia u otras tantas Portugal–, no cede, pese al discurso tan optimista como mentiroso de un gobierno que miente como quien respira, es otra fuente de tensión permanente.
Tan pero tan imprevisiblemente se transformó mi país que ya no se trata de prever cómo será mañana.
La pregunta ahora es otra: ¿Habrá mañana?
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