El Viejo Topo
El presidente
norteamericano Trump, que en los primeros días de su mandato afirmó que
plantearía a Rusia una “sustancial reducción” de los arsenales
nucleares, lanzaba una mentira unas semanas después, en febrero de 2017,
que contradecía sus propias palabras, declarando que el Tratado START
III, base de los acuerdos atómicos entre las grandes potencias
nucleares, era un tratado unilateral, que no apoyaba, y que para
reforzar el poder militar norteamericano iba a aumentar su arsenal
nuclear. Esa afirmación fue una mala señal que ha marcado el primer año
de su mandato, y aunque la manifiesta incompetencia de Trump sobre las
complejas cuestiones internacionales (que le llevó a tener que preguntar
a sus asesores, en el curso de la primera conversación telefónica con
Putin el 28 de enero de 2017, qué era el Tratado START) y sus
contradictorias palabras sobre relevantes asuntos que afectan a las
grandes potencias obligan a la cautela, su insistencia en reforzar el
ejército y el poder atómico norteamericano no ha sido precisamente
tranquilizadora para Moscú y Pekín, con quienes no ha mejorado las
relaciones. Unos meses después, a finales de diciembre de 2017, Estados
Unidos publicaba su nueva National Security Strategy (Estrategia de Seguridad Nacional),
donde recoge las principales cuestiones que atañen a su política de
defensa, y define su actuación futura. En ella, Rusia y China reciben el
sello infame de adversarios hostiles. Para completar el severo mensaje,
en la presentación de la nueva Estrategia, Trump (a diferencia
de Obama, que si bien mantuvo tensas relaciones con Moscú, llegó a
calificar a Pekín de “socio estratégico”) anunció, con sus maneras de
predicador pendenciero, que Estados Unidos derrotaría a sus enemigos: y
tanto China como Rusia son calificadas así en el documento.
La nueva Estrategia
se enmarca en un dilatado proceso de expansión y dominación planetaria
que llevó a Estados Unidos a romper su compromiso con el Moscú de
Gorbachov de no ampliar la OTAN, con la incorporación de Polonia,
Hungría y la República Checa en 1999 (y atacando en Bosnia-Herzegovina
en 1995 y bombardeando la pequeña Yugoslavia en 1999), durante los años
de Bill Clinton; con George W. Bush, Estados Unidos abandonó el Tratado
ABM (que prohibía desplegar armas nucleares en el espacio y limitaba los
sistemas antimisiles), empezó a desarrollar sus escudos antimisiles en
las fronteras europeas de Rusia y en Asia oriental; acercó su
dispositivo militar, y de la OTAN, hacia Rusia, intervino activamente en
el Cáucaso y en Asia central para limitar la influencia de Moscú en las
antiguas repúblicas soviéticas, y, ya con Obama, Washington impulsó el
golpe de Estado en Ucrania, cuya lógica estratégica perseguía arrebatar
la base naval de Sebastopol a la flota rusa y, más allá, arrinconarla en
las costas del mar de Azov, para limitar su presencia en el Mar Negro y
confinarla en las costuras de una potencia regional. Haciéndose eco de
ello, Putin, en octubre de 2017, en el Club de debates Valdái, afirmó; “Nuestro
principal error en las relaciones con Occidente fue que nos fiamos
demasiado de ustedes; mientras su error consiste en que percibieron esta
confianza como debilidad, y abusaron de ella". Durante años, Moscú
buscó un concierto con Washington que fuese satisfactorio para ambos:
María Zajárova, portavoz del Ministerio de Asuntos Exteriores ruso, ha
recordado al finalizar 2017 que su país lleva proponiendo, desde la
última década del siglo XX, un acuerdo con Estados Unidos que rechace la
injerencia mutua en los respectivos asuntos internos, aunque Washington
siempre ha rechazado suscribirlo.
El diseño de esa estrategia
de dominación se incubó en los años de Bill Clinton, tomó envergadura
con el programa de los neoconservadores de George W. Bush, y no cambió,
en lo sustancial, con Obama. El lema America First, repetido hasta la saciedad por Trump necesita ahora la retórica de la guerra fría
e implica el rechazo a considerar legítimos los intereses de las otras
grandes potencias: el destino manifiesto de Estados Unidos sigue siendo
la dominación. Trump, pese a los gestos dedicados a Putin y Xi Jinping,
considera a ambos países como una amenaza para el futuro de Estados
Unidos, mientras desdeña los riesgos ecológicos para el planeta con su
abandono de los acuerdos de París, persigue la redefinición de los lazos
con la Unión Europea haciéndola aún más subalterna, y persiste en la
inercia imperial en Oriente Medio, en el acoso a Rusia en las fronteras
europeas, en el Cáucaso y en el Mar Negro. Sin embargo, es China quien
concentra las preocupaciones de Washington: su economía ha superado a la
norteamericana, en PPA; apuesta por el comercio mundial sin trabas,
frente al proteccionismo estadounidense; insiste en los peligros del cambio climático,
ignorando la delirante ocurrencia de Trump de considerarlo una “trampa
china” para perjudicar a la industria norteamericana. Trump quiere
recuperar el terreno perdido en África y en América Latina, y presiona
en los mares chinos, aunque con la nueva Estrategia, que cultiva
la retórica de “hacer de nuevo grande a Estados Unidos”, revela,
inadvertidamente, su retroceso estratégico. Pese a las diferencias entre
la Casa Blanca y el Departamento de Estado, entre Trump y Tillerson, el
Estado profundo que planifica la política exterior
estadounidense constata la competencia estratégica chino-norteamericana
en la gran región del Indo-Pacífico, es consciente de los riesgos del
futuro y ve con temor la definitiva pérdida de la hegemonía, mientras
acusa a China de llevar a cabo una acción “extractiva” en África,
aprueba nuevas medidas antidumping contra Pekín, y juega la carta
de la tensión en el Mar de la China del Sur y en Corea para asegurar su
alianza con Tokio y Seúl.
Dos décadas de sueño unipolar, tras
la fractura soviética, se cierran ahora con el reconocimiento de la
rivalidad entre superpotencias que está implícito en la National Security Strategy:
Washington no concede relevancia estratégica a la Unión Europea, Japón y
la India (aunque quiere mantener la subordinación política y la
condición de aliados de Bruselas y de Tokio, y procura atraerse a Delhi
para convertirla en rival y competidora de Pekín) e identifica tres
superpotencias en el planeta: Estados Unidos, China y Rusia. Según la
nueva Estrategia norteamericana, China y Rusia quieren hacer que
sus economías sean “menos libres y menos justas”, pretenden fortalecer
sus Ejércitos, quieren controlar la información y reprimir a su
población para extender su influencia, y acusa a Moscú de agresivas
campañas de propaganda con sus medios informativos y de espionaje y
manipulación cibernética (como también ha hecho con Pekín); además,
culpa al gobierno ruso de intervenir militarmente en Ucrania y Georgia, y
a Pekín de expansionismo en el Mar de China Meridional a costa de la
soberanía de otros países. La insistencia del documento en acusar a
Pekín y Moscú de desarrollar planes en las llamadas guerras híbridas,
en achacarles el recurso a la manipulación informativa, a la
utilización de la mentira y la infiltración en las redes sociales para
“desacreditar a la democracia” (entendida como el sistema político
norteamericano), es apenas el reflejo en el cristal de la política que
ha desarrollado Estados Unidos en las dos últimas décadas. Obama, con su
agresivo “giro a Asia” definido por Hillary Clinton, ya intentó detener
la transición a un planeta multipolar, que ahora Trump y los gestores
de la nueva Estrategia quieren conseguir.
El inexperto
Trump quiere ligar su objetivo de reducir el déficit comercial con China
(al tiempo que la acusa de “violar” los acuerdos comerciales
internacionales)… a sus exigencias a Pekín para que fuerce a Corea del
Norte a abandonar su programa nuclear. Las presiones norteamericanas
llegan a extremos sorprendentes en las relaciones entre grandes
potencias: cuando finalizaba 2017, Trump, en su cuenta de twitter,
acusó públicamente a China de haber sido atrapada “con las manos en la
masa” por vender ilegalmente petróleo a Corea del Norte, violando las
disposiciones del Consejo de Seguridad de la ONU. Basaba su acusación en
imágenes tomadas por satélites norteamericanos que, supuestamente,
demostraban la venta de petróleo desde barcos chinos a buques
norcoreanos en el Mar Amarillo. Pekín desveló que sus barcos “ni eran
petroleros, y ni siquiera tienen gran tonelaje”, respondiendo de
inmediato a la grave acusación de Trump y reprochando su inaceptable
comportamiento.
Antes de ese incidente, y tras la visita del
presidente norteamericano a Pekín, en noviembre de 2017, la diplomacia
norteamericana filtró al periódico japonés The Asahi Shimbun
el supuesto acuerdo entre Trump y Xi Jinping para intercambiar
información de los servicios de inteligencia militares entre la jefatura
de las fuerzas norteamericanas en Seúl y la comandancia del ejército
chino en Shenyang (Liaoning) sobre las actividades nucleares y misiles
balísticos de Corea del Norte. La filtración tenía un preciso objetivo:
introducir desconfianza entre Pyongyang y Pekín, aunque la información
fue desmentida con rapidez por el Global Times, órgano del Partido Comunista chino.
En la práctica, Estados Unidos utiliza la crisis coreana como
justificación para desarrollar su dispositivo militar en Oriente, frente
a China y Rusia, con su escudo antimisiles y el despliegue de
nuevas unidades militares en la región, con inquietantes anuncios
incluidos: el secretario de Defensa, James Mattis, afirmaba ante el
Comité de Asuntos Exteriores del Senado norteamericano que no descartaba
que el presidente Trump tuviese que ordenar un “ataque nuclear
preventivo” en Corea sin la autorización del Congreso: el jefe del
Pentágono, que estaba acompañado por Tillerson, sabía que una afirmación
semejante es un serio aviso, una insólita presión, y una amenaza que
Pekín no puede ignorar. Así, Trump plantea una negociación imposible
donde no ofrece nada mientras exige concesiones chinas, al tiempo que
sabotea el proyecto estratégico chino de la nueva ruta de la seda:
quiere hacerlo fracasar. Washington cree que Estados Unidos ha perdido
terreno, y apuesta por el fortalecimiento económico frente a sus
rivales, pretendiendo dictar a China las condiciones de una nueva
relación, con escasas posibilidades de éxito: portavoces oficiales del
gobierno chino advirtieron de inmediato que tanto Pekín como Moscú no
aceptarían las pretensiones hegemónicas de Washington. Estados Unidos, y
el propio Trump, se niegan a aceptar el ascenso chino: con su presión
sobre el gobierno de Pekín, Estados Unidos pretende que China acceda a
una negociación global en los términos dictados por Washington, aunque
no por ello renuncia Xi Jinping (cultivando la tradicional y prudente
diplomacia china, pero consciente de que Estados Unidos y China son
competidores estratégicos) a la cooperación mutua en muchas áreas. La
tajante descripción de la política china hacia sus vecinos del Mar de
China meridional descrita en la nueva Estrategia de Seguridad Nacional
norteamericana casa mal con la mejora palpable que el gobierno chino ha
conseguido en los últimos meses en sus relaciones con los países del
sudeste asiático, e incluso con el nuevo clima político entre Pekín y
Tokio, aunque no esté exento de disputas históricas y de diferencias
recientes. Por eso, ante la publicación de la Estrategia, el
gobierno chino advirtió con severidad sobre las consecuencias de una
agresiva política norteamericana, mientras el portavoz del Kremlin,
Dmitri Peskov, la calificó como “imperial”, al tiempo que el Ministerio
de Exteriores ruso, de Lavrov, considera que provocará nuevos
enfrentamientos en el mundo y dificultará la solución a muchos
conflictos. En ese sentido, la Estrategia norteamericana insiste
en que su diplomacia debe impulsar, en distintos países, coaliciones
políticas que tengan concepciones coincidentes con la visión global de
los Estados Unidos: es el implícito reconocimiento de que Washington
organizará nuevos Maidan, como hizo en Ucrania. Esa insistencia no puede agradar ni a Moscú ni a Pekín, cuyos gobiernos son conscientes de que las revoluciones de colores
(del norte de África a Oriente Medio, del Este de Europa al Asia
central y Hong-Kong, en la propia China) han sido un instrumento más
para limitar su influencia en el mundo.
Las repetidas acusaciones de los servicios secretos norteamericanos
sobre la injerencia de Moscú en las elecciones estadounidenses no han
ido acompañadas de prueba alguna, y la supuesta simpatía de Trump hacia Putin no ha evitado las nuevas sanciones económicas a Rusia ni que la nueva National Security Strategy la
califique de enemiga. La decisión de vender armas letales a Kiev,
tomada por Trump a final de año, distancia más a ambos países: para
Moscú es un gesto agresivo, que complica más la situación en Ucrania y
también las relaciones mutuas. Además, Washington ha creado nuevas
restricciones para altos cargos rusos, limita los suministros de
maquinaria y tecnología para su economía, y amenaza con sanciones a las
empresas europeas que colaboren con el proyecto estratégico ruso del Nord Stream 2. Si Trump albergó en algún momento la intención de mejorar las relaciones con Rusia, el Estado profundo se ha encargado de poner las cosas en su sitio.
* * *
Una de las cuestiones que están presentes en la concepción de la nueva Estrategia
norteamericana es su capacidad militar y el papel de las fuerzas
nucleares estratégicas en ella. Para el resto del mundo, y para el
futuro de la humanidad, el desarme nuclear continúa siendo la cuestión
más relevante que enfrenta a Estados Unidos, Rusia y China, junto a los
riesgos de quiebra ecológica. La Campaña Internacional para abolir las armas nucleares, ICAN, que recibió en diciembre de 2017 el Premio Nobel de la Paz, pidió a las principales potencias nucleares que se unan al Tratado de prohibición de armas nucleares
promovido en la ONU, que postula el veto a la “producción, posesión,
utilización y almacenamiento” de armas nucleares, y fue apoyada por más
de ciento treinta países, aunque no por las grandes potencias. En Oslo,
Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia sabotearan la ceremonia de
entrega del premio a la ICAN, revelando su rechazo a las propuestas de
desarme nuclear.
En ese acto, la ICAN era “la voz de la
humanidad”, aunque en Washington, Londres o París no quisieran
escucharla, ajenos a los riesgos para la paz mundial, que no disminuyen:
unas semanas atrás, cumpliendo lo estipulado en el START III, el
Comando Estratégico norteamericano (USSTRATCOM, que desde noviembre de
2016 dirige el general John E. Hyten y que controla las fuerzas
nucleares y espaciales) informó a Moscú, aunque no a Pekín, del inicio, a
finales de octubre de 2017, de los ejercicios anuales Global Thunder,
que, de hecho, eran parte del plan para modernizar las fuerzas
nucleares norteamericanas y una señal para tres países identificados en
la nueva Estrategia como enemigos: China, Rusia y Corea del
Norte. Pocos días después, el ministro de Defensa ruso, Serguéi Shoigú,
denunciaba que aunque su país no quiere un enfrentamiento con Occidente,
la OTAN estaba aumentando la intensidad de sus pruebas militares,
incluidos ejercicios relacionados con el uso de armas nucleares en el
flanco oriental de la Alianza occidental, ante Rusia. Además, Shoigú
constató que se estaban desplegando nuevas tropas y armamento ofensivo
en las fronteras rusas: no en vano, la OTAN aprobó la Iniciativa Europea de Disuasión,
que cuenta con un presupuesto de 4.600 millones de dólares y contempla
la modernización de aeropuertos militares y campos de entrenamiento en
Estonia, Letonia, Rumania, Eslovaquia y Hungría, además de en
Luxemburgo, Islandia y Noruega, para facilitar las operaciones de la
aviación de guerra norteamericana.
Tres días antes del inicio del Global Thunder,
Putin participaba en el lanzamiento de cuatro misiles balísticos
intercontinentales de las Fuerzas Nucleares Estratégicas rusas, entre la
península de Kola y el mar de Barents, en el Ártico, y la península de
Kamchatka y el mar de Ojotsk. Cuando finalizaba 2017, Rusia lanzó otro
misil balístico intercontinental RT-2PM Topol desde el cosmódromo
de Kapustin Yar (en Astracán, cerca de Volgogrado) que el ministerio de
Defensa ruso presentó como una prueba para el desarrollo de la defensa
de misiles. Por su parte, China, que inició en enero de 2016 la “reforma
militar” para reorganizar y renovar sus fuerzas armadas, prosigue la
modernización de su arsenal atómico, y realizó en noviembre de 2017
pruebas de su nueva arma hipersónica DF-ZF, capaz de enviar cargas
nucleares a doce mil kilómetros por hora y de eludir la defensa
antimisiles de Estados Unidos, con lo que podría alcanzar territorio
norteamericano en menos de sesenta minutos.
El abandono del
Tratado ABM (sobre sistemas de defensa antimisiles) por Estados Unidos, a
finales de 2001, está en el origen de las serias divergencias sobre el
futuro de los acuerdos nucleares y de los riesgos de una nueva carrera
de armamentos. Tras esa decisión, que cambió el complejo escenario de
las negociaciones sobre desarme nuclear, llegó el desarrollo del escudo antimisiles norteamericano en Europa con la excusa de la amenaza iraní,
inverosímil y a la que no dan crédito ni las cancillerías occidentales,
pero que resulta útil al Pentágono para la propaganda y el desarrollo
de nuevo armamento. El escudo antimisiles norteamericano puede
lanzar, según Moscú, misiles antibalísticos, pero también los misiles de
crucero prohibidos por el Tratado INF (Intermediate-Range Nuclear Forces),
otro de los puntos de fricción. Así, Estados Unidos está evaluando la
posibilidad de impulsar un nuevo programa de misiles de alcance medio,
con la excusa de que su desarrollo no violaría el Tratado INF, aunque
Moscú no opina lo mismo. El Tratado INF fue firmado por la Unión
Soviética y Estados Unidos en 1987 y supuso la eliminación de los
misiles balísticos y de crucero de medio alcance (entre 500 y 5.500
kilómetros) desplegados en tierra. El acuerdo, suscrito por Gorbachov y
Reagan, no tiene fecha de caducidad, e implicaba la total destrucción de
esos misiles, que se culminó en 1991. Para conseguir su propósito,
Washington ha acusado a Rusia de violar el Tratado (absteniéndose, una
vez más, de presentar pruebas) argumentando para ello que los misiles Iskander-K e Iskander-M
rusos, cuyo alcance es de 400 y 500 kilómetros, tienen en realidad un
radio de entre 2.000 y 5.000 kilómetros. En julio de 2017, el presidente
del Comité de Asuntos exteriores de la Cámara de representantes
norteamericana, Ed Royce, presentaba una enmienda a la Ley de Seguridad
Nacional para 2018 proponiendo nuevas sanciones a Rusia por “violar el
Tratado INF”.
A su vez, el secretario general de la OTAN, Jens
Stoltenberg, acusó también a Rusia de violar el INF, defendiendo al
tiempo su utilidad para la seguridad en Europa, y después, añadiéndose
al coro, el responsable del Pentágono, James Mattis, apoyó el estricto
cumplimiento del INF: así, la astucia de Washington consiste en acusar a
Moscú de violar el Tratado… para justificar el abandono norteamericano
del mismo, mientras simula defenderlo. Siguiendo ese guión, en diciembre
de 1917 el gobierno de Trump impuso nuevas sanciones a Rusia, sugeridas
por el Consejo de Seguridad Nacional, por su supuesta violación del INF
al desarrollar el misil Novator 9M729, denominado SSC-8 por la
OTAN. Moscú niega las violaciones, y replica que es Estados Unidos quien
quebranta el INF con el despliegue de los sistemas de misiles Aegis Ashore
en Polonia, dispositivo que ya se ha instalado en Rumanía, al igual que
en Asia oriental, donde se ha desplegado en Corea del Sur y en Japón.
Además, el Pentágono tiene en estudio el desarrollo (y puesta en
funcionamiento en 2027) de nuevos misiles balísticos intercontinentales
que destruirían el equilibrio estratégico en Europa. La Oficina del
Presupuesto del Congreso de Estados Unidos calcula que la modernización
del arsenal nuclear norteamericano supondrá un costo de 1,2 trillones de
dólares en los próximos treinta años (un trillón norteamericano: un
billón para el resto del mundo). Trump prometió aumentar el potencial
nuclear estadounidense, y durante su gira asiática de finales del año
2017, alardeó del poder militar de su país ante sus tropas acantonadas
en la base de Yokota, Japón, proclamando: “Dominamos el cielo y el mar,
la tierra y el espacio”. Sus palabras podían tomarse como un nuevo gesto
de bravucón de taberna, de quien Paul Krugman recuerda que "Trump no
está preparado para el cargo que ocupa, ni moral ni intelectualmente”,
aunque esa circunstancia no excluye, precisamente, el peligro y la
amenaza que supone.
El ultimátum de Estados Unidos de retirarse
del INF es considerado por el propio Gorbachov, firmante del Tratado
hace treinta años, como un serio riesgo para el Tratado de no Proliferación nuclear,
una de las piezas fundamentales del equilibrio actual en el planeta,
que aunque mantiene el monopolio atómico de las cinco potencias
permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU se ve amenazado por la
posesión de armas nucleares por India, Pakistán, Israel y Corea del
Norte. Obama defendió la postura tradicional sobre la no proliferación,
pero al mismo tiempo modernizó el arsenal nuclear norteamericano. Por
su parte, Trump no duda a la hora de impugnar el equilibrio estratégico
entre las grandes potencias nucleares. El Tratado START III, que fue
firmado en 2010 y finaliza en 2020 (aunque contempla una posible
prórroga de cinco años más), fijó la reducción de los arsenales atómicos
de Estados Unidos y Rusia hasta un total de 1.550 ojivas nucleares y
700 lanzaderas de misiles en cada país.
El gobierno ruso ha
recordado, además, que las negociaciones nucleares con Estados Unidos
deben ir precedidas de una solución satisfactoria para ambas partes
sobre la cuestión del escudo antimisiles norteamericano, tanto en
Europa como en Asia oriental, y anunció que podría abandonar el Tratado
START III si Washington no renuncia al escudo. Moscú quiere también que
se prohíban las pruebas nucleares y la carrera de armamentos en el
espacio, y quiere discutir el armamento convencional en poder de cada
país, consciente de que el Tratado FACE (de Fuerzas Armadas Convencionales en Europa)
de 1990, está seriamente dañado tras la expansión de la OTAN al Este de
Europa. Son nuevos motivos de preocupación para el mundo, porque con la
nueva National Security Strategy norteamericana, y con el riesgo
de ruptura de los vigentes tratados de desarme nuclear, los próximos
años se presentan con el rostro inquietante del viejo imperialismo
norteamericano que, aunque apunta su decadencia, sigue amenazando el
futuro de la humanidad.
National Security Strategy de Estados Unidos: https://www.whitehouse.gov/wp-content/uploads/2017/12/NSS-Final-12-18-2017-0905.pdf
Documentos desclasificados muestran que la OTAN garantizó a Moscú que no se ampliaría: https://nsarchive.gwu.edu/briefing-book/russia-programs/2017-12-12/nato-expansion-what-gorbachev-heard-western-leaders-early
Informe de la Oficina del Presupuesto del Congreso norteamericano: https://www.cbo.gov/system/files/115th-congress-2017-2018/reports/53211-nuclearforces.pdf
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