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martes, 24 de abril de 2018

La National Security Strategy norteamericana y el desarme nuclear

El Viejo Topo

El presidente norteamericano Trump, que en los primeros días de su mandato afirmó que plantearía a Rusia una “sustancial reducción” de los arsenales nucleares, lanzaba una mentira unas semanas después, en febrero de 2017, que contradecía sus propias palabras, declarando que el Tratado START III, base de los acuerdos atómicos entre las grandes potencias nucleares, era un tratado unilateral, que no apoyaba, y que para reforzar el poder militar norteamericano iba a aumentar su arsenal nuclear. Esa afirmación fue una mala señal que ha marcado el primer año de su mandato, y aunque la manifiesta incompetencia de Trump sobre las complejas cuestiones internacionales (que le llevó a tener que preguntar a sus asesores, en el curso de la primera conversación telefónica con Putin el 28 de enero de 2017, qué era el Tratado START) y sus contradictorias palabras sobre relevantes asuntos que afectan a las grandes potencias obligan a la cautela, su insistencia en reforzar el ejército y el poder atómico norteamericano no ha sido precisamente tranquilizadora para Moscú y Pekín, con quienes no ha mejorado las relaciones. Unos meses después, a finales de diciembre de 2017, Estados Unidos publicaba su nueva National Security Strategy (Estrategia de Seguridad Nacional), donde recoge las principales cuestiones que atañen a su política de defensa, y define su actuación futura. En ella, Rusia y China reciben el sello infame de adversarios hostiles. Para completar el severo mensaje, en la presentación de la nueva Estrategia, Trump (a diferencia de Obama, que si bien mantuvo tensas relaciones con Moscú, llegó a calificar a Pekín de “socio estratégico”) anunció, con sus maneras de predicador pendenciero, que Estados Unidos derrotaría a sus enemigos: y tanto China como Rusia son calificadas así en el documento.
La nueva Estrategia se enmarca en un dilatado proceso de expansión y dominación planetaria que llevó a Estados Unidos a romper su compromiso con el Moscú de Gorbachov de no ampliar la OTAN, con la incorporación de Polonia, Hungría y la República Checa en 1999 (y atacando en Bosnia-Herzegovina en 1995 y bombardeando la pequeña Yugoslavia en 1999), durante los años de Bill Clinton; con George W. Bush, Estados Unidos abandonó el Tratado ABM (que prohibía desplegar armas nucleares en el espacio y limitaba los sistemas antimisiles), empezó a desarrollar sus escudos antimisiles en las fronteras europeas de Rusia y en Asia oriental; acercó su dispositivo militar, y de la OTAN, hacia Rusia, intervino activamente en el Cáucaso y en Asia central para limitar la influencia de Moscú en las antiguas repúblicas soviéticas, y, ya con Obama, Washington impulsó el golpe de Estado en Ucrania, cuya lógica estratégica perseguía arrebatar la base naval de Sebastopol a la flota rusa y, más allá, arrinconarla en las costas del mar de Azov, para limitar su presencia en el Mar Negro y confinarla en las costuras de una potencia regional. Haciéndose eco de ello, Putin, en octubre de 2017, en el Club de debates Valdái, afirmó; “Nuestro principal error en las relaciones con Occidente fue que nos fiamos demasiado de ustedes; mientras su error consiste en que percibieron esta confianza como debilidad, y abusaron de ella". Durante años, Moscú buscó un concierto con Washington que fuese satisfactorio para ambos: María Zajárova, portavoz del Ministerio de Asuntos Exteriores ruso, ha recordado al finalizar 2017 que su país lleva proponiendo, desde la última década del siglo XX, un acuerdo con Estados Unidos que rechace la injerencia mutua en los respectivos asuntos internos, aunque Washington siempre ha rechazado suscribirlo.
El diseño de esa estrategia de dominación se incubó en los años de Bill Clinton, tomó envergadura con el programa de los neoconservadores de George W. Bush, y no cambió, en lo sustancial, con Obama. El lema America First, repetido hasta la saciedad por Trump necesita ahora la retórica de la guerra fría e implica el rechazo a considerar legítimos los intereses de las otras grandes potencias: el destino manifiesto de Estados Unidos sigue siendo la dominación. Trump, pese a los gestos dedicados a Putin y Xi Jinping, considera a ambos países como una amenaza para el futuro de Estados Unidos, mientras desdeña los riesgos ecológicos para el planeta con su abandono de los acuerdos de París, persigue la redefinición de los lazos con la Unión Europea haciéndola aún más subalterna, y persiste en la inercia imperial en Oriente Medio, en el acoso a Rusia en las fronteras europeas, en el Cáucaso y en el Mar Negro. Sin embargo, es China quien concentra las preocupaciones de Washington: su economía ha superado a la norteamericana, en PPA; apuesta por el comercio mundial sin trabas, frente al proteccionismo estadounidense; insiste en los peligros del cambio climático, ignorando la delirante ocurrencia de Trump de considerarlo una “trampa china” para perjudicar a la industria norteamericana. Trump quiere recuperar el terreno perdido en África y en América Latina, y presiona en los mares chinos, aunque con la nueva Estrategia, que cultiva la retórica de “hacer de nuevo grande a Estados Unidos”, revela, inadvertidamente, su retroceso estratégico. Pese a las diferencias entre la Casa Blanca y el Departamento de Estado, entre Trump y Tillerson, el Estado profundo que planifica la política exterior estadounidense constata la competencia estratégica chino-norteamericana en la gran región del Indo-Pacífico, es consciente de los riesgos del futuro y ve con temor la definitiva pérdida de la hegemonía, mientras acusa a China de llevar a cabo una acción “extractiva” en África, aprueba nuevas medidas antidumping contra Pekín, y juega la carta de la tensión en el Mar de la China del Sur y en Corea para asegurar su alianza con Tokio y Seúl.
Dos décadas de sueño unipolar, tras la fractura soviética, se cierran ahora con el reconocimiento de la rivalidad entre superpotencias que está implícito en la National Security Strategy: Washington no concede relevancia estratégica a la Unión Europea, Japón y la India (aunque quiere mantener la subordinación política y la condición de aliados de Bruselas y de Tokio, y procura atraerse a Delhi para convertirla en rival y competidora de Pekín) e identifica tres superpotencias en el planeta: Estados Unidos, China y Rusia. Según la nueva Estrategia norteamericana, China y Rusia quieren hacer que sus economías sean “menos libres y menos justas”, pretenden fortalecer sus Ejércitos, quieren controlar la información y reprimir a su población para extender su influencia, y acusa a Moscú de agresivas campañas de propaganda con sus medios informativos y de espionaje y manipulación cibernética (como también ha hecho con Pekín); además, culpa al gobierno ruso de intervenir militarmente en Ucrania y Georgia, y a Pekín de expansionismo en el Mar de China Meridional a costa de la soberanía de otros países. La insistencia del documento en acusar a Pekín y Moscú de desarrollar planes en las llamadas guerras híbridas, en achacarles el recurso a la manipulación informativa, a la utilización de la mentira y la infiltración en las redes sociales para “desacreditar a la democracia” (entendida como el sistema político norteamericano), es apenas el reflejo en el cristal de la política que ha desarrollado Estados Unidos en las dos últimas décadas. Obama, con su agresivo “giro a Asia” definido por Hillary Clinton, ya intentó detener la transición a un planeta multipolar, que ahora Trump y los gestores de la nueva Estrategia quieren conseguir.
El inexperto Trump quiere ligar su objetivo de reducir el déficit comercial con China (al tiempo que la acusa de “violar” los acuerdos comerciales internacionales)… a sus exigencias a Pekín para que fuerce a Corea del Norte a abandonar su programa nuclear. Las presiones norteamericanas llegan a extremos sorprendentes en las relaciones entre grandes potencias: cuando finalizaba 2017, Trump, en su cuenta de twitter, acusó públicamente a China de haber sido atrapada “con las manos en la masa” por vender ilegalmente petróleo a Corea del Norte, violando las disposiciones del Consejo de Seguridad de la ONU. Basaba su acusación en imágenes tomadas por satélites norteamericanos que, supuestamente, demostraban la venta de petróleo desde barcos chinos a buques norcoreanos en el Mar Amarillo. Pekín desveló que sus barcos “ni eran petroleros, y ni siquiera tienen gran tonelaje”, respondiendo de inmediato a la grave acusación de Trump y reprochando su inaceptable comportamiento.
Antes de ese incidente, y tras la visita del presidente norteamericano a Pekín, en noviembre de 2017, la diplomacia norteamericana filtró al periódico japonés The Asahi Shimbun el supuesto acuerdo entre Trump y Xi Jinping para intercambiar información de los servicios de inteligencia militares entre la jefatura de las fuerzas norteamericanas en Seúl y la comandancia del ejército chino en Shenyang (Liaoning) sobre las actividades nucleares y misiles balísticos de Corea del Norte. La filtración tenía un preciso objetivo: introducir desconfianza entre Pyongyang y Pekín, aunque la información fue desmentida con rapidez por el Global Times, órgano del Partido Comunista chino.
En la práctica, Estados Unidos utiliza la crisis coreana como justificación para desarrollar su dispositivo militar en Oriente, frente a China y Rusia, con su escudo antimisiles y el despliegue de nuevas unidades militares en la región, con inquietantes anuncios incluidos: el secretario de Defensa, James Mattis, afirmaba ante el Comité de Asuntos Exteriores del Senado norteamericano que no descartaba que el presidente Trump tuviese que ordenar un “ataque nuclear preventivo” en Corea sin la autorización del Congreso: el jefe del Pentágono, que estaba acompañado por Tillerson, sabía que una afirmación semejante es un serio aviso, una insólita presión, y una amenaza que Pekín no puede ignorar. Así, Trump plantea una negociación imposible donde no ofrece nada mientras exige concesiones chinas, al tiempo que sabotea el proyecto estratégico chino de la nueva ruta de la seda: quiere hacerlo fracasar. Washington cree que Estados Unidos ha perdido terreno, y apuesta por el fortalecimiento económico frente a sus rivales, pretendiendo dictar a China las condiciones de una nueva relación, con escasas posibilidades de éxito: portavoces oficiales del gobierno chino advirtieron de inmediato que tanto Pekín como Moscú no aceptarían las pretensiones hegemónicas de Washington. Estados Unidos, y el propio Trump, se niegan a aceptar el ascenso chino: con su presión sobre el gobierno de Pekín, Estados Unidos pretende que China acceda a una negociación global en los términos dictados por Washington, aunque no por ello renuncia Xi Jinping (cultivando la tradicional y prudente diplomacia china, pero consciente de que Estados Unidos y China son competidores estratégicos) a la cooperación mutua en muchas áreas. La tajante descripción de la política china hacia sus vecinos del Mar de China meridional descrita en la nueva Estrategia de Seguridad Nacional norteamericana casa mal con la mejora palpable que el gobierno chino ha conseguido en los últimos meses en sus relaciones con los países del sudeste asiático, e incluso con el nuevo clima político entre Pekín y Tokio, aunque no esté exento de disputas históricas y de diferencias recientes. Por eso, ante la publicación de la Estrategia, el gobierno chino advirtió con severidad sobre las consecuencias de una agresiva política norteamericana, mientras el portavoz del Kremlin, Dmitri Peskov, la calificó como “imperial”, al tiempo que el Ministerio de Exteriores ruso, de Lavrov, considera que provocará nuevos enfrentamientos en el mundo y dificultará la solución a muchos conflictos. En ese sentido, la Estrategia norteamericana insiste en que su diplomacia debe impulsar, en distintos países, coaliciones políticas que tengan concepciones coincidentes con la visión global de los Estados Unidos: es el implícito reconocimiento de que Washington organizará nuevos Maidan, como hizo en Ucrania. Esa insistencia no puede agradar ni a Moscú ni a Pekín, cuyos gobiernos son conscientes de que las revoluciones de colores (del norte de África a Oriente Medio, del Este de Europa al Asia central y Hong-Kong, en la propia China) han sido un instrumento más para limitar su influencia en el mundo.
Las repetidas acusaciones de los servicios secretos norteamericanos sobre la injerencia de Moscú en las elecciones estadounidenses no han ido acompañadas de prueba alguna, y la supuesta simpatía de Trump hacia Putin no ha evitado las nuevas sanciones económicas a Rusia ni que la nueva National Security Strategy la califique de enemiga. La decisión de vender armas letales a Kiev, tomada por Trump a final de año, distancia más a ambos países: para Moscú es un gesto agresivo, que complica más la situación en Ucrania y también las relaciones mutuas. Además, Washington ha creado nuevas restricciones para altos cargos rusos, limita los suministros de maquinaria y tecnología para su economía, y amenaza con sanciones a las empresas europeas que colaboren con el proyecto estratégico ruso del Nord Stream 2. Si Trump albergó en algún momento la intención de mejorar las relaciones con Rusia, el Estado profundo se ha encargado de poner las cosas en su sitio.
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Una de las cuestiones que están presentes en la concepción de la nueva Estrategia norteamericana es su capacidad militar y el papel de las fuerzas nucleares estratégicas en ella. Para el resto del mundo, y para el futuro de la humanidad, el desarme nuclear continúa siendo la cuestión más relevante que enfrenta a Estados Unidos, Rusia y China, junto a los riesgos de quiebra ecológica. La Campaña Internacional para abolir las armas nucleares, ICAN, que recibió en diciembre de 2017 el Premio Nobel de la Paz, pidió a las principales potencias nucleares que se unan al Tratado de prohibición de armas nucleares promovido en la ONU, que postula el veto a la “producción, posesión, utilización y almacenamiento” de armas nucleares, y fue apoyada por más de ciento treinta países, aunque no por las grandes potencias. En Oslo, Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia sabotearan la ceremonia de entrega del premio a la ICAN, revelando su rechazo a las propuestas de desarme nuclear.
En ese acto, la ICAN era “la voz de la humanidad”, aunque en Washington, Londres o París no quisieran escucharla, ajenos a los riesgos para la paz mundial, que no disminuyen: unas semanas atrás, cumpliendo lo estipulado en el START III, el Comando Estratégico norteamericano (USSTRATCOM, que desde noviembre de 2016 dirige el general John E. Hyten y que controla las fuerzas nucleares y espaciales) informó a Moscú, aunque no a Pekín, del inicio, a finales de octubre de 2017, de los ejercicios anuales Global Thunder, que, de hecho, eran parte del plan para modernizar las fuerzas nucleares norteamericanas y una señal para tres países identificados en la nueva Estrategia como enemigos: China, Rusia y Corea del Norte. Pocos días después, el ministro de Defensa ruso, Serguéi Shoigú, denunciaba que aunque su país no quiere un enfrentamiento con Occidente, la OTAN estaba aumentando la intensidad de sus pruebas militares, incluidos ejercicios relacionados con el uso de armas nucleares en el flanco oriental de la Alianza occidental, ante Rusia. Además, Shoigú constató que se estaban desplegando nuevas tropas y armamento ofensivo en las fronteras rusas: no en vano, la OTAN aprobó la Iniciativa Europea de Disuasión, que cuenta con un presupuesto de 4.600 millones de dólares y contempla la modernización de aeropuertos militares y campos de entrenamiento en Estonia, Letonia, Rumania, Eslovaquia y Hungría, además de en Luxemburgo, Islandia y Noruega, para facilitar las operaciones de la aviación de guerra norteamericana.
Tres días antes del inicio del Global Thunder, Putin participaba en el lanzamiento de cuatro misiles balísticos intercontinentales de las Fuerzas Nucleares Estratégicas rusas, entre la península de Kola y el mar de Barents, en el Ártico, y la península de Kamchatka y el mar de Ojotsk. Cuando finalizaba 2017, Rusia lanzó otro misil balístico intercontinental RT-2PM Topol desde el cosmódromo de Kapustin Yar (en Astracán, cerca de Volgogrado) que el ministerio de Defensa ruso presentó como una prueba para el desarrollo de la defensa de misiles. Por su parte, China, que inició en enero de 2016 la “reforma militar” para reorganizar y renovar sus fuerzas armadas, prosigue la modernización de su arsenal atómico, y realizó en noviembre de 2017 pruebas de su nueva arma hipersónica DF-ZF, capaz de enviar cargas nucleares a doce mil kilómetros por hora y de eludir la defensa antimisiles de Estados Unidos, con lo que podría alcanzar territorio norteamericano en menos de sesenta minutos.
El abandono del Tratado ABM (sobre sistemas de defensa antimisiles) por Estados Unidos, a finales de 2001, está en el origen de las serias divergencias sobre el futuro de los acuerdos nucleares y de los riesgos de una nueva carrera de armamentos. Tras esa decisión, que cambió el complejo escenario de las negociaciones sobre desarme nuclear, llegó el desarrollo del escudo antimisiles norteamericano en Europa con la excusa de la amenaza iraní, inverosímil y a la que no dan crédito ni las cancillerías occidentales, pero que resulta útil al Pentágono para la propaganda y el desarrollo de nuevo armamento. El escudo antimisiles norteamericano puede lanzar, según Moscú, misiles antibalísticos, pero también los misiles de crucero prohibidos por el Tratado INF (Intermediate-Range Nuclear Forces), otro de los puntos de fricción. Así, Estados Unidos está evaluando la posibilidad de impulsar un nuevo programa de misiles de alcance medio, con la excusa de que su desarrollo no violaría el Tratado INF, aunque Moscú no opina lo mismo. El Tratado INF fue firmado por la Unión Soviética y Estados Unidos en 1987 y supuso la eliminación de los misiles balísticos y de crucero de medio alcance (entre 500 y 5.500 kilómetros) desplegados en tierra. El acuerdo, suscrito por Gorbachov y Reagan, no tiene fecha de caducidad, e implicaba la total destrucción de esos misiles, que se culminó en 1991. Para conseguir su propósito, Washington ha acusado a Rusia de violar el Tratado (absteniéndose, una vez más, de presentar pruebas) argumentando para ello que los misiles Iskander-K e Iskander-M rusos, cuyo alcance es de 400 y 500 kilómetros, tienen en realidad un radio de entre 2.000 y 5.000 kilómetros. En julio de 2017, el presidente del Comité de Asuntos exteriores de la Cámara de representantes norteamericana, Ed Royce, presentaba una enmienda a la Ley de Seguridad Nacional para 2018 proponiendo nuevas sanciones a Rusia por “violar el Tratado INF”.
A su vez, el secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, acusó también a Rusia de violar el INF, defendiendo al tiempo su utilidad para la seguridad en Europa, y después, añadiéndose al coro, el responsable del Pentágono, James Mattis, apoyó el estricto cumplimiento del INF: así, la astucia de Washington consiste en acusar a Moscú de violar el Tratado… para justificar el abandono norteamericano del mismo, mientras simula defenderlo. Siguiendo ese guión, en diciembre de 1917 el gobierno de Trump impuso nuevas sanciones a Rusia, sugeridas por el Consejo de Seguridad Nacional, por su supuesta violación del INF al desarrollar el misil Novator 9M729, denominado SSC-8 por la OTAN. Moscú niega las violaciones, y replica que es Estados Unidos quien quebranta el INF con el despliegue de los sistemas de misiles Aegis Ashore en Polonia, dispositivo que ya se ha instalado en Rumanía, al igual que en Asia oriental, donde se ha desplegado en Corea del Sur y en Japón.
Además, el Pentágono tiene en estudio el desarrollo (y puesta en funcionamiento en 2027) de nuevos misiles balísticos intercontinentales que destruirían el equilibrio estratégico en Europa. La Oficina del Presupuesto del Congreso de Estados Unidos calcula que la modernización del arsenal nuclear norteamericano supondrá un costo de 1,2 trillones de dólares en los próximos treinta años (un trillón norteamericano: un billón para el resto del mundo). Trump prometió aumentar el potencial nuclear estadounidense, y durante su gira asiática de finales del año 2017, alardeó del poder militar de su país ante sus tropas acantonadas en la base de Yokota, Japón, proclamando: “Dominamos el cielo y el mar, la tierra y el espacio”. Sus palabras podían tomarse como un nuevo gesto de bravucón de taberna, de quien Paul Krugman recuerda que "Trump no está preparado para el cargo que ocupa, ni moral ni intelectualmente”, aunque esa circunstancia no excluye, precisamente, el peligro y la amenaza que supone.
El ultimátum de Estados Unidos de retirarse del INF es considerado por el propio Gorbachov, firmante del Tratado hace treinta años, como un serio riesgo para el Tratado de no Proliferación nuclear, una de las piezas fundamentales del equilibrio actual en el planeta, que aunque mantiene el monopolio atómico de las cinco potencias permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU se ve amenazado por la posesión de armas nucleares por India, Pakistán, Israel y Corea del Norte. Obama defendió la postura tradicional sobre la no proliferación, pero al mismo tiempo modernizó el arsenal nuclear norteamericano. Por su parte, Trump no duda a la hora de impugnar el equilibrio estratégico entre las grandes potencias nucleares. El Tratado START III, que fue firmado en 2010 y finaliza en 2020 (aunque contempla una posible prórroga de cinco años más), fijó la reducción de los arsenales atómicos de Estados Unidos y Rusia hasta un total de 1.550 ojivas nucleares y 700 lanzaderas de misiles en cada país.
El gobierno ruso ha recordado, además, que las negociaciones nucleares con Estados Unidos deben ir precedidas de una solución satisfactoria para ambas partes sobre la cuestión del escudo antimisiles norteamericano, tanto en Europa como en Asia oriental, y anunció que podría abandonar el Tratado START III si Washington no renuncia al escudo. Moscú quiere también que se prohíban las pruebas nucleares y la carrera de armamentos en el espacio, y quiere discutir el armamento convencional en poder de cada país, consciente de que el Tratado FACE (de Fuerzas Armadas Convencionales en Europa) de 1990, está seriamente dañado tras la expansión de la OTAN al Este de Europa. Son nuevos motivos de preocupación para el mundo, porque con la nueva National Security Strategy norteamericana, y con el riesgo de ruptura de los vigentes tratados de desarme nuclear, los próximos años se presentan con el rostro inquietante del viejo imperialismo norteamericano que, aunque apunta su decadencia, sigue amenazando el futuro de la humanidad.
Documentos desclasificados muestran que la OTAN garantizó a Moscú que no se ampliaría: https://nsarchive.gwu.edu/briefing-book/russia-programs/2017-12-12/nato-expansion-what-gorbachev-heard-western-leaders-early
Informe de la Oficina del Presupuesto del Congreso norteamericano: https://www.cbo.gov/system/files/115th-congress-2017-2018/reports/53211-nuclearforces.pdf

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