José Steinsleger /I
“Hola, hola… ¿hay alguien ahí?” En Dresde, capital de Sajonia, poco antes del caótico desmoronamiento de la República Democrática Alemana (RDA, diciembre de 1989), el joven capitán del KGB Vladimir Putin (siglas en ruso de la ex agencia de inteligencia soviética), dice a su esposa Liudmilla: en Moscú nadie lee nuestros informes. ¿No les advertimos que iba a pasar esto?
A diferencia de 90 por ciento de los agentes de inteligencia, Putin es un burócrata anómalo: lee, piensa, toca el piano, oye a los grandes compositores, y como buen yudoca disimula sus pensamientos, sin mostrar jamás sus puntos débiles. Aunque luego, en algunas entrevistas, reconocerá que en las reuniones de los agentes “…se decía lo contrario de los clichés habituales ya convenidos. En esa época se nos permitía pensar libremente, y podíamos decir cosas que los ciudadanos comunes no podían expresar”.
En los primeros meses de 1990, el KGB traslada a Vladimir y Liudmilla a su ciudad natal, la legendaria y hermosa Leningrado. Ella (nacida en Köenisberg, la ciudad de Kant) está feliz: en su menaje carga con un lavarropas de 20 años, regalado por sus vecinos alemanes. Y él, no tanto, porque si bien lo ascienden a teniente coronel (unos rublos más), queda a cargo de un oscuro departamento de personal.
Al año siguiente, el cosmonauta Sergei Krikaliov vive una experiencia análoga a la de Putin en Dresde. En la estación espacial MIR, desesperado, Sergei insiste: “Hola, hola… ¿Hay alguien ahí?” Por consiguiente, Putin renuncia al KGB. Una decisión que en otras épocas, por aquello de los secretos de Estado, hubiera sido un tanto más complicada. Sus superiores lo tranquilizan: Haz lo que quieras. La Unión Soviética ya no existe.
Decenas de millones y millones de ciudadanos, quedan descolocados. No obstante, Putin intuye que hay una relación inversa y directa entre la formidable estación orbital MIR y el departamento de 25 metros cuadrados donde vive con su esposa y dos hijas, los padres octogenarios, y en el que tendrán que acomodar el vetusto lavarropas importado de la RDA. Y, con detenimiento, observa el fenómeno que sus jefes han interpretado como desviaciones ideológicas: la rebatiña de las empresas del Estado vendidas por nada, así como los recursos naturales del país.
Nuestro héroe entiende que las grandes corporaciones económicas de Occidente son, en efecto, las beneficiadas directas, gracias a la claudicación y entreguismo sin límites de una nomenclatura partidaria que él nunca integró. En todo caso, como buen comunista y soldado de la patria, a la que ha servido con abnegación y humildad, sabe también que el vertiginoso hundimiento del país, la negación de la realidad, la mentira oficial y la corrupción desatada, empezó por casa.
¿Qué hacer?, se pregunta Putin. Pero lejos de caer en el dilema del gran revolucionario, lo hace en sintonía con las inquietudes morales de los textos homónimos de un Chernichevski, o un Tolstoi. ¿Qué hacer? Bueno... En primer lugar, conseguir el doctorado en derecho. Y luego, establecer contacto con Anatoli Sobchak, su antiguo profesor de derecho mercantil.
En agosto de 1991, a caballo entre la disolución del Partido Comunista de la Unión Soviética, el golpe de Estado del ala antirreformista del partido, y la extinción de la Unión Soviética, Sobchak es nombrado alcalde de Leningrado, que al mes siguiente retomará su nombre histórico: San Petersburgo. La ciudad inmortalizada en las novelas de Gogol y Dostoievski, en la que Trotski encabezó un contingente de obreros en la revolución de 1905, y Lenin llamó a la toma del Palacio de Invierno en 1917.
El viejo profesor, uno de los coautores de la nueva constitución de la Federación Rusa (1993), necesita a su lado a un hombre de confianza y que, por sobre todo, conozca la ciudad como la palma de su mano. Putin, por supuesto. Pero cuando el ex agente cuarentón se instala en el fastuoso Palacio Smolni, advierte que las oficinas han sido vaciadas, quedando en las paredes los viejos cuadros de Lenin y las alegorías patrióticas del Estado que dejó de existir.
En su recomendable biografía de Putin, el francés Fréderic Pons apunta que la mayoría de los nuevos empleados de la alcaldía cuelgan una fotografía del alcohólico presidente Boris Yeltsin. Putin, en cambio, pide la de Pedro el Grande (1672-1725). Apunta: “Le ofrecen dos: el primero es un grabado romántico del ‘zar de todas las Rusias’. Y el otro es un retrato donde se lo ve más viejo, preocupado, tras haberse embarcado en las reformas que dejaron sentadas las bases del imperio ruso”. Putin elige el segundo.
Varios ayudantes de la época coinciden en recordar un comentario de Putin: El que lamenta la desaparición de la Unión Soviética no tiene corazón; el que anhela su restauración, no tiene cabeza. Sigilosamente, la era Putin ha empezado. El yudoca empieza su trabajo político y, nueve años después, alcanza las alturas del Kremlin.
(Fuentes: Oliver Stone: The Putin interviews. Serie de Televisión, 2017; Vladimir Putin, Fréderic Pons, El Ateneo, Buenos Aires, 2017; Marshall Berman: San Petersburgo: el modernismo del subdesarrollo en Todo lo sólido se desvanece en el aire, Siglo XXI, México, 1988, y archivo del autor.)
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