Traducción de Antoni Aguiló y José Luis Exeni Rodríguez
La
Europa moderna inventó las fronteras, en el sentido en que las
conocemos hoy, como delimitaciones precisas entre países. Fue una de las
muchas invenciones que posteriormente exportó al mundo que colonizó,
culminando en la Conferencia de Berlín de 1884-85 y en el reparto de
África con regla y escuadra. En contraste, fue también Europa, en la
época moderna, la que abogó por la idea del mundo sin fronteras: el
universalismo, el cosmopolitismo, el principio kantiano de la
hospitalidad universal y sus propuestas de ciudadanía mundial o de
federación global de Estados, o incluso la idea de la república
universal defendida más adelante por los anarquistas. Esta contradicción
entre un mundo sin fronteras y un mundo surcado por fronteras se
remonta al inicio de la modernidad europea. Puede ilustrarse, por una
parte, con la defensa del derecho de libre comercio de Francisco de
Vitoria (1492-1546) en De Indis et de Iure Belli Relectiones
(1532), y, por otra, con los monopolios comerciales y los consecuentes
conflictos sobre la división del mundo, claramente visible por primera
vez en el Tratado de Tordesillas de 1494 entre el Reino de Portugal y el
Reino de Castilla.
Esta contradicción tal vez nunca ha sido tan
visible como hasta ahora. Dos de los grandes poderes globales que
controlan nuestras vidas más de lo que podemos imaginar no conocen el
concepto de frontera. Me refiero a internet y al capital financiero. Sin
embargo, por otro lado, el drama de los migrantes y de los refugiados
nunca fue tan serio, tanto por la población que involucra como por el
sufrimiento e injusticia que revela. En vista de ello, debemos revisar
el concepto de frontera, el modo en el que se hacen y deshacen
fronteras, e interrogar la frontera como un campo social, una forma de
sociabilidad.
El concepto de frontera es estable, al menos desde
el siglo XVII, y denota una línea que delimita sin ambigüedades un
determinado territorio nacional o subnacional. La precisión de la
frontera tiene en el mapa su mejor formulación. No obstante, la realidad
de esta línea es mucho más dinámica y ambigua. La frontera puede ser
estanca o porosa, y ser una cosa para unos y otra para otros, puede ser
muro y travesía, barrera y puente, puede ser reconocida o ignorada, fija
o móvil. Las fronteras que los colonos europeos diseñaron en las
Américas fueron casi todas ellas objeto de conflictos (e incluso de
guerras) en el periodo posterior a la independencia, algunos de los
cuales duran hasta hoy. Por el contrario, en África las fronteras
revelaron una notable estabilidad, a pesar de su carácter artificial.
Pero tanto en un continente como en el otro, los pueblos desconocieron
muchas veces esas fronteras en sus relaciones económicas, familiares o
étnicas. Tal vez la mayor turbulencia en la realidad de la frontera se
deriva en la actualidad del hecho de que la continuidad territorial ha
dejado de ser determinante. Países como Grecia o Italia limitan, al fin y
al cabo, con Siria, Irak, Afganistán, Somalia, Eritrea, la República
Democrática del Congo. Por su parte, Costa Rica limita en parte con esos
mismos países y también con Haití y Cuba. Y Costa Rica limita con
Estados Unidos, el país de destino de los migrantes en tránsito o
bloqueados en su frontera meridional.
Como las fronteras,
territoriales o de otro tipo, nunca son naturales, cabe preguntarse por
quién tiene poder para construir y demoler fronteras y determinar para
quién representan muros infranqueables o travesías, o para quien la
travesía puede acarrear riesgo de vida o ser una práctica trivial. La
geografía desigual del acceso a la frontera es el producto del poder que
la sostiene. Si tenemos presentes los tres modos de dominación moderna
(el capitalismo, el colonialismo y el patriarcado) y las instituciones
que regulan y consolidan el poder que por medio de ellos se ejerce
(Estado, derecho, educación), concluimos que las fronteras son
instrumentales y que la densidad simbólica que a veces revelan (al punto
de parecer naturales o inmutables) se deshace en el aire, siempre que
el ejercicio y las contradicciones del poder así lo determinan. La
frontera siempre es el resultado de quien tiene poder para responder a
la pregunta y sacar provecho de la respuesta: ¿quién pertenece o somos
“nosotros” quién no pertenece o son “ellos”?
Veamos tres ejemplos.
Cuando se creó el espacio Schengen entre los países de la Unión Europea
(originalmente cubriendo cinco países y hoy la gran mayoría de los
países de la Unión), las fronteras entre los países adheridos casi
desaparecieron con obvios beneficios para sus ciudadanos. Sin embargo,
como contrapartida, el espacio Schengen ha hecho mucho más difícil el
acceso a Europa por parte de ciudadanos no europeos. Así se hizo posible
la fortaleza Europa. El tratado de libre comercio entre Estados Unidos y
México, conocido por NAFTA, hizo creer a los mexicanos que las
fronteras iban a ser abolidas. Por el contrario, Estados Unidos fue
construyendo muros y vallas electrificadas, al tiempo que no cesaron de
aumentar el cuerpo de guardias fronterizos. Así fueron aumentando los
riesgos de quien quisiera atravesar la frontera. Las medidas de
anteriores presidentes fueron reforzadas por el presidente Trump con la
dramatización de construir un muro, que en parte ya existe, y, para
colmo, construirlo a expensas de los mexicanos. ¿Es posible imaginar que
los mexicanos denuncien el Tratado ante tal humillación? La frontera
más cruel de nuestro tiempo es la que separa Israel de Palestina. Su
crueldad se expresa tanto en el monstruoso muro ilegal como en las
interacciones diarias en los infames checkpoints, los calvarios
diarios de la humillación por la que tienen que pasar los palestinos
para garantizar su subsistencia enfrentando un poder arbitrario.
Nunca
tanta gente dependió tanto de las fronteras y, por eso, la experiencia
de la frontera tenderá a ser un objeto de análisis sociológico cada vez
más importante. Como siempre, los artistas son pioneros. Las fronteras
siempre crearon una forma de sociabilidad fugaz en cuanto lugar de
tránsito, bloqueado o no. En el presente hay que verlas como lugar de
paso y como lugar de permanencia. En ambos casos la sociabilidad de
frontera constituye, en muchos aspectos, la frontera de la sociabilidad.
Para quien la frontera no es un pasaje trivial, la frontera configura
una situación de extrema concentración de miedo y de esperanza. La
vivencia de uno y de otra está en las manos de un poder tan regulado
cuanto discrecional, tan transparente en lo que decide como opaco en las
razones por las cuales decide, tan burocráticamente sometido como
todopoderoso. Los aeropuertos son hoy una metáfora elocuente de la
desigualdad entre “nosotros” y “ellos”. Para los primeros, el paso es
trivial y el poder se diluye en la rutina del poder; para los segundos,
el paso es totalmente imprevisible y el poder se concentra a fin de ser
tan excepcional como el caso que enfrenta. Quizá no haya otro lugar
donde la jerarquía de la movilidad sea tan diferenciada.
Atravesar
puede ser tanto el paroxismo de la esperanza cuanto el paroxismo del
miedo. Es esperanza para el migrante que atraviesa la frontera o para el
refugiado que obtiene asilo. Pero es miedo ilimitado para los jóvenes
sin documentos que están a punto de ser deportados de Estados Unidos, a
pesar de haber sido traídos a temprana edad y no conocer ningún otro
país. Y ha sido miedo para quienes desde principios del siglo pasado
fueron colectivamente deportados en Europa y hoy están siendo deportados
en Birmania para garantizar la homogeneidad étnica o religiosa de los
países en los que nacieron. Las sucesivas limpiezas étnicas en Europa
del Este, en los Balcanes y en Turquía, y la división entre la India y
Paquistán, son testimonios particularmente crueles.
Con todo, la
frontera es hoy un lugar de permanencia, una permanencia siempre
transitoria, aunque puede durar generaciones. Es ahí que la frontera se
manifiesta como un campo social donde con mayor claridad la sociabilidad
de frontera se revela como frontera de la sociabilidad. Son zonas de
frontera los campos de refugiados que van creciendo por todo el mundo y
que en Europa son particularmente vergonzosos (porque es más
contrastante con la vida de los que están fuera de los campos). Allí se
vive sin un futuro que no sea la esperanza de salir de allí. Esa
suspensión de la vida digna es especialmente dura cuando partir o salir
no significa llegar, sino pasar y seguir pasando. Es el caso de la
frontera de Costa Rica, hacia donde la desastrosa política de refugiados
en Europa lanzó tanto africano. La llegada está lejos de Costa Rica, en
Estados Unidos; y si llegaran a Guatemala tendrán que enfrentar el
poder mexicano que hace de stunt norteamericano. El edificio de
la embajada de Ecuador en Londres es una zona de frontera donde un
tránsito mutante se transforma en permanencia para Julian Assange.
Son
igualmente zonas de permanencia las zonas de tránsito en aeropuertos,
sobre todo cuando el tránsito demora más de lo normal. La película de
Steven Spielberg, La terminal, ilustra bien los juegos de poder
posibles con el paso del tiempo, la ambigüedad de relaciones, la
dilución de la distinción entre lo íntimo y lo extraño, entre la rutina y
la sorpresa. Pero la situación más dramática es la de zonas de frontera
en las que el tránsito, por ser tan humillante cuanto repetido,
transforma la subjetividad de quien lo vive al transfigurarse en un
estado mental permanente. Los checkpoints en Palestina son el
ejemplo más degradante de nuestro tiempo. Los cineastas palestinos son
quienes mejor han resignificado estéticamente esta vergüenza, habiendo
creado un género fílmico nuevo, los roadblock movies .
La
imagen del refugiado preso en un campo de internamiento o al borde de la
carretera comunicándose por el móvil con la familia o con los
compañeros que quedaron atrás o van al frente es la metáfora de este
tiempo simultáneamente globalizado y localizado, en el que el miedo y la
esperanza dejaron de tener la noción de equilibrio entre ellos y, por
esa vía, destruyen tanto la dignidad de los que solo tienen miedo como
la de los que solo tienen esperanza. Los primeros son fantasmas que
deambulan en las fronteras, los segundos son constructores compulsivos
de fronteras hasta quedar confinados en su infinita y estulta libertad,
recluidos en condominios cerrados.
Boaventura de Sousa Santos es sociólogo. Director del Centro de
Estudios Sociales de la Universidad de Coímbra. Sus últimos libros en
español: Si Dios fuese un activista de los derechos humanos (Madrid,
Trotta 2014) y, de próxima aparición, con Maria Paula Meneses,
Epistemologías del Sur (Madrid, Akal).
Fuente: http://blogs.publico.es/espejos-extranos/2018/04/20/las-fronteras-entre-muros-y-travesias/
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