En el pueblo shipibo-konibo se denomina meraya a la persona que se distingue de manera especial por su sabiduría ancestral, sus funciones rituales y ceremoniales con las que busca guiar y sanar a los miembros de su pueblo. Los guías espirituales ocuparon un lugar muy importante en las sociedades indígenas y si a eso le agregamos que muchos de ellos y ellas eran abuelas y abuelos considerados como sinónimo de sabiduría, respeto y de integración, es decir, vivían su vejez entregados a transmitir su conocimiento acumulado a las generaciones futuras que asumirían diferentes roles en su sociedad, un sistema de gobierno que aún hoy pervive en los pueblos indígenas a pesar de los procesos de aculturación.
La violenta colonización del imperio español para evangelizar y conquistar tierras americanas tuvo como resultado el aniquilamiento de alrededor cincuenta millones de indígenas y casi la extinción de su religión; la principal estrategia de conquista no solo fue la salvaje matanza de indígenas, sino también la erradicación de lideresas y líderes religiosos, esto significaba un golpe letal al corazón de la cultura. Estas prácticas, quinientos años después fueron y son utilizadas en espacios de conflicto, los casos más representativos los encontramos en Colombia, el segundo país de Latinoamérica con mayor número de asesinatos selectivos a líderes espirituales, sociales y ambientales con la intención de atemorizar a la comunidad para mantenerla en la sombra del miedo.
El caso de Olivia Arévalo, lideresa espiritual y representante de los derechos culturales del pueblo indígena shipibo- konibo que ha conmocionado al país, es la señal ante todo de la marginalidad en la que viven hoy los líderes y lideresas espirituales de pueblos indígenas en nuestro país, como producto de procesos violentos de desestructuración de sus sociedades a través de una dura asimilación de la cultura hegemónica, que los ha arrinconado en algún lugar de la caótica urbe, relegados a ejercer desde la mirada de la cultura mayoritaria, un “simple” oficio de curandería o “brujería”. Es más, los mismos pueblos indígenas y comunidades, en su mayoría están huérfanos de un guía espiritual que ayude entender esos constantes choques culturales.
En segundo orden este asesinato es señal de un territorio, violento y amenazado por diferentes actividades ilegales como la tala y minería, narcotráfico o tráfico de tierras para distintos fines como la deforestación y siembra de monocultivos como es el caso de la provincia Coronel Portillo en Ucayali, además de otras actividades que si bien son legales generan dinámicas complejas y conflictivas en las poblaciones de alrededor.
Si bien aún no se ha encontrado una relación directa entre el asesinato de esta lideresa con la problemática conexa a estas grandes amenazas que acechan a los pueblos indígenas, no se puede obviar la situación territorial del departamento de Ucayali, con un serio desorden y una conflictividad alarmante. Que ha generado el incremento de la persecución y riesgo en la que viven muchos líderes y lideresas indígenas vinculados a la defensa de sus derechos territoriales y ambientales; no olvidemos el asesinato de Edwin Chota y tres líderes indígenas, relacionados a la defensa de su territorio contra la tala ilegal; esto debería de obligar al Estado a implementar una política de protección a líderes de pueblos indígenas, sin embargo nada se ha hecho al respecto.
El cruento asesinato de Olivia Arévalo, guardiana de la sabiduría shipibo, se suma a la lista de feminicidios, pero también se suma a la de líderes y lideresas indígenas defensoras de derechos de pueblos indígenas que vienen siendo perseguidos y asesinados, no solo en nuestro país sino en todo el continente. En los últimos cinco años, 82 defensores de derechos humanos han sido asesinados en el Perú, y pese a esta grave situación, el Ministro de Justicia y Derechos Humanos ha postergado hasta al 2021 la adopción de medidas para proteger a los defensores y defensoras de derechos según consta en la omisión que se hace del reciente Plan Nacional de Derechos Humanos.
De otro lado, unos días después el presumible autor del crimen, un ciudadano canadiense, fue asesinado violentamente por una comunidad indignada y exacerbada, donde las instituciones competentes una vez más, no pudieron hacer nada para evitarlo; lo que en el fondo da cuenta de la fractura que existe entre culturas; donde una, no solo no conoce la cultura minoritaria sino que además impone sus “formas juridicas” desde siempre, pero además es incapaz de leer el escenario territorial, minado por los conflictos que hoy existen.
Lo que debe quedar claro es que un linchamiento es un asesinato y no puede ser llamado justicia indigena a pesar del dolor que cause en el corazón del pueblo shipibo. Y aquí, vuelve el Estado a estar ausente, no atendiendo la necesidad de una ley que desarrolle la coordinación entre la justicia indigena y ordinaria.
Ambos asesinatos, deben tocar todas las alarmas institucionales y sociales, donde deberíamos empezar por tener un diagnóstico de lo que está pasando al interior de los pueblos indígenas y sus comunidades. La desestructuración de los pueblos indígenas viene operando desde la colonización de nuestro territorio y lo sigue haciendo a través de fuerzas normalizadas socialmente, como la aculturación, hasta otras más violentas, destructivas y neocolonizadoras que vienen de la mano de un modelo extractivista y depredador de recursos naturales. Por tanto, la función del Estado no puede ser omitir las consecuencias de esas fuerzas, sino su obligación y razón de ser radica en el respeto, protección y reparación de pueblos y comunidades excluidos en toda la construcción del actual Estado monocultural peruano.
Luis Hallazi es abogado y politólogo investigador en derechos humanos.
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