El final de la
hegemonía unipolar del imperialismo liberal en el mundo sigue su curso;
su primera manifestación evidente es la crisis económica en el centro
del modo de producción capitalista –los llamados países desarrollados
del primer mundo-, que se desarrolla imparable en los últimos años tras
superar la depresión de la década pasada. El regreso a la senda del
crecimiento capitalista se ha conseguido a costa de reducir las
remuneraciones del trabajo y el nivel de vida de los sectores populares,
mientras aumentan los beneficios de los inversores capitalistas. La
oligarquía mundial ha apostado por una gestión dura y represiva de la
crisis, siguiendo los dogmas y prejuicios de la ideología liberal y la
economía de libre mercado. Los políticos conservadores que alcanzaron el
gobierno, aupados por el desconcierto de la izquierda social ante las
nuevas realidades históricas, aplican medidas que recortan los derechos
sociales y económicos de los trabajadores, al tiempo que se enriquecen
los más ricos a través de la privatización fraudulenta de los bienes
públicos.
Esta coyuntura histórica repite situaciones históricas conocidas: es similar a la descrita por Marx y Engels en El manifiesto comunista
de 1848, y a los acontecimientos del periodo de las Guerras Mundiales. Y
augura fuertes conflictos sociales para los próximos años, sobre todo
porque al mismo tiempo se fomenta el nacionalismo extremista alentando
la guerra y el conflicto internacional, para evitar que las iras
populares se dirijan contra los responsables de la desastrosa gestión
social.
La contrapartida está ya en marcha. En Asia emerge una
nueva potencia económica y política, a partir de la alianza entre la
República Popular China y la Federación Rusa, a la que se añaden las
repúblicas turcas de Asia central, la India y Pakistán, y otros Estados
firmantes del Acuerdo de Shangai. Por un lado, China se convierte en la
economía más fuerte del mundo, capaz de confrontarse con éxito frente a
la economía estadounidense en la intensa guerra comercial que ha
comenzado el actual presidente Trump; por otro, Rusia demuestra su
potencia militar en la guerra de Oriente Medio, impidiendo a la OTAN
realizar sus planes de destruir el Estado sirio como ha sucedido con
Irak. El potencial económico y el poderío militar de Asia se convierten
en polo de atracción para la humanidad sufriente bajo el capitalismo
desbocado.
El panorama internacional se transforma lentamente
hacia la configuración de un mundo multipolar, donde el antiguo bloque
hegemónico ve perder sus privilegios entre convulsas agitaciones
sociales. Como todo lo que acontece a la humanidad, no es un proceso
lineal, sino contradictorio y conflictivo. Y una de sus contramarchas
más peligrosas está aconteciendo en el continente americano; aquí vemos
cómo se está difuminando la gran esperanza que amaneció en Latinoamérica
durante la década pasada: se han hundido la mayor parte de los
gobiernos progresistas que lideraron las políticas democráticas y
redistributivas, sustituidos por gobiernos liberales y conservadores que
implementan políticas reaccionarias. La oligarquía imperialista, al
tiempo que se consolida en Europa y EE.UU. mediante el impulso de los
movimientos de extrema derecha, se ha lanzado a reconquistar el terreno
perdido en el continente americano.
Esa deriva comenzó hace
tiempo y se ha ido desarrollando paulatinamente. Primero fue el golpe de
Estado en Honduras contra el presidente legítimo, Manuel Zelaya,
fundándose en falsas excusas legales para destituirle; y a pesar de que
el movimiento popular continúa organizado, desde entonces los
escuadrones de la muerte fascistas se han cobrado un número creciente de
víctimas. La incapacidad de las fuerzas progresistas para responder
adecuadamente a esa agresión, fue un aviso de su debilidad estratégica y
animó la ofensiva reaccionaria. Una buena parte de la izquierda europea
prefirió hacer campaña contra Gadafi y el-Assad, en lugar de denunciar
las maniobras golpistas de los reaccionarios.
Continuó un golpe
de Estado similar en Paraguay contra Fernando Lugo, bajo pretexto de
restaurar la paz social, alterada por un conflicto violento que provocó
la propia oligarquía golpista. Los medios de comunicación distrajeron a
la opinión pública con la guerra en Oriente Medio –ayudados por los
terroristas fabricados por la logística y la inteligencia militar de la
OTAN-; y agitando el espantajo de Rusia convertida por la propaganda en
el Estado tiránico que se oponía a la democracia liberal. De nuevo, las
almas bellas de la izquierda bienpensante se tragaron el bulo, llegando
incluso la difamación de los críticos que denunciaban la superchería.
Hay
que reconocer que el operativo de esas maniobras políticas fue bien
pensado y mejor organizado. Consistió en utilizar la judicatura
conservadora, el tercer poder del Estado según Montesquieu –no según
Locke-, para recortar la democracia y escamotear la voluntad del pueblo.
Siguiendo la misma pauta, el éxito de aquellas actuaciones propició un
tercer golpe blando en Brasil contra la presidenta del PT, Dilma
Rousseff, y el bloqueo del líder popular para la jefatura del Estado,
Lula. El golpe blando consiste en una acción judicial contra los
gobernantes elegidos democráticamente, sin importar los hechos ni las
pruebas demostrativas. Se inventan o se fabrican falsas causas para
descabalgar a los dirigentes de la izquierda.
Para que esas
maniobras políticas tengan éxito es necesario que los poderes armados
del Estado estén dominados por militares y funcionarios policiales
reaccionarios y conservadores. El tándem golpista está constituido por
el sistema judicial apoyado por los cuerpos de seguridad del Estado. Por
eso en Venezuela no ha podido prosperar un golpe de esas
características. Mientras que en Brasil, los líderes del PT son acusados
de corrupción con escasas pruebas, dentro de un sistema político
profundamente corrompido, donde la mayoría de los políticos están bajo
procesos judiciales con total impunidad, en Venezuela la fiscal del
Estado se ha tenido que exiliar por intentar una maniobra parecida
contra la democracia. La diferencia es que en Venezuela el ejército es
bolivariano y está a favor de las políticas redistributivas del Estado, y
en Brasil los militares amenazan con asaltar el poder por la fuerza, si
los dirigentes de los trabajadores acceden al gobierno del Estado.
Evidentemente, el poder descansa en la punta de las bayonetas, pero los
militares no han tenido que violar la ley, porque la ley ha sido violada
por los propios custodios de su validación.
Es de notar el
paralelismo con la dinámica política en la península ibérica, que es
Europa pero a medias. En el Estado español, más parecido a las
repúblicas bananeras de Centroamérica que a cualquier democracia
europea, la destrucción de la democracia ha adoptado formas similares
bajo el gobierno conservador del PP, que utiliza el poder judicial para
bloquear la protesta social, lo que ha resultado especialmente evidente
por la crisis catalana del último año. Tras criminalizar a miles de
personas por el mero hecho de protestar o expresar su disconformidad con
la política conservadora, en diciembre de 2017 la policía española
golpeaba impunemente en Cataluña a manifestantes desarmados que querían
votar en un referéndum por la independencia, mientras los jueces
culpaban a las víctimas y declaraban víctimas a los verdugos. Con una
dinámica radicalmente diferente, en el año 2014 importantes sectores de
las fuerzas armadas portuguesas de tradición revolucionaria se
manifestaron contra el gobierno de la derecha que aplicaba las políticas
antisociales recomendadas por las instituciones europeas. Ahora
Portugal tiene un gobierno de izquierdas que desafía con éxito esas
directrices reaccionarias.
Pero esa dinámica golpista no ha sido
la única vía para derrotar las políticas progresistas en el continente
americano. Otra línea política de la oligarquía consiste en crear
Estados fallidos, allí donde el movimiento popular podría amenazar su
hegemonía: México y Colombia, posiblemente Guatemala, entran en esta
categoría; son sociedades donde una enorme violencia militar y
paramilitar se dirige contra las organizaciones populares para evitar su
consolidación y desarrollo. El ejército y la policía están
profundamente corrompidos por la complicidad con el narcotráfico y los
crímenes de Estado. En México los zapatistas, en Colombia las FARC, las
organizaciones armadas del pueblo han intentado infructuosamente
alcanzar acuerdos con el Estado para terminar o al menos reducir la
violencia del conflicto. Los guerrilleros han abandonado la lucha armada
tras firmar los acuerdos de paz, pero el Estado no ha cumplido sus
promesas de proteger con ecuanimidad los derechos humanos universales.
Los
Estados fallidos no son una excepcionalidad americana; han aparecido
como resultado de las guerras en Oriente Medio; las actuaciones bélicas
de la OTAN y sus aliados Israel y Arabia Saudí han ocasionado la
destrucción de países enteros: Afganistán, Irak, Libia, Yemen, Siria, la
propia Palestina. Podríamos añadir Líbano, aunque este país parece
estar saliendo de la crisis tras la derrota del Estado islámico. También
en África subsahariana, Sudán del Sur y Congo parecen candidatos a esta
categoría. Tal vez sin llegar a los niveles de destrucción social que
se manifiestan en estas regiones del globo, produciéndose genocidios de
millones de personas, en América se está desarrollando este peligroso
fenómeno, que es resultado directo de las políticas neoliberales.
Según
evolucionen los acontecimientos en Honduras y Brasil, podrían
convertirse en Estados fallidos. La resistencia popular contra la
manipulación de la democracia es muy fuerte, poniendo en entredicho la
dominación oligárquica, lo que despierta las tentaciones militares para
restaurar el orden en el país en favor de las elites. Pero el propio
ejército parece incapaz de sostener el Estado, como sucedió en el
pasado. No tenemos noticias de corrupción por el narcotráfico en el
ejército brasileño, pero aparecen otros factores degenerativos del orden
político a través de los cuales la oligarquía ejerce su influencia
sobre las decisiones de los gobernantes. La implicación de jueces,
policías y militares en los casos de corrupción política se evidencia
por sus actuaciones contra los movimientos sociales. Dos hechos
recientes parecen indicar que el Estado brasileño se encuentra al borde
de la quiebra: el asesinato planificado de una dirigente de izquierdas
por un grupo de paramilitares, posiblemente policías, y la ocupación de
las favelas de Río de Janeiro por el ejército. No es la primera vez que
se ocupan las favelas, pero ahora se trata de un ‘experimento social’ en
palabras del propio general encargado de la operación.
Se han
producido también formas menos dramáticas de alcanzar el poder a través
de la vía electoral y la implosión de los partidos de izquierda. Esa
tercera línea de acción consiste en vaciar el contenido político de los
partidos populares. Es lo que podríamos llamar los gobiernos traidores:
el Frente Amplio de Uruguay y la traición de Lenin Moreno en Ecuador.
Tal vez podamos incluir en esta categoría el gobierno de Bachelet en
Chile, con su parecido de familia respecto de los gobiernos del PSOE en
España. Se trata de un liberalismo de izquierdas, respetuoso con los
derechos humanos mientras no afecten los intereses de la oligarquía
financiera; en política económica son liberales y en las relaciones
internacionales se alinean con el imperialismo.
Sin llegar a la
radicalidad de los bolivarianos venezolanos, los gobiernos petistas en
Brasil (Lula y Dilma) y peronistas en Argentina (el matrimonio
Kirschner), implementaron políticas redistributivas hacia los sectores
populares, intentando preservar la soberanía nacional y buscando
alianzas con las potencias emergentes de Asia. Por eso la pérdida del
poder político en Argentina ha sido un duro golpe para los sectores
populares, porque en este caso la oligarquía ha seguido las reglas
democráticas del poder político. Los Estados más europeizados de América
Latina siguen la estela de los Estados imperialistas.
No
quedan, después de todo, más que algunos focos de resistencia: la
Venezuela bolivariana, el gobierno del MAS en Bolivia, y la irreductible
República de Cuba. Suficiente para sostener el núcleo revolucionario
americano, cuyo fruto más inmediato habría de ser la revolución
brasileña: de momento sigue viva la esperanza con la resistencia del
movimiento obrero y popular a favor de Lula. ¿Qué podemos hacer para
apoyar, difundir y desarrollar la revolución en Brasil, el mayor Estado
latinoamericano? Esta me parece una tarea central de la izquierda
latinoamericana en esta coyuntura crítica, que debería ser asumida por
los movimientos progresistas a nivel mundial –sin obviar otras tareas
urgentes, como son la solidaridad con los pueblos palestino, saharaui y
yemení, y la lucha contra el fascismo y el belicismo de la OTAN-.
Lula
ha preferido entregarse a las autoridades corruptas antes que oponer
resistencia a su encarcelamiento. Ahora tal vez intente mantener una
batalla por la legalidad demostrando su inocencia, que parece perdida de
antemano: ha sido juzgado y condenado antes de demostrar los hechos.
Hubiera podido resistir apoyándose en el movimiento popular, lo que
seguramente habría conducido al golpe de Estado y la guerra civil. Su
acción resignada tiende a evitar esa deriva destructiva en el Brasil:
hay que evitar que el desmoronamiento del Estado destruya también la
sociedad civil, que todavía mantiene su fuerza y cohesión. La
confrontación directa con el poder oligárquico solo podrá hacerse con
las suficientes garantías para la victoria y el dirigente del movimiento
obrero brasileño ha considerado que todavía no existen esas garantías.
Unas
palabras sobre Cuba para terminar. Tras la extraordinaria labor militar
de Fidel Castro en el siglo XX, varias veces vencedor sobre el
imperialismo, ha seguido una no menos extraordinaria, aunque menos
vistosa, labor diplomática de Raúl Castro. Mantuvo e incluso recuperó
las buenas relaciones con los países africanos, consiguió reconciliarse
con China, desarrolló la tradicional amistad con Rusia –decaída tras el
hundimiento de la URSS-, dialoga con las instituciones europeas, y pudo
establecer relaciones diplomáticas formales con los EE.UU., su más
acérrimo enemigo. En la Asamblea General de la ONU, Cuba derrota todos
los años a los EE.UU. consiguiendo el apoyo internacional para la
reprobación del bloqueo, casi por la unanimidad de los Estados miembros,
más de 190 votos contra los 2 votos de EE.UU. e Israel. Gracias a esa
intensa labor la República de Cuba mantiene hoy una extensa red de
relaciones internacionales, que son la mejor garantía contra las
agresiones externas. Incluso tras las amenazas y prohibiciones del
actual presidente Trump, se mantiene un importante número de turistas
estadounidenses hacia la isla. Raúl Castro ha hecho bien sus tareas. Sin
embargo, la agresividad del imperialismo en América Latina está
estrechando el cerco contra la hasta ahora inexpugnable República de
Cuba. Es posible, que se esté cerrando un periodo de la historia de
Cuba, con la extinción natural de la generación que hizo la revolución
hacer casi 60 años, y entre las incógnitas del futuro latinoamericano se
encuentra también la evolución del socialismo cubano.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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