La Jornada
La próxima elección
presidencial en Estados Unidos es un hecho relevante a escala
internacional. Eso amerita la atención que se da a las campañas
políticas a sólo unas semanas de las votaciones.
Otro hecho sobresaliente es el atractivo que ha conseguido Donald
Trump como candidato del Partido Republicano. Ha impreso rasgos muy
singulares a su campaña electoral. Con sus argumentos y su estilo
personal arrasó en las primarias con los otros 16 aspirantes de su
partido. Los electores lo prefirieron de modo contundente y ahora las
encuestas le dan alrededor de 40 por ciento de la intención general del
voto en noviembre.
También es un hecho que el contenido del debate político en las
campañas es llamativo. Están los temas inevitables como son: la
situación económica, la inmigración, la seguridad, el entorno externo y
la insatisfacción con la burocracia política.
Pero se han puesto en la mesa otros que indican el entorno crispado
que prevalece en la política. Se trata acerca de los impuestos que paga
o, más bien, que no paga Trump; la forma en que hace negocios; su
relación con las mujeres y su postura ante los conflictos raciales en
ese país; además están los aspectos relativos a la migración, las
expresiones de apoyo a Putin o las ideas poco convencionales sobre las
relaciones exteriores.
Trump no es un hombre avezado en las cuestiones de Estado, es burdo
en sus concepciones, muchas de las cuales se basan en crasos errores de
información y de juicio. A veces parece que la elección se trata más de
la personalidad
trumpiana, cosa de la que no puede desentenderse ningún análisis político.
Su campaña ha colocado en el debate una idea de la pésima situación
que prevalece en ese país. Ha conseguido imponer esa visión en su
discurso, aunque no se corresponda con lo que realmente sucede. Y eso no
significa negar los problemas sociales que se han recrudecido en la
última década.
La fuerte crisis económica desde 2008 ha preparado el terreno para el
candidato Trump. Esta experiencia se vivió en Europa, en las
condiciones propias de esa época, en la década de 1930.
Hoy reaparecen muchas de esas mismas posturas en esa región: Brexit,
los partidos más radicales en Alemania, Hungría, Polonia, sólo para
señalar unos casos. El escenario es riesgoso, lo vemos desenvolverse de
frente.
Y lo que falta en la campaña por la presidencia será aun más
estridente. Ya se anunció con el asunto de la miss universo Alicia
Machado, en el reciente debate, y que de plano sacó a Trump de sus
casillas. Y viene ya la avalancha sobre las infidelidades de Bill
Clinton. Y el espectáculo de la política electoral se empobrece en plena
crisis económica, guerra en Medio Oriente, con la salvaje destrucción
de Siria y otros lugares, refugiados por millares que llegan a Europa.
Trump ha conseguido ya parte de su objetivo, tal vez no
premeditado, pero en todo caso uno que es efectivo. Se trata de exponer
lo que considera como el secuestro de la política por la burocracia de
Washington. Y Clinton la representa de modo total. Quienes apoyan a
Trump le perdonan todos sus deslices, pero lo soportan porque
supuestamente representa una alternativa. Ese apoyo está localizado en
términos demográficos y económicos de los electores pero, cuando menos a
estas alturas del combate electoral, es relevante. En este sentido
Trump pegó en el clavo en términos mediáticos, al decir en aquel debate
que Clinton tiene, efectivamente, mucha experiencia pero que esta es una
mala experiencia.
Ante el candidato Trump lo que aparece es una mala candidata Clinton,
en el sentido de lo que significa contender en una elección para
presidente en la situación interna de Estados Unidos y la del mundo en
general. Ella misma lo reconoció en la convención que la nominó, cuando
dijo que lo suyo no era el escenario de lo público. Pues ahora esta es
una verdadera desventaja. No debe olvidarse a este respecto que Sanders
mantuvo una propuesta electoral muy crítica en torno del carácter del
quehacer político y de su propio partido.
El resultado de la elección de noviembre es aún incierto. Las
próximas semanas serán determinantes. Y no lo serán por el contenido el
discurso, pues en esa mesa las cartas ya están echadas, sino que al
parecer dependerá de los aciertos o de los traspiés de cada uno de los
candidatos. Tendrá que ver con lo que los votantes perciban como fuerzas
y debilidades del temperamento más que de las habilidades. No es un
buen asidero para un proceso democrático.
Y sobre este último asunto, es decir, el que tiene que ver con la
contradicción esencial entre la autoridad del Estado y la autonomía
moral del individuo, me parece interesante advertir cómo proliferan los
argumentos acerca de la conspiración para administrar hoy el poder, en
este caso en Estados Unidos.
Las versiones conspiratorias siempre acomodan los sucesos para ser
convincentes. No hay política sin conspiración. Esta tampoco necesita de
una teoría. Pero hay otras fuerzas que mueven a la historia. Considerar
los hechos relevantes, armar sus significados, ubicar las
circunstancias que van apareciendo, desarrollar formas para
considerarlas, controlar los prejuicios y darle cabida a la perenne
contradicción creativa entre la necesidad y el azar me parecen
condiciones imprescindibles para un modo de pensamiento útil.
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