Carolina Vásquez Araya
Adital
EL
QUINTO PATIO
Las
revelaciones de la Cicig sobre el expresidente del Banco de Guatemala
provocaron una oleada sonora de reacciones entre quienes han tenido a
esa institución en la lista de las únicas incólumes, sólidas y
eficientes del país. Más que indignación, las expresiones de
rechazo revelan un sentimiento de rabia y frustración por haberles
quitado de un plumazo ese único baluarte de transparencia.
Resulta patética la manera como, a lo largo de los años, han caído en desprestigio las columnas torales del sistema y poco a poco han ido perdiendo el lustre con el cual se habían revestido en mejores tiempos, cuando hubo una generación de personajes del nivel de Gonzalo Menéndez De la Riva y Arturo Herbruger Asturias, quienes dejaron una huella perdurable.
Guatemala
parece un país abandonado a su suerte, pero ese abandono ha sido,
evidentemente, una estrategia para debilitar sus estructuras, a tal
punto que resulte fácil hacer de la riqueza nacional un botín a la
disposición de los círculos de poder político y económico. De
eso, no cabe duda. Lo peligroso es que esa debilidad no solo se
manifiesta a nivel interno, sino trasciende fronteras y pone a la
nación en situación vulnerable frente a la comunidad internacional.
Pero
como esto no es un juego, el impacto de las retorcidas tácticas
usadas por los gobernantes y sus allegados ha calado hasta los
rincones más apartados del país. De ahí que el debilitamiento
progresivo del sistema de justicia se percibe en la ausencia de
entidades esenciales a lo largo y ancho de Guatemala, como el
Ministerio Público, la Procuraduría General de la Nación, los
tribunales de Femicidio y otras instancias fundamentales para la
administración de una justicia oportuna y efectiva.
La
distancia entre la capital y los departamentos no es solo geográfica,
hay un vacío inmenso cuyo eco resuena fuerte en los índices de
violencia intrafamiliar, en el negocio de la trata, en la carencia de
oportunidades de educación y también de trabajo digno. La mayoría
absoluta de la población está desprotegida ante las oleadas
criminales, pero en lugar de diseñar políticas públicas capaces de
dar respuesta a sus enormes carencias, se la condena a sacarle brillo
a sus cadenas cada cuatro años, prometiéndole beneficios que jamás
se harán realidad.
Hoy
la ciudadanía vuelve a presenciar la conducta venal de sus
autoridades, con un mandatario que ha perdido toda autoridad, una ex
vicepresidenta señalada por corrupción quien aún posee palanca en
el Gobierno, unas Cortes cuyas decisiones provocan más dudas que
respeto, y una camarilla en la asamblea legislativa capaz de
cualquier cosa con tal de conservar sus privilegios.
Una
institucionalidad fuerte, con representantes probos y a prueba de
investigaciones, constituiría una amenaza para el sistema actual.
Por eso no existe. Pero sin ella, no hay esperanza alguna de
enderezar el rumbo de la historia y mucho menos de consolidar la
democracia en un clima de paz y justicia. En realidad —y esto ya se
ha dicho antes— la gran amenaza de este país no es el crimen
organizado. Es su sistema político, diseñado por y para garantizar
privilegios, opacidad de los actos de los gobernantes, impunidad y la
eliminación de cualquier intento por cambiar las reglas del juego.
Fuente:Prensa Libre
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