Emir Sader
La Jornada
Cuando
fueron elegidas las primeras presidentas de sus países, causaron gran
malestar en las élites tradicionales. Una en 2008, otra en 2010.
Me acuerdo del primer abrazo de ellas como presidentas, en una
recepción en el Palacio San Martín, en Buenos Aires, en 2010, y el
profundo sentimiento de orgullo que produjeron en todos nosotros. Fue
la primera visita de una de ellas como presidenta, rencontrarse con su
amiga, ahora las dos presidentas.
Dos países conocidos por su machismo, por élites conservadoras, donde las mujeres sólo cambian en las fotos oficiales como primeras damas,
de repente presentan al mundo dos mujeres como presidentas. Y no dos
mujeres cualesquiera. Dos mujeres que han estado alineadas en la
resistencia en contra de las dictaduras de sus países. Una de ellas,
comprometida en la resistencia armada, detenida y brutalmente torturada
durante 22 días.
Las dos han resistido y se han mantenido en la lucha, cambiando de
forma de lucha, pero nunca cambiando de lado, como gustan afirmar las
dos. Por tanto, representan no sólo la novedad de ser las dos primeras
mujeres presidentas de sus países, sino también dos mujeres que han
transitado de la lucha en contra las dictaduras a la presidencia de la
república.
Y tampoco para hacer un gobierno más, sino para dar continuidad y
profundizar a gobiernos que resisten a la ola global neoliberal y
desarrollar políticas en la contramano de esa ola, con desarrollo
económico y distribución de renta, de afirmación de las identidades
nacionales de sus países, de integración regional.
Son
las dos –y más todavía, su encuentro simultáneo como presidentas de los
dos más grandes países de Sudamérica– por tanto, símbolos de los nuevos
tiempos, del siglo XXI de América Latina. Desde aquel primer abrazo en
el Palacio San Martín, nos hemos acostumbrado a verlas juntas,
conversando, reuniéndose, abrazándose. Lo hacen, ahora, por última vez
como presidentas de sus países.
Son ellas Cristina y Dilma, Dilma y Cristina. Dos mujeres
extraordinarias, que siguen generando en las élites tradicionales
reacciones brutales, que pasan de la crítica política a las ofensas
personales. Nunca dirigentes políticos latinoamericanos han sido
víctimas de tantas groserías, tantas agresiones, tantos prejuicios,
como ellas siguen sufriendo.
Pero nunca se les notó ni siquiera una mueca de debilidad, que
pudiera hacer la felicidad de las élites tradicionales. Nada. La
firmeza de las dos se mantuvo siempre, exuberante, con la más grande
dignidad que un mandatario de nuestros países ha tenido.
Las vamos a echar de menos. Sus dos sonrisas, su elegancia, la
grandiosidad de su entregar como líderes de dos procesos irreversibles.
Ellas seguirán amigas, seguirán en el mismo combate de siempre, pero ya
no como presidentas, como las hemos visto al final de la reunión del
Mercado Común del Sur (Mercosur), en Palacio del Planalto, en el
encuentro bilateral, en último abrazo como presidentas, que concluye
aquel primero, en el Palacio San Martín, hace cinco años.
No hay comentarios:
Publicar un comentario