Con
la minuciosidad y precisión que la tomografía médica obtiene múltiples
imágenes de cuerpos o secciones del cuerpo humano, el libro “De Murillo
al rapto de Panamá. Las luchas por la unidad y la independencia de
Latinoamérica (1809-1903) – editorial Imago Mundi--, del connotado
historiador y patriota argentino Roberto A. Ferrero, penetra en los
pliegues más recónditos de nuestra América morena para develar la idea
obsesiva de EEUU y las potencias europeas de evitar a cualquier costo
la reconstitución soberna de la Patria Grande, que estaba
administrativa y políticamente unificada durante el coloniaje, a través
de virreinatos, capitanías generales, audiencias, corregimientos y
cabildos, dependientes de la Corona.
El tema de la
unidad, o su cohesión progresiva a través de los virreinatos,
audiencias y capitanías generales era tan importante para Simón
Bolívar que estaba dispuesto a postergar la independencia
latinoamericana, a condición de evitar su disgregación. Ferrero
recuerda que el colombiano Francisco Antonio Cea (o Zea) presentó al
Rey de España, en 1820, un proyecto de confederación hispanoamericana
inspirado por el propio Libertador.
En ella convivirían en un gran
imperio federal España y las Repúblicas perfectamente independientes,
reunidas bajo una monarquía constitucional.La base
sicológica del planteamiento residía en que en la guerra por la
independencia los patriotas de las diferentes latitudes alzaron las
armas no como mexicanos, peruanos, chilenos o argentinos, sino como
americanos.
El término unificador de americanos del centro, del sur y
del Caribe nos diferenciaba, al mismo tiempo, de los americanos del
norte, de raíz sajona, con los que nunca nos sentimos identificados. Es
obvio que Pedro Domingo Murillo no pensó que su sacrificio en aras de
la libertad tenía los límites del altiplano paceño.
En México, en 1810,
el Libertador José María Morelos dispuso que, en adelante, ya no se
llamará a los hijos del país “indios o mulatos, sino que todos serán
americanos. En 1816, el Congreso de Tucumán proclama la independencia
de las “Provincias Unidas de Sudamérica”. En vísperas de la batalla de
Maipú, el chileno Bernardo de O’Higgins llamó a los americanos a
constituir la gran Confederación de América Meridional y José de San
Martín, en carta a Tomás Eloy Cruz, decía “que los americanos o
provincias unidas no han tenido otro objeto que formar una nación”.
Para
impedir la unificación, EEUU y las potencias europeas acudieron a todos
los recursos imaginables, desde el desembarco de tropas y bombardeos a
nuestros puertos y el libre comercio, hasta el cobro de deudas reales o
imaginarias, pero siempre usureras, originadas, inclusive, en supuestas
ofensas a sus súbditos, lo que las “obligaba” a defender su “honor
nacional”.
El relato de los enfrentamientos entre las corrientes
unificadoras y disgregadoras, entre 1809, a partir de los gritos
libertarios de Chuquisaca y La Paz, hasta la mutilación del territorio
colombiano, para fundar la República de Panamá, en 1903, constituye el
hilo conductor del libro del escritor cordobés, en el que no se pasa
por alto el papel de los agentes del coloniaje o vende patrias, que
también existieron en todas las provincias de la América bolivariana. A
modo de ejemplo, cabe recordar al gobernador de la península de
Yucatán, Santiago Méndez, quien, en 1848, en carta al Secretario de
Estado de EEUU, John Buchanan, le decía: “Ofrezco a vuestra nación el
dominio y la soberanía de esta península”.
La mano
balcanizadora está presente en la separación del Uruguay de las
Provincias Unidas del Río de la Plata, a fin de convertirlo en una
colonia británica disfrazada; en la infame guerra de la Triple Alianza
contra Paraguay; en el funcionamiento de Buenos Aires como Estado
soberano e independiente de la confederación argentina; entre 1852 y
1859; en el despojo de Malvinas; en el enclaustramiento geográfico de
Bolivia (al que se sumó la mutilación del Acre por la geofagia
brasileña), en los intentos de separar las provincias de Cumaná,
Barcelona, Guayana y Trinidad de Venezuela, en las que predominaba la
etnia africana, a fin de fundar, en 1848, un “Imperio Negro”,
dependiente de Londres, hasta el propósito francés de fundar un Estado
araucano, en el Sur de Chile, en 1858. Como contra partida, los
intentos por hacer de América Latina y el Caribe un Estado Nacional
continúan hasta ahora, nos enseña Ferrero.
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