Thomas Shannon en Casa América, Madrid.
La
política exterior de los Estados Unidos para América Latina no tiene
nada de inocente o ingenua: ningún gesto, ningún guiño, ni siquiera la
declaración en apariencia más comedida, son obra de la improvisación.
Todo responde a un guion por medio del cual se ejecutan los planes
estratégicos de Washington, en el corto, mediano y largo plazo. Y
aunque, en ocasiones, esa planificación falla o encuentra obstáculos,
producto de las resistencias sociales, las revoluciones, los liderazgos
emergentes o sus propios errores de cálculo y lectura diplomática, lo
cierto es que las líneas maestras se mantienen prácticamente
invariables: expansionismo, injerencia en los asuntos internos de los
países para proteger sus intereses específicos, apropiación de recursos
naturales, inversión de capitales, seguridad nacional y, en suma,
reproducción de su hegemonía a toda costa. Thomas Shannon, el flamante
consejero del Departamento de Estado, nos acaba de recordar esa verdad
de Perogrullo durante su reciente visita a Madrid (22 de julio).
Invitado por la organización Casa América, el experimentado funcionario dictó una conferencia sobre la política estadounidense para Centroamérica,
de la que emergieron declaraciones reveladoras tanto del papel
estratégico que Washington le asigna al control del istmo, en función
de sus necesidades de dominación hemisférica. Por un lado, Shannon
recordó los dos pilares sobre los cuáles los Estados Unidos se
proyectan hoy en la región centroamericana: la seguridad nacional, el
desarrollo económico –vía tratado de libre comercio y ahora con la
Alianza para la Prosperidad del Triángulo Norte-, y las migraciones
ilegales (especialmente de niños que, forzados al exilio económico por
el capitalismo neoliberal de nuestros países, emprenden en soledad la
búsqueda del sueño americano).
No obstante, como planteamos en otro artículo, más allá de la retórica de buena vecindad con
la que se promueven estas iniciativas, los propósitos reales se
inscriben en el campo de la geopolítica, y en concreto, persiguen el
reforzamiento del dominio estadounidense y el resguardo de la frontera
sur del imperio. “Decidimos acercar a Centroamérica de la misma
forma que decidimos acercar a Colombia cuando estábamos construyendo el
Plan Colombia”, reconoció el diplomático en su exposición,
aludiendo –con un referente poco afortunado, dada la experiencia del
caso colombiano- a entendimientos y acuerdos con las dirigencias
políticas y gobiernos –élites- de cada país en materia de seguridad.
Por
otro lado, el funcionario definió a Centroamérica como una de las cinco
prioridades de política exterior de la Casa Blanca, a la par de Irán,
Rusia, China y el ejército del Estado Islámico. Es decir, el espacio
geográfico, político, ambiental y socioeconómico centroamericano,
tradicionalmente marginal y agobiado hasta por las severas condiciones
de pobreza (que afecta casi a la mitad de los centroamericanos) y de
desigualdad, está siendo considerado por el Departamento de Estado como
una cuestión vital, al mismo nivel de sus competidores hegemónicos
globales y por encima incluso de las relaciones con Cuba, Venezuela o
Brasil.
Esto, que a primera vista podría parecer un
absurdo, fue explicado por Shannon en términos de la importancia de la
región como puente que conecta, de manera estratégica, el norte y el
sur de América, así como el Pacífico y el Atlántico. “Estamos
entrando en una etapa en la que usamos nuestra presencia histórica para
construir un nuevo tipo de Centroamérica, comprometida con la
democracia, la economía de mercado y la integración regional”, y agregó que se está forjando también una nueva forma de entender a una Norteamérica “que
no termina en el río Grande, sino que incluye a México y Centroamérica.
El istmo ya no es un istmo, sino parte de un mercado integrado, un
sistema de seguridad integrado, dentro de un proceso político con un
compromiso fuerte con la democracia”.
A lo que asistimos, entonces, es a una reactualización de las tesis de la expansión de la frontera sur del imperio, o de su flexibilización,
con miras a la reconfiguración de las zonas de influencia inmediata.
Algo que ya se había presentado en el siglo XIX, con la guerra entre
Estados Unidos y México (1846-1848), resuelta mediante la firma del
tratado Guadalupe-Hidalgo, y que implicó la humillante entrega de la
mitad del territorio mexicano (California, Arizona, Texas y Nuevo
México) a cambio de una ridícula compensación de 15 millones de
dólares; o con las empresas esclavistas y anexionistas de William
Walker en Nicaragua y Costa Rica, entre 1855-1857, por citar dos
ejemplos.
Lo que Shannon expuso en Madrid como una compleja tarea de reingeniería geopolítica,
no es otra cosa que la dilución de las fronteras de México,
Centroamérica y el Caribe en los márgenes materiales y simbólicos de la
nueva cartografía de la dominación económica, política y militar de los
Estados Unidos: un proceso que vivimos desde los años noventa del siglo
XX y que se aceleró en el siglo XXI, a partir de la articulación de
proyectos geoestratégicos como el TLCAN, el ASPAN, el CAFTA, el Plan
Puebla Panamá, el Plan Mérida y la Alianza para la Prosperidad del
Triángulo Norte.
Para eso viaja Thomas Shannon por el
mundo: para recordarle a los competidores globales que las ambiciones y
apetitos imperiales se mantienen intactos, y que Centroamérica tiene un
lugar de privilegio en el menú.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
http://www.alainet.org/es/articulo/171351
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