OMAL/La Marea
El Tratado Transatlántico de Comercio e Inversiones entre la Unión Europea y Estados Unidos (TTIP)
se asienta en un modelo de sociedad y de economía indiscutido e
indiscutible: el capitalismo como el único sistema posible y el mejor.
A partir de ahí, los argumentos para promoverlo se transforman en
“verdades objetivas”: nos aseguran que con el TTIP se generará
crecimiento económico, empleo y desarrollo; las pymes aumentarán sus
oportunidades de negocio y el acuerdo entre los dos mayores bloques
económicos del mundo ofrecerá, además, la posibilidad de crear
estándares y reglas que luego se adoptarán a nivel global, lo que
beneficiará a terceros países.
Sus impulsores sostienen que el
TTIP puede contribuir a un mejor aprovechamiento de la liberalización
económica y a paliar lo que hasta ahora habría sido una “globalización
sin reglas”. Todo en base a una idea fuerza: considerar que el comercio
internacional tiene como objetivo el libre intercambio de servicios y
mercancías, profundizando la competencia entre economías y
favoreciendo, por tanto, la disminución de los precios y la creación de
empleo.
La realidad, sin embargo, es muy diferente. La UE,
que tiene como dogma la libre circulación de capitales y el “libre
comercio”, ha sustentado su política económica en el crecimiento
económico por el lado de la oferta, el predominio de los intereses del
sector financiero, las privatizaciones de los servicios públicos y las
políticas fiscales regresivas. Así, el TTIP se vincula con la idea de
estimular la economía con el aumento de las exportaciones, el comercio
exterior y la competitividad; es decir, a través de la desregulación de
los derechos sociales, la bajada de los salarios y la contención de
todas las políticas públicas.
Asociar el incremento de los
flujos comerciales y el crecimiento económico al bienestar del conjunto
de la ciudadanía no es una verdad inmutable. En realidad, en un
contexto económico marcado por la caída de las tasas de ganancia y la
reducción del consumo, el TTIP responde —al contrario de lo que dicen
los propagandistas del acuerdo transatlántico— a la necesidad
intrínseca del capitalismo de ampliar las esferas de comercialización,
la acumulación ilimitada de la riqueza y la mercantilización de la
vida.
Pero los tratados de comercio e inversiones —a los que
habitualmente se llama “tratados de libre comercio”, a pesar de que
tienen muy poco de intercambios entre libres e iguales— no tienen por
qué ser útiles por sí mismos, y sus normas y contenidos no pueden ser
ajenos a las realidades internas de los países y a las necesidades del
conjunto de la población. De hecho, los contenidos del acuerdo deberían
ser fruto del equilibrio entre variables económicas y resultados
sociales.
La evaluación de los impactos de estos tratados
sobre la vida de las personas tendría que ser el verdadero indicador a
tener en cuenta. Porque las cifras macroeconómicas, el incremento de
las exportaciones y el crecimiento del PIB no pueden ocultar el hecho
de que, por una parte, una minoría continúa con su lógica de
crecimiento y acumulación mientras, por otra, aumentan la pobreza y las
desigualdades para las mayorías sociales.
El TTIP sirve para
apuntalar el modelo económico que está destruyendo la vida en el
planeta, dando prioridad a las energías más contaminantes y abriendo la
puerta al fracking . Como afirma Noam Chomsky
, “la humanidad está en una carrera hacia su propia destrucción: se
subsidia a las industrias letales, se incentiva la extracción de la
última gota de petróleo aunque la evidencia científica dice que debemos
dejar esos combustibles fósiles donde están”. Y es que el crecimiento
ilimitado y la competitividad a ultranza, que son el telón de fondo que
está detrás de todos los acuerdos comerciales impulsados en el marco de
la nueva lex mercatoria , nada tienen que ver con las necesidades reales de la población y con el respeto a la naturaleza.
Desde esta perspectiva, el comercio y las inversiones no pueden ser
fines en sí mismos. La distribución de la riqueza, el crecimiento
económico y la cuantificación de los indicadores macroeconómicos deben
adecuarse, como mínimo, a los principios del desarrollo humano y
sostenible, cuando no al planteamiento de otro modelo económico
radicalmente distinto que parta de asumir, para empezar, los límites
físicos del planeta.
En este contexto, existe una multitud de
movimientos sociales que pretenden superar la economía capitalista y el
Estado como pilares inmutables de la organización social, buscando
alternativas radicales basadas en la solidaridad, la proximidad y la
participación. De este modo, la democracia radical y las necesidades
humanas aparecen como factores clave para una nueva organización
social, en la que se subordinen las dimensiones productiva y financiera
de la economía a las personas, a los trabajos de cuidados y a las
responsabilidades domésticas.
Eso sí, yendo a lo concreto,
¿cómo articular alternativas reales y viables que sirvan para ir
diseñando otra manera de entender la economía? Tratando de avanzar en
esta dirección, el nuevo mandato de comercio alternativo
establece algunas pautas en esta dirección, siempre en base a una
premisa central: “L os derechos humanos, la democracia y la
transparencia deben priorizase por encima de los intereses
empresariales y privados, al igual que el acceso universal a los
servicios públicos de calidad, la protección social, las normas
laborales y ambientales”.
A partir de esta idea, apostando
“por una nueva perspectiva frente al comercio”, pueden irse concretando
diferentes propuestas alternativas de regulación que tengan en cuenta,
entre otros factores, que:
- La política comercial europea respete el derecho de los países y las regiones a desarrollar —y a darle prioridad— el comercio local y regional por encima del global; por ejemplo, en el sector de la alimentación.
- Los bienes comunes y los servicios públicos queden excluidos de las negociaciones de la UE en materia de comercio e inversiones.
- Los gobiernos y los parlamentos europeos han de exigir a las corporaciones transnacionales que rindan cuentas en sus países por las consecuencias sociales y ambientales de sus operaciones en todo el mundo.
- Los gobiernos deben regular las importaciones, exportaciones e inversiones de forma que estas sirvan a sus propias estrategias de desarrollo sostenible.
- Los países, las regiones y las comunidades tienen que controlar la producción, la distribución y el consumo de sus propios bienes y servicios.
- Los gobiernos, los parlamentos y las autoridades públicas deben tener plenos derechos para regular los mercados financieros, con el fin de proteger los derechos sociales, salvaguardar el control democrático y garantizar la sostenibilidad socioambiental.
Junto a ello, estas
propuestas sobre comercio alternativo —y otras complementarias que
vayan en el mismo sentido— pueden completarse con opciones como el Tratado internacional de los pueblos para el control de las empresas transnacionales
: “Un tratado del presente y del futuro, basado en la responsabilidad y
ética de las generaciones presentes y futuras, y en la obligación de
proteger la Tierra y sus habitantes”.
Juan Hernández Zubizarreta es profesor de la Universidad del País Vasco (UPV/EHU). Pedro Ramiro (@pramiro_ ) es coordinador del Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL)
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