IPS
La
violencia del Estado contra la disidencia política es cotidiana en
ciudades como El Cairo, Bangkok y Kiev, donde la policía reprime a la
ciudadanía a la que debería proteger. Pero en algunos países en
desarrollo, las fuerzas del orden atacan también a la oposición
indígena a la extracción de recursos naturales que impulsan los
gobiernos en alianza con empresas privadas.
Pueblos indígenas de
todo el mundo padecen el despojo de sus tierras ante el avance de la
industria extractiva. Cuando fracasan las vías regulares para resolver
las discrepancias con las autoridades, los activistas se enfrentan al
uso desproporcionado de la fuerza, la detención ilegal y la
penalización de sus líderes.
Mientras, los autores de la violencia de Estado gozan, invariablemente, de impunidad.
Mandeep
Tiwana, de la Alianza Mundial para la Participación Ciudadana CIVICUS,
una organización con sede en Johannesburgo, dijo a IPS que la víctima
final es la confianza de la gente en el gobierno representativo.
“El
incumplimiento por parte del Estado al no pedirle cuentas a las fuerzas
de seguridad y otras entidades estatales y no estatales poderosas por
la violación de las libertades democráticas y el derecho a la expresión
de la disidencia legítima socava la democracia severamente”, afirmó.
La
policía sudafricana mató a 34 mineros en huelga en 2012, en un tiroteo
desatado en la mina de platino de la empresa británica Lonmin, en la
localidad sudafricana de Marikana. Son muchos los que ven el caso como
un punto de inflexión en el estado actual de la brutalidad estatal y
empresarial.
Ese mismo año las fuerzas públicas de Panamá
utilizaron balas de goma y gases lacrimógenos contra indígenas ngäbe y
buglés que se manifestaban contra la minería del cobre en sus
territorios, con el saldo de tres muertes.
En mayo de 2012, la
policía de Perú mató a dos de los manifestantes que protestaban contra
el daño ambiental y la falta de beneficios de la mina de cobre Tintaya,
en la austral provincia de Espinar y propiedad de la empresa suiza
Xstrata.
El Día Internacional de los Trabajadores este 1 de mayo
es un recordatorio de la opresión que sufren indígenas y trabajadores
de todo el mundo.
En la región del Pacífico, la extracción de
minerales y gas, dominada por empresas trasnacionales, es protegida por
escuadrones policiales móviles. Esto es común en Papúa Nueva Guinea,
donde el 28 por ciento de la población vive por debajo del umbral de la
pobreza.
En los últimos años la policía desalojó con violencia a
los pobladores próximos a la mina de oro Porgera, en la provincia de
Enga, propiedad mayoritaria de la empresa canadiense Barrick Gold, y
mató a un trabajador contrario al proyecto de gas natural licuado en
las tierras altas, conocido como PNG LNG.
La protesta suele ser el último recurso de quienes tienen menos influencia sociopolítica.
En
Sudáfrica “aumentaron las huelgas y protestas del suministro de
servicios, muchas en las comunidades mineras impactadas”, destacó a IPS
el miembro de la Fundación Bench Marks, David van Wyk. Cuando las
autoridades no tienen en cuenta las quejas, los problemas se dejan a la
policía, “lo cual produce el incremento de la brutalidad policial”,
agregó.
La violencia de Estado refleja el papel fundamental que
desempeñan los recursos naturales en el poder nacional, geopolítico y
militar. Muchos países, entre ellos Papúa Nueva Guinea, Guatemala y
Nigeria defienden su derecho soberano a los minerales del subsuelo, lo
que puede perjudicar el derecho de los pueblos indígenas a sus
territorios ancestrales.
Pero con la represión de las protestas,
los países en desarrollo también actúan a favor de los intereses
neoliberales de los grupos transnacionales y los grupos de interés
externos. En la localidad sudafricana de Marikana, la violencia estatal
en nombre de la seguridad permitió que la mina Lonmin permaneciera
ajena a la responsabilidad directa en la violación de derechos humanos.
En
Nigeria 50 años de explotación petrolera en el Delta del Níger, por
empresas como Shell y Chevron Texaco en alianza con el Estado,
enriquecieron a las élites extranjeras y locales. El petróleo generó
más de 350.000 millones de dólares en ingresos para el Estado, mientras
69 por ciento de los habitantes ogonis e ijaws viven en la pobreza.
Las
enormes rentas percibidas por el Estado nigeriano aseguraron la
dotación de recursos de la Fuerza Especial Conjunta Militar, dedicada a
resguardar las instalaciones petroleras y a sofocar a las comunidades
alienadas por la marginación.
Escuadrones móviles de la policía
de Papúa Nueva Guinea son financiados desde hace décadas por el
gobierno australiano, que tiene participaciones en proyectos
extractivos, como la empresa conjunta de Exxon Mobil PNG LNG.
Kristian
Lasslett, de la organización International State Crime Initiative
(Iniciativa Internacional contra los Crímenes de Estado), con sede en
Londres, señala que la unión de la oposición local representa una
amenaza para la alianza público-privada en Papúa Nueva Guinea.
“Acabaría
con la estructura de oportunidades aprovechada por un sector de los
inversionistas extranjeros que ignoran las leyes nacionales y las
costumbres locales, y sería un golpe para los empresarios nacionales
que realizaron con eficacia apropiaciones ilegales de tierras y
corruptas transacciones de recursos”, expresó.
Las empresas
Barrick Gold y Esso Highlands tienen contratos para prestar apoyo a las
unidades policiales con vehículos, alojamiento, alimentos y
combustible. Las cláusulas que indican que el apoyo está condicionado a
que los organismos estatales cumplan con normas internacionales de
conducta rara vez se aplican.
Lasslett sostiene que las comañías “adoptan la política de ‘nada oigo, nada veo’ cuando se trata de la violencia de Estado”.
En
la era posterior a la caída de las torres gemelas en Nueva York, en
2001, también se reforzaron las medidas antiterroristas para lidiar con
las protestas.
El gobierno de Guatemala utilizó la amenaza del
terrorismo para declarar el estado de sitio en mayo de 2013 tras las
manifestaciones contrarias a la mina de plata Escobal, en el sureste
del país. Esto allanó el camino para la suspensión de las libertades
civiles y la introducción de la ley marcial.
La justicia para
los sectores marginados es un reto enorme en una época de creciente
poder ilegítimo, como se describe en el informe Estado del poder, del
Transnational Institute (TNI), de este año. El documento afirma que la
influencia empresarial sobre los gobiernos es uno de los motivos de que
el Estado no rinda cuentas sobre sus acciones frente a los gobernados,
incluso en los países democráticos.
“Las corporaciones, a través
de los acuerdos comerciales y de inversión, el cabildeo y la captura
empresarial de las instituciones políticas también han tejido una red
de impunidad que protege sus ganancias y su responsabilidad en materia
de derechos humanos y abusos contra el medio ambiente”, dijo a IPS la
investigadora del TNI Lyda Fernanda.
Muchos estados donde se
produce la opresión no cumplen con los códigos internacionales de
conducta policial ni con su deber de proteger los derechos humanos de
los ciudadanos. Según Tiwana, el derecho internacional debe contar con
el respaldo de la legislación nacional y de organizaciones
independientes de derechos humanos y comisiones de responsabilidad de
la policía.
“La ley favorece a quienes tienen grandes reservas
de dinero y a quienes tienen la capacidad y los contactos para
respaldar sus afirmaciones con las formas de evidencia que las cortes
acepten”, comentó Lasslett. “Esto no quiere decir que las comunidades
no puedan ganar en los tribunales, pero no es un terreno en el que
tengan ventajas”, añadió.
Lasslett cree que cuando la impunidad
se apoya en la corrupción y en procedimientos inadecuados de denuncias
contra la policía, la forma más eficaz de defensa de los derechos son
los movimientos sociales fuertes.
Los pueblos indígenas, “el arma más poderosa que tienen es su propia historia, cultura y costumbres”, aseguró.
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