Editorial La Jornada
El
presidente de Estados Unidos, Barack Obama, realizó ayer una visita
sorpresiva a una base militar de su país en Afganistán, a fin de dar
aliento a las tropas de Washington que, de acuerdo con lo previsto,
abandonarán esa nación de Asia central a fines de este año –aunque aún
no es claro si después de ese retiro permanecerá allí o no un
contingente menor–, una vez que el gobierno de Kabul asuma plenamente
la seguridad local.
El conflicto bélico ha dejado, en cambio, decenas de miles de muertos en el país víctima de la agresión, miles de bajas entre los agresores y una devastación material incalculable. Por lo demás, Afganistán dista mucho de ser una nación pacificada, y la violencia del régimen que encabeza Hamid Karzai y la de los grupos terroristas que se le enfrentan no tiene, a diferencia de la intervención militar occidental, un fin a la vista.
En contraste, la invasión y ocupación militares han dejado beneficios astronómicos a un puñado de empresas estadunidenses y europeas dedicadas a la fabricación de armamento, a la seguridad privada y a la realización de obras de infraestructura.
Junto con la invasión de Irak, iniciada por el antecesor de Obama en 2003, el conflicto bélico afgano se ha caracterizado por la violación sistemática de derechos humanos y por una pérdida del más elemental sentido ético en la conducción de la guerra, como exhibieron los expedientes de ambas guerras obtenidos por Chelsea Manning y universalmente divulgados por Wikileaks a fines de 2010. Las ejecuciones extrajudiciales, las torturas, los secuestros y las masacres de civiles han sido constantes de ambas intervenciones. Al mismo tiempo, diversas investigaciones han dejado al descubierto la corrupción monumental con que se ha manejado el presupuesto bélico estadunidense en ambos casos y la que corroe a las autoridades de Kabul. Si bien es cierto que ello ha producido una grave erosión de la imagen internacional del gobierno de Washington y de sus aliados, no ha bastado para movilizar en forma decisiva a la opinión pública de Estados Unidos en contra de la guerra aún en curso en Afganistán.
Un
aspecto particularmente indignante de la presencia militar
estadunidense en el país centroasiático es el uso sistemático de
aviones no tripulados (drones) en las operaciones de los
ocupantes, recurso que ha causado miles de víctimas civiles y que
debiera ser considerado crimen de lesa humanidad cuya responsabilidad
principal recae en el propio Barack Obama, quien desde 2008, antes de
arribar a la Casa Blanca, anunciaba que dejaría de lado la intervención
en Irak para centrarse en la de Afganistán, y cuya administración ha
sido férrea defensora de esas armas
Aunque es difícil determinar un número confiable de víctimas porque los ataques suelen realizarse en regiones alejadas, sin cobertura de los medios, y porque Washington cuelga sobre todos los muertos la etiqueta de
En el vecino Pakistán esta clase de ataques ha dejado más de dos mil 200 muertos en la década pasada (dato de Ben Emmerson, relator especial de la ONU en Derechos Humanos y Antiterrorismo), de los cuales 80 por ciento son civiles (estimación del ministro paquistaní del Interior, Rehman Malik). El mismo Karzai, considerado un gobernante más leal a las potencias ocupantes que a su propio país, se ha visto obligado a protestar en diferentes ocasiones por las reiteradas agresiones realizadas mediante drones en contra de grupos civiles.
Significativamente, la mayor parte de los ataques con drones han sido ordenados por el gobierno de Obama después de que éste fue galardonado (2009) con el Premio Nobel de la Paz.
inteligentesque, a juzgar por la tragedia social que han dejado, no lo son tanto.
Aunque es difícil determinar un número confiable de víctimas porque los ataques suelen realizarse en regiones alejadas, sin cobertura de los medios, y porque Washington cuelga sobre todos los muertos la etiqueta de
terroristas, hay algunos datos indicativos. En febrero del año pasado, por ejemplo, el Comité de la ONU por los Derechos de los Niños expresó su alarma por
la muerte de cientos de menores como resultado de ataques y golpes aéreos de las fuerzas militares estadunidenses en Afganistán y debido a una notable falta de medidas preventivas y el uso indiscriminado de la fuerza.
En el vecino Pakistán esta clase de ataques ha dejado más de dos mil 200 muertos en la década pasada (dato de Ben Emmerson, relator especial de la ONU en Derechos Humanos y Antiterrorismo), de los cuales 80 por ciento son civiles (estimación del ministro paquistaní del Interior, Rehman Malik). El mismo Karzai, considerado un gobernante más leal a las potencias ocupantes que a su propio país, se ha visto obligado a protestar en diferentes ocasiones por las reiteradas agresiones realizadas mediante drones en contra de grupos civiles.
Significativamente, la mayor parte de los ataques con drones han sido ordenados por el gobierno de Obama después de que éste fue galardonado (2009) con el Premio Nobel de la Paz.
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