En diciembre de 2013, la revista británica The Economist -de tinta liberal- sorprendió
a sus lectores con una publicación insólita. Por primera vez en su
historia decidió conceder un título de “país del año”, y no al analizar
el comportamiento de los indicadores económicos convencionales, sino el
impacto de medidas transgresoras en la felicidad. El elegido resultó
ser Uruguay. Un fragmento de tierra inserto en el costado atlántico de
Suramérica, que visto desde cualquier mapa parece un paréntesis entre
Brasil y Argentina, unos cuantos versos apretujados en prosa elocuente.
Una república que se proclama oriental, donde habitan cerca de 3.4
millones de ciudadanos y pastorea casi el cuádruple de reses y el
triple de ovejas. Un referente internacional que, para no pocos
internautas, alegoriza la Utopía descrita por el renacentista Tomás
Moro, pues también el año pasado la Comisión Económica para América
Latina y el Caribe (CEPAL) indicó que el país registra la mejor
distribución de ingresos en la región y es el segundo con más bajo
índice de pobreza, y Naciones Unidas lo ubicó en la posición 51 del ranking global de desarrollo humano entre 187 evaluados.
Pero
si en la actualidad los medios de comunicación han catapultado a
Uruguay a la cúspide de sus agendas, mientras que una década atrás
apenas detenían sus lentes en ese añico geográfico del planeta, no se
debe a promisorias estadísticas, ni a la implementación de un Star system
autóctono, ni a las recientes evidencias que afirman la nacionalidad
uruguaya de Carlos Gardel. El interés se debe, específicamente, a su
sui géneris gobernante.
José Mujica, un ex guerrillero
tupamaro con los 79 años casi tocándole la puerta, es quien preside
Uruguay desde hace casi cuatro años. La “changuita de presidente” -como
suele denominar su trabajo para extirparle las rimbombancias
inherentes- la ganó en las elecciones de 2009, en representación del
Frente Amplio, una alianza política con diversas tonalidades de
izquierda que timonea la nación desde 2005. Porque José Mujica siguió
siendo Pepe tras ese nombramiento. No mudó la vida que comparte con la
senadora Lucía Topolansky a la residencia oficial, ni suplantó a su
perra Manuela por otra con pedigrí, ni compró un automóvil fastuoso, ni
sacó sus manos campesinas de la tierra, ni ocultó en los bolsillos las
palabras que lo igualan a la gente de pueblo.
Mujica
permaneció bajo el mismo techo de su chacra de 45 metros cuadrados,
ubicada en una zona rural llamada Rincón del Cerro, a 13 kilómetros de
Montevideo. Conservó su viejo Volkswagen de dos puertas, del modelo
escarabajo que los hippies veneran. Continuó cultivando hortalizas,
haciendo florecer su pedazo de campo y criando animales. Salvó la
naturalidad de su carácter de la plasticidad de protocolos apelando a
que él se equivoca “como cualquier hijo de vecino”. Incluso, perpetró
un delito contra la moral contemporánea mucho más desconcertante:
renunció al 90 por ciento del salario que venía con “la changuita”,
para destinarlo a obras sociales.
¿Extravagancia? Depende. En
una época en que la felicidad se concibe primordialmente como la
acumulación de capital para el consumo constante de cosas publicitadas,
cualquier intento de construir la felicidad en lo opuesto podría
considerarse una extravagancia. No obstante, esta no sería una
extravagancia inocua, pues expresa una cosmovisión que cuestiona la
razón con que palpita el orden capitalista y se legitima en la
realidad. Si a Mujica lo respetan tantas juventudes del mundo, no es
por predicar la filosofía de vivir con lo indispensable, sino por
testimoniar cotidianamente esa filosofía. Es con la coherencia entre
discurso y praxis como suscita respeto en su pueblo y allende los
márgenes uruguayos. Definitivamente, ante la apoteosis de frivolidad
que la industria cultural fabrica, es una suerte contar hoy con una
figura pública que no sea admirada por su blanca dentadura o formas
hiperbolizadas con silicona. Y que esa figura pública sea un presidente
y ese presidente cite la poesía de Antonio Machado para definir su
estilo “ligero de equipaje”, o el estoicismo de Séneca para explicar
que no es pobre, porque “pobres son los que precisan mucho”.
Sin
embargo, en ocasiones su gestión gubernamental se torna objeto de
escabrosas polémicas en los escenarios políticos. Con gran acierto, el
periodista Ricardo Scagliola, al introducir una entrevista con el
mandatario en Tevé Ciudad, recurre a una metáfora elaborada por un
antropólogo amigo de Pepe Mujica, que lo calibra como “un Quijote
vestido de Sancho”, apuntando así ese dualismo contrastante, mas no
incompatible, que resulta imprescindible para comprender a tal
personaje. Ahora, cuándo el líder ve gigantes y cuándo ve molinos de
viento, no son cuestiones que se puedan descifrar cabalmente. Scagliola
opina que Sancho es la cabeza del Gobierno, por el pragmatismo que
tipifica las decisiones del líder. Pero, en virtud de la legendaria
novela hispana, convendría preguntarse cuánto se entretejen ambas
identidades en sus peripecias.
Fue con ese hombre
multidimensional, que se sabe individuo, partido, Estado y nación, con
quien ocurrió este diálogo en el contexto de la II Cumbre de la
Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), efectuada en
La Habana a finales de enero. Sin embargo, no fue posible bosquejar
justamente a Sancho y a Don Quijote por razones de tiempo, o quizás por
un cuestionario demasiado ambicioso -o utópico-, que no consideró el
mate ni la parsimonia con que suele hablar Mujica, como si su voz
procediera de las entrañas de una gruta.
-Presidente, ¿qué le ha parecido esta visita a Cuba? Le vi participando en la Marcha de las Antorchas. ¿Qué vivió en la marcha?
-Naturalmente, esa marcha es un acto tradicional de recuerdo de Cuba.
En alguna medida, de buena parte de sus gentes más jóvenes, un pedazo
de la génesis de ese hombre tan singular que fue Martí para Cuba y para
todos los latinoamericanos. Me pareció una recolección muy digna de
calor y de contenido, y como tal es una fiesta de afirmación de la
nacionalidad, en el sentido más amplio. Me sentí muy congratulado de
conocerla y participar.
-Usted ya había estado en Cuba cuando era joven, mucho antes de ser presidente.
-Sí. Obvio.
-¿Qué edad tenía cuando vino por primera vez?
-Ay, mi hija, tú estabas muy lejos de haber nacido. La primera vez que vine fue en 1960. Han pasado algunos añitos.
-Ya había triunfado la Revolución Cubana. ¿Qué impacto le causó el triunfo?
-Aquel fue un sacudimiento para la política general de América Latina,
en el contexto de un mundo muy distinto en el que vivíamos, un sacudón
para nuestra formación política de gente joven, que velaba, que
luchaba, que soñaba con encontrar relaciones más justas en el mundo en
el que nos tocaba vivir. Desde ese punto de vista, fue una especie de
llamarada intelectual, que sacudió al continente y a otras partes del
mundo. Imposible de transmitir a las nuevas generaciones el impacto
emocional, psicopolítico, ideológico, que significó la Revolución
Cubana.
-Cuando eso usted todavía no formaba parte del
Movimiento de Liberación Nacional Tupamaros. ¿Influyó su vivencia aquí
o la Revolución Cubana misma en su decisión de incorporarse al
movimiento?
-Tal vez se venía gestando ya. Pero… sí.
Todos los fenómenos interactúan. No quiero señalar que haya sido
determinante, pero seguramente que la Revolución Cubana influyó
muchísimo.
-En esos años fue cuando conoció a su
compañera, a la senadora Lucía Topolansky. ¿Cómo fue que se conocieron,
que se enamoraron?
-Nos conocimos cuando éramos
militantes clandestinos y éramos perseguidos. Ya habían sobrevenido
sobre el Uruguay las condiciones que determinaron la presencia de una
dictadura militar. En ese marco nos conocimos. Y nunca debe extrañar
que quienes viven en peligro busquen el amor.
-Después
estuvo unos 15 años en prisión, la mayoría completamente aislado. En el
documental sobre su vida -de la serie Presidentes de Latinoamérica-,
cuenta que ahí aprendió que las hormigas gritan y las ratas se
domestican. ¿Cómo fue esa relación? ¿Contribuyeron las hormigas y las
ratas a hacer menos grande su soledad?
-No sé. El tiempo
parece infranqueable. Las horas se estiran. La soledad y la noche se
agrandan. Nunca hay que olvidar que los antiguos, después de la pena de
muerte, consideraban que la expulsión de la sociedad era uno de los
castigos más duros que se le podía inferir a un ser humano. La cárcel,
en las condiciones que nos tocó vivir a nosotros, alejados de todo, y
solos, suponía una aventura muy peligrosa para la estabilidad emocional
y psíquica. Y uno se refugia para resistir a veces en cosas mínimas.
En lo personal, siempre he tenido una pasión muy grande por la
biología, en todos los aspectos. No debe sorprender que, en esas
condiciones, haya experimentado con las hormigas. Vuelvo a repetir que
las hormigas son capaces de gritar, para quien sabe escuchar. Basta
agarrarla con los dedos, ponérsela acá –dice, colocando los dedos cerca
del oído-, y se verá que el bichito grita.
-¿Grita de dolor porque la está aguantando?
-No sé si grita de dolor, de miedo o de qué. Pero puedo garantizar que
grita. Y claro: para esas cosas hay que tener mucho tiempo.
-¿Cómo transcurría el tiempo ahí? ¿En qué se convirtió para usted el paso del tiempo en esos años?
-Tal vez en una pesadilla. Pero bueno, la noche quedó atrás.
-Hoy
en América Latina se está hablando mucho de la necesidad de construir
la paz. Ahora en La Habana se están desarrollando las negociaciones
entre el Gobierno colombiano y representantes de las Fuerzas Armadas
Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP) para alcanzar
una solución política del conflicto armado, y también en esta segunda
cumbre de la Celac se declaró a América Latina y el Caribe zona de paz.
¿Qué entiende que es la paz, y de qué cree que dependa en América
Latina y el Caribe la construcción de la paz?
-La paz es
la existencia de un equilibrio razonable, de respeto mutuo entre los
hombres que tienen diferencias, y con la existencia de mínimas
garantías, para que esas diferencias no le hagan a cada cual perder la
esperanza, de que el mundo y la realidad puedan evolucionar en el
sentido de lo que uno piensa, o sueña, o anhela.
La paz supone
siempre la posibilidad de convivir. Y convivir con diferencias. Porque
en definitiva quienes están de acuerdo, quienes no tienen conflictos,
obviamente que no van a poner en peligro la paz. La paz siempre la van
a poner en peligro aquellos que discrepan. Por lo tanto, es muy sabio
organizar una sociedad que dé cabida, de una forma u otra, a formas de
pensar que puedan tener diferencias. Pero no es sencillo esto, porque
en esos fenómenos intervienen, dentro de un país, fuerzas auténticas,
internas, e intervienen también fuerzas externas.
Desgraciadamente,
no hemos podido aprender en la humanidad todavía que no hay que meterse
en la casa de otro para multiplicar los problemas que pueda tener, y
pretender que el otro haga lo que nosotros pensamos. No vivimos en un
mundo con esa capacidad de respeto a las diferencias. De ahí que los
antagonismos y las diferencias se nos suelen hacer explosivos. Y se
arman llamaradas y nos llevan a conflictos, y a veces a conflictos
armados.
Hace unos años podíamos especular con la existencia
de guerras justas o injustas. Contemporáneamente, hoy, no ayer o
anteayer, hoy, todo parece indicar que todas las guerras terminan
siendo injustas, porque los que pagan el plato son siempre los más
débiles. En cualquier sociedad. Y entonces, la guerra se transforma
tácitamente en una condena a los más débiles. A veces quedan exentos de
los horrores de la guerra quienes más responsabilidad tienen en la
existencia de la guerra. Por eso, uno se vuelve pacifista. Por lo menos
tome lo de pacifista entre comillas, más bien contemplando los
resultados de distintas realidades.
Anhelamos que Colombia
encuentre su camino de negociación política. Es mucho mejor hasta una
mala negociación a la continuidad de una guerra que condena a
sacrificios a muchísima gente, sin la perspectiva de una salida clara.
Antiguamente decíamos que si la guerra se hace por una paz, mejor. Pero
en los últimos veinte, veinticinco años, hemos visto muchas guerras, y
después, una paz peor. Entonces, nos volvemos pacifistas.
-Los
medios anunciaban que usted se iba a reunir durante su visita con
representantes de las FARC y también con el presidente Juan Manuel
Santos. ¿Hay algo que pueda compartir de ese encuentro que tuvo?
-Con Santos hablé palabras de salutación, comunes y corrientes. No me
parecía prudente hablar con él, sino más bien escucharlo. Santos hizo
un largo discurso y dijo muchas cosas con respecto a la intención
política y a la esperanza que guarda con estas negociaciones, y para mí
fueron suficientes. Y hablé con alguna gente de la que representa a las
FARC, intercambiando sobre las dificultades que tienen y los anhelos
que encierran, reconociendo que no es un problema sencillo.
No
me corresponde a mí inmiscuirme en los fenómenos de Colombia. Mas
tampoco se puede prescindir, honradamente, de manifestar y apoyar los
esfuerzos de paz que están haciendo los colombianos. Porque, entre
otras cosas, la guerra de Colombia es una puerta de entrada para el
conflicto en todo el continente, y los latinoamericanos lo que menos
necesitamos son guerras. O en todo caso, la guerra que tenemos que
emprender es contra la pobreza y la miseria que todavía existe en
nuestro continente.
No tiene nada que ver la guerra militar.
Es otra cosa. Entonces, estamos, estaremos siempre a la expectativa y a
la orden. Si algún día nos convocan a ayudar, trataremos de ayudar,
pero sabiendo que las decisiones básicas las tienen que tomar los
colombianos.
-Igual hay mucha gente que piensa que ese
problema es exclusivamente de Colombia; sin embargo, como usted decía,
el conflicto se ha convertido en un punto de tensión. ¿Cómo cree que se
pueda convertir el proceso de construcción de paz en Colombia en un
proceso de construcción de paz que sea regional?
-Yo creo
que obviamente es de Colombia. Es en primer término una responsabilidad
de los colombianos, pero no podemos ser neutrales frente al sentimiento
de concordia y encuentro que necesitan los colombianos. Es un proceso
muy largo, muy doloroso, y los colombianos son parte de esta América,
una parte central. En última instancia, los problemas de los
colombianos son también nuestros problemas. Una cosa es la soberanía y
la independencia que tiene que tener un pueblo, y muy otra, el no tener
claro el deber de solidaridad con los avatares de ese pueblo.
Creo
que una cosa no quita lo otro. El respeto a la soberanía, a la
independencia, no quita el fervoroso deseo, y el apoyo militante, que
uno le pueda dar a un proceso de paz. No estamos para meter nazca en la
hoguera. Más bien, todo lo contrario. Pero naturalmente las
responsabilidades son en primer término de los colombianos.
-Siguiendo
la perspectiva de la paz, hay otro tema en relación con su país sobre
el que quisiera preguntarle. Uruguay tiene acuerdos estratégicos de
cooperación con el Departamento de Defensa de Estados Unidos desde
1953, y recientemente se ha discutido en el Parlamento la posibilidad
de renovarlos. ¿Cuál es su posición ante esos vínculos?
-Nosotros
tenemos vínculos con el mundo entero, y procuramos multiplicarlos, en
todo lo posible. Nosotros no podemos ignorar la realidad de Estados
Unidos, pero pertenecemos a una región, y tratamos de movernos
religiosamente en el marco de los acuerdos globales que tenemos en la
región. Nuestras relaciones en la materia con Argentina y con Brasil
son la primera frontera que tenemos en nuestros paradigmas
internacionales.
Por otro lado, los acuerdos que vienen desde
la década del 40 de nuestro país no fueron instrumentados por nosotros,
sino que son hijos de la historia política del país, y las reservas que
nos pueden ofrecer nosotros las compensamos con una actitud muy
independiente en la conducta con la cual nos movemos. El tener acuerdos
no significa estar subordinados, sino significa darse cuenta de que uno
tiene ciertas responsabilidades con el lugar donde la historia quiso
que viviéramos.
Nosotros estamos en la boca del Río de la
Plata. Es una esquina importante. Por allí pasa mucho. Lo que entra en
el corazón de América del Sur de carga pesada suele entrar muy cerca de
nuestra costa y también salir. Cualquier accidente que haya con un
barco, nosotros tenemos que ver. Desde el accidente, la atención de la
salud de la gente que anda en el mar. Tenemos que ver con las
políticas, con la soberanía de un territorio de mar, una superficie de
mar casi igual a la superficie de tierra que tenemos, donde sabemos que
se encierran cuantiosos recursos para las generaciones que vienen.
Entonces nuestra política en materia de convenios, de tratados y de
diplomacia tiene que tener en juego todos esos factores. Para ser
soberanamente independientes, tenemos que ser sabiamente
interdependientes.
Nuestro país fue definido como un algodón
entre dos cristales por su origen. Nacimos de un desgarrón, de una
parte del imperio español y de una crisis muy fuerte de soberanía en la
región, con ocupación militar, etcétera. Bueno, para defender la
libertad que tenemos en ese pedacito, tenemos que respetar mucho los
juegos de la región y tener amigos lejos.
-¿Esos amigos serían los Estados Unidos?
-La
mejor manera de estar sujeto con Estados Unidos es andar bien con los
vecinos que tenemos, la mejor manera para que los vecinos nos
consideren, sepan que somos amigos, no subordinados. Porque tenemos que
luchar por nuestros propios derechos.
La convención de paz que
nos dio origen en el año 28 tiene la garantía de Gran Bretaña, que en
aquel tiempo era la potencia de los mares. Gran Bretaña no anda muy
bien con los países de la región. Como ve hay un juego, estamos al lado
de Brasil, que va a ser una superpotencia de carácter continental, que
tiene formidables intereses en el Atlántico sur, que los va a cultivar,
que mira hacia África, que es 35 o 40 veces más grande que nosotros.
Tenemos que tener una visión estratégica de todo eso.
Para
colmo, además de todo eso, tenemos que sumar esto: el principal
comprador que hay para Uruguay, para Argentina, para Brasil y para
Paraguay, se llama hoy República Popular China. Es decir, estamos en
una situación diabólica de fuerzas distintas. Por eso, queremos tener
muchos amigos, pero no tanto para que nos vean como subordinados.
-Casualmente,
hace unos días estaba leyendo sobre unas declaraciones del Ministro de
Defensa del Uruguay, que han suscitado varios reclamos, porque hablan
de la posibilidad de construir en la frontera con Argentina una base
fluvial. ¿Qué posibilidades hay de que se realice eso?
-Nosotros
estamos interesados en la construcción de un puerto de aguas profundas
en el Río de la Plata, por la sencilla razón de que los canales más
profundos son caprichosos y se arriman hacia la costa uruguaya. ¿Por
qué un puerto de aguas profundas? Por el rendimiento de los grandes
barcos, que van a bajar el costo de transporte marítimo, y que
necesitan cuarenta o cincuenta kilómetros para dar vueltas. El llamado
Río de la Plata en realidad no es un río; es un estuario. Tiene una navegabilidad caprichosa y peligrosa. Ha sido un cementerio eterno de barcos.
Cuando
se termine el canal de Panamá, la nueva obra, los barcos de transporte
más económicos van a ser unos mastodontes, que van a bajar el costo del
transporte por toneladas. Esto después tiene una repercusión brutal en
la economía. Nosotros creemos que en esa zona se puede resolver un
puerto de aguas profundas, porque nos permite a nosotros participar en
el esfuerzo de logística. Pero un puerto que pertenezca a la región, al
Mercosur (Mercado Común del Sur). Más que todo, una obra de
infraestructura que sirva para apoyar la economía de la región.
Tenemos
el acuerdo con Brasil. De momento, le puedo decir que lo más probable
es que sea un puerto en colaboración con Brasil, porque Brasil tiene
interés en que Brasil sur central pueda aprovechar la vía del Paraná,
para salir por el Río de la Plata, que le sale mucho más económico que
salir al Atlántico. Siempre es más barato navegar aguas abajo que andar
por una carretera. Entonces incomparablemente hay una diferencia de
costos muy grande. A Brasil le puede interesar, y tal vez a Paraguay.
Nosotros apostamos por que sea un puerto que le sirva a Paraguay y a
Bolivia, que tiene una salida también, y sea una cara atlántica.
Así
como el advenimiento de los grandes camiones no significó que
desaparecieran las camionetas, el Río Paraná, el Río Uruguay, pueden
ser fuentes para mover muchísimas barcazas, que contribuyan a un puerto
que recoge los volúmenes y después se transforman más lejos. La región
es formidablemente exportadora. La Argentina tiene más de 30 millones
de hectáreas de soya, Paraguay se ha transformado en un importantísimo
productor de soya. Están los minerales, etcétera. Entonces, esto es
interpretar un poco lo que va a venir. Y estamos empeñados en ese
esfuerzo.
-Sobre esto que usted mencionaba de ofrecer una
salida al mar a Paraguay y a Bolivia sí había leído varias noticias,
pero no vi la relación de ese proyecto con estas otras declaraciones.
-Sí.
Sí, sí, eso tiene una visión de ese punto. Nosotros lo tenemos hablado
con Brasil. Parte de la financiación de ese proyecto puede ser a través
de un fondo de compensación de las asimetrías que existe dentro del
Mercosur, que ya tiene antecedentes. Uruguay ha utilizado ese tipo de
fondos, Paraguay también, y, bueno, estamos en la multitud de detalles
de carácter técnico que tienen estas cosas.
En general,
tenemos fijado el lugar donde podría ser y estamos tratando de
vertebrar el proyecto técnico, pero no es sencillo esto. Hay que
averiguar las características del fondo marino, calcular el nivel de
dragado que hay que hacer, etcétera. Hay una cantidad de cuestiones
técnicas, de trabajo de ingeniería, que estamos procurando tener más
claro para terminar un proyecto que vamos a discutir después con Brasil.
-¿Cuál es el rol de un país tan pequeño como Uruguay en el proceso de integración que vive la región?
-El
rol es que no se lo traguen. Sencillamente. Por eso todo lo que le dije
hace un ratito. Nosotros no podemos renunciar a la región; sería una
torpeza de nuestra parte. Pero la diplomacia internacional colaboró
para que existiéramos tal vez, tal vez con una idea: aprovechar las
contradicciones que había en la región, contradicciones de carácter
político muy fuerte. Siempre hubo una rivalidad de puerto muy fuerte
entre Montevideo y Buenos Aires, aun en la época de la colonia.
Sin
embargo, nosotros somáticamente nacimos en la misma placenta del pueblo
argentino. Somos un pedazo de ese pueblo. Se nos llamaba los orientales
porque vivíamos al oriente del Río Uruguay. Hay una corriente política
que se llamó el federalismo, cuyo fundador fue un uruguayo, que es
nuestro héroe nacional, pero que en realidad tenía una visión de
organización de todo el Río de la Plata, desde el punto de vista
federal, que significa con estados federales y autónomos, que manejaban
una política exterior en común y ciertas decisiones en común.
No
tengo más remedio que resumir. Fue un largo conflicto que significó
muchas guerras, que entre sus consecuencias tuvo una ocupación por el
reino de Portugal, y luego una negociación política con la garantía de
Gran Bretaña, de la cual emergió la acumulación política del Uruguay.
Aunque seguramente los gérmenes de la nacionalidad ya se habían gestado
en ese proceso.
Más allá del origen, ahora somos una realidad,
y esa realidad la tenemos que defender. Tenemos nuestra tradición,
nuestra cultura, nuestro modo de ser. Somos un país que nos gustan los
fines de semana muy largos. Los más formidables comedores de carne que
hay en el mundo. Somos un país más que todo ganadero, exportador de
alimentos, bastante tolerante.
-¿Cuáles cree que sean hoy
las claves del proceso de integración en Latinoamérica, de un proceso
de integración que sea genuinamente emancipador para los pueblos?
-La
emancipación es un concepto mucho más complejo que la ilusión que
teníamos hace unos cuantos años. Significa obviamente que es soberanía
política e independencia. Pero significa buena capacidad intelectual y
material para que nuestra gente pueda vivir en un ascenso constante, y
eso significa mucha inversión pública y mucha inversión de capital
productivo, que nos asegure que la riqueza continúa multiplicándose.
Porque nos toca vivir una época donde la gente quiere cada vez consumir
más, y ya no se resigna a vivir como vivían nuestros abuelos. Necesita
un cúmulo de cuestiones materiales, que nos va dando la civilización
moderna, y eso significa que la soberanía hay que respaldarla con mucha
eficiencia económica y capacidad de repartir.
Y hemos vivido
tiempos donde a veces se logra generar mucha riqueza pero se reparte
mal. Entonces en la sociedad hay gente que es cada vez más rica, y en
el otro extremo la gente vive a veces cada vez más pobre, lo que nos
dice que la idea de desarrollo e integración es mucho más compleja y
difícil de lo que parecía. Por eso nos sentimos parte de los pueblos
latinoamericanos y tenemos clara la necesidad de construir economías
complementarias. El verdadero mercado que nos puede ayudar a
desarrollarnos está dentro de nosotros mismos, y son los millones de
pobres que hoy no tienen poder adquisitivo, y nuestro deber es que lo
tengan. No creo que ningún país pueda resolver esto solo. Es más fácil
si somos capaces de integrarnos.
Pero la vida de una
generación es corta. Por eso se necesita la política, la alta política,
para que estos mensajes continúen construyendo en el tiempo. La
criatura humana es como el olivo. Le cuesta mucho tiempo dar frutos. Y
no hay ningún triunfo a la vuelta de la esquina. Entonces hay que
trabajar mucho sistemáticamente para ir acumulando cosas que hagan
posible un futuro que lo tenemos que construir entre todos.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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