Rigoberta Menchú Tum
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Durante muchas décadas, organismos financieros internacionales han estado imponiendo políticas de desarrollo económico a los países denominados “emergentes” y “subdesarrollados”, y con ello han obligado a realizar ajustes estructurales para promover la supuesta estabilidad y el crecimiento económico por la vía de la privatización de los servicios públicos, contraer deuda pública para obras de infraestructura y para la inversión pública desde la iniciativa privada. En ese sentido no es el Estado, hoy por hoy, el que define las reglas del juego, sino el capital privado nacional y transnacional en esta materia.
El Tratado de Libre Comercio, el Plan Puebla Panamá y la extensión de cobertura del Plan Mérida a Centroamérica son formas aparentemente distintas utilizadas por las entidades financieras internacionales para la imposición de políticas económicas, el control de la economía y la priorización de la inversión nacional vía deuda pública. Estas formas constituyen el marco idóneo que permite al capital transnacional y al poder económico tradicional de Guatemala contar con las mejores oportunidades para continuar con el saqueo de la riqueza del país de forma legal; en esto juega un rol fundamental el propio aparato del Estado y para ello, el capital, en sus dos dimensiones, tiene que crear las mejores condiciones políticas y legales para operar.
Actualmente, la movilidad del capital, en Guatemala, estratégicamente opera invirtiendo en renglones altamente rentables a las luz de las debilidades del Estado en actividades extractivistas, construcción de hidroeléctricas e infraestructura vial, entre otros, e impulsando partidos políticos y financiando campañas electorales para asegurarse gobiernos que les permitan una posición privilegiada en el impulso de sus prioridades económicas, y de esto ninguno de los gobiernos durante y posteriores a la firma de la paz se escapa. Por ejemplo, qué frustrante resulta que el anterior gobierno, “socialdemocrata”, asegurara públicamente que durante su período no se autorizarían licencias de exploración y explotación, cuando en la práctica estaba haciendo lo contrario. Sencillamente, lo que en esto se constata es el manejo de una doble moral.
El tema es que la actuación de los gobiernos va más allá, protegiendo con la fuerza pública, lo cual se repite ahora, esos intereses y actuando contra aquella población que, apropiada de sus derechos, rechaza que sin su consentimiento libre e informado las licencias hayan sido autorizadas. Nada extraño resulta ahora, y para operar en consecuencia con los intereses que en el poder se privilegian, que se den y pretendan acciones en la línea de la militarización del país, sobre todo en regiones de alto interés para la actividad minera, construcción de hidroeléctricas y extracción petrolera, con lo cual se visualiza una tendencia a la agudización de la conflictividad social y un recrudecimiento de la criminalización de quienes hacen una defensa de su tierra y territorio. Santa Cruz Barillas, hoy, es el mejor ejemplo.
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