Un año ya del movimiento de los indignados en la Puerta del Sol, en Madrid. Hoy, el movimiento alza la voz en distintos países del mundo, para demandar justicia social, distribución equitativa de la riqueza, democracia real y ética pública. Pero este hecho no es coyuntura aislada. Más bien es parte de una historiografía mundial de resistencias, revoluciones e indignaciones. Así que es bueno describirlo, pero mejor aún estudiarlo a la luz de un largo proceso de resistencia y cambios.
Carolina Escobar Sarti
¿Por qué se concretó la Revolución Cubana a finales de los años 50 e inicios de los 60? ¿Por qué un mayo del 68, en Europa y América, o un Woodstock asociado al movimiento hippie en 1969? ¿Por qué revueltas sociales como esas reventaron en un tiempo y lugar determinados? Muchos describieron esos acontecimientos desde distintos enfoques, pero no respondieron a esta pregunta, debido a la gran incomprensión que había sobre el papel que juega el sujeto histórico que está inmerso en complejas relaciones con los procesos materiales de la historia.
A finales de los años 70, en Francia e Inglaterra se produjeron esfuerzos valiosos por superar este vacío, y se realizaron trabajos de investigación e interpretación de las propias historiografías, pero una “renovada” historiografía occidental inscrita en tiempos de Guerra Fría y convenientes silencios cómplices, impuso distancia de los conflictos y las revueltas sociales como temas de investigación. En los 90, desde distintas metodologías, se recuperan las revoluciones y movimientos sociales como objeto de investigación. Esto sucede luego de la caída del Muro de Berlín en 1989 y se amarra, 10 años después, con la manifestación en Seattle contra el neoliberalismo. Según algunos estudiosos, el parteaguas entre uno y otro momento estuvo en la rebelión neozapatista de 1994, y en los movimientos sociales franceses de 1995.
Ni el movimiento de los indignados, ni la Primavera Árabe iniciada en Egipto, ni los movimientos sociales por la defensa de la tierra y los recursos naturales en toda nuestra América Latina, pueden ser considerados desde posturas deterministas simples. Conscientes de las complejidades que los definen, hay que volver los ojos a lo que ha pasado antes, y contribuir a análisis más profundos que nos permitan interpretar mejor el pasado y reinterpretarnos en un presente global como sujetos activos o pasivos en nuestros particulares contextos sociales.
El revisionismo historiográfico de las revueltas sociales tendría que aportar nuevas formas de análisis, y por lo tanto nuevas respuestas, acordes a las complejidades de nuestro tiempo. Las ciencias sociales han de abrirse a nuevos paradigmas que permitan valorar la dimensión subjetiva de la historia, porque estos tiempos piden leer e interpretar de una manera mucho más integral a los movimientos sociales. No cabe ya estudiar a la sociedad, la economía, la cultura, la ideología y la política por separado, porque lo que resulta es una “pedacería” de estudios parciales, muchas veces aislados de una visión procesal de la historia.
Un movimiento social expresa su indignación porque buena parte de la gente que lo compone piensa que debe reaccionar a la injusticia que se vive. De ahí que hablemos de la dimensión subjetiva de estas revueltas históricas y quepa la pregunta de si, en un primer momento, son factores psicosociales los que habríamos de considerar. Hay causas estructurales, no hay duda, pero todo parte de una idea y una sensación de injusticia. Las y los indignados del mundo han afectado de muchas maneras la historia desde hace siglos y seguirán haciéndolo, porque lo que motiva su indignación es grande y resistir es hacer un uso alternativo del derecho. “Mi vida es mi mensaje”, dijo Gandhi, y aquí entre tantos indignados, hay mensaje de sobra.
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