Carolina Escobar Sarti
El primer modelo occidental es el hombre blanco, de complexión atlética, mejor si de ojos claros, que habla algún idioma “importante”. El segundo modelo es la mujer blanca, mejor si rubia, de cuerpo escultural y sonrisa permanente. Por lo tanto, lo que se aleja de estos dos primeros estereotipos no es modélico, y entre más lejos está de parecerse a ellos, más lejos está de ser considerado como ideal. Es así que, en sociedades clasistas y racistas como la guatemalteca, la diferencia ha significado, históricamente, menosprecio.
Ergo, las y los indígenas de nuestro país han sido y siguen siendo para muchos los “diferentes”, los “otros”, los que no responden al modelo, los que hablan una lengua ininteligible y no un idioma.
Imaginarios como este justificaron durante siglos la esclavitud y el genocidio que vivieron millones de indígenas y siguen siendo los puntos de partida de vergonzantes frases, comunes entre ladinos y mestizos, como la de “hay que mejorar la raza”. En buena parte del imaginario guatemalteco, aún se asocia indígena a telar, a canasto, a mirada agachada, a pies con “caites”, a ignorancia y a chiste de salón. Esto, más que revelar características de un grupo de la población, desnuda el fracaso de un país que se ha levantado sobre un modelo de explotación, exclusión, despojo y discriminación.
Las y los indígenas que hoy participan en la vida política, académica, social, artística o económica del país, saben que el camino no ha sido fácil. Y aunque la palabra víctima me sabe amarga y cada vez quisiera usarla menos, tengo que decir que las aburridísimas pero evidentes cifras siguen revelándonos que las mujeres indígenas son las más pobres entre los pobres, las que tienen menos acceso a la tierra, la educación y la salud. Además, durante la guerra, sus cuerpos fueron territorios donde se inscribieron las formas más extremas de violencia.
Por todo eso, pero también simplemente por ser la mujer congruente y sabia que es, celebro que la Nana Rosalina Tuyuc haya recibido el Premio Niwano para la Paz en Japón. Cuando fue diputada en el Congreso de la República de Guatemala, hace ya tres lustros, recuerdo que iba con su pequeña hija en brazos y, si era necesario, la amamantaba en el mismo hemiciclo parlamentario. Tanto coraje y tanta ternura juntas. Años después, tuve el honor de asistir a la ceremonia maya en que esa hermosa niña pasó de su niñez a su adolescencia, y allí, dos grandes mujeres le marcaron a ella la ruta a seguir: la Premio Nobel de la Paz, Rigoberta Menchú, y su propia madre, Rosalina Tuyuc, fundadora de la Comisión Nacional de Viudas de Guatemala (Conavigua) hace más de 20 años.
La gente de Comalapa ha celebrado en grande a Rosalina, y en el Musac se le rindió un justo reconocimiento. Pero esta celebración ha de ser la de una nación, porque el caminar de esta mujer es de los que cambian un país como Guatemala y nos acercan a la utopía posible. Te abrazo y te celebro, querida Rosalina, y te recuerdo que en el II Festival de la Memoria dijiste algo que hoy es para ti: “Quiero decir que cuando hay una, hay veinte, hay cien o mil mujeres en el camino de la libertad, todo es posible. (…)Yo pienso que del dolor puede nacer la alegría.”
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