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domingo, 24 de julio de 2016

Los procesos desestabilizadores y el juicio político en América Latina



Marcos Roitman Rosenmann
La Jornada
Son muchas las novedades que se han incorporado en las dinámicas políticas para revertir los triunfos electorales de la izquierda en América latina. Ante la experiencia de los golpes de Estado tradicionales, cuyo saldo durante la guerra fría no fue desdeñable, tanto por el número como por la violencia extrema que les caracterizó, la derecha se ha decantado por una perspectiva menos cruenta en vidas humanas. El juicio político ha sido una de las variables utilizadas para dar salida constitucional a sus crisis de legitimidad.
Sin embargo, tal opción, recogida en algunas constituciones de la región, ha servido, igualmente, para dirimir conflictos entre facciones de la clase dominante. El caso de Collor de Mello en Brasil (1992) y Carlos Andrés Perez en Venezuela (1993) son dos ejemplos que permiten situar el problema. En ambos, la acusación se centró en demostrar la malversación de fondos públicos, el lavado de dinero o el enriquecimiento personal; en definitiva, se imputó el carácter corrupto de los dos presidentes. Carlos Andrés Pérez fue acusado de uso doloso de 17 millones de dólares de fondos reservados para apoyar a la presidenta de Nicaragua Violeta Chamorro, y Collor de Mello por demandar sobornos a industriales y empresarios a cambio de favores políticos.
Las dos acusaciones se pueden interpretar como un lavado de cara del régimen para mantener el control del proceso político. El juicio político o impeachment no fue una propuesta tendente a cambiar la dirección de la política económica, social, étnica o cultural. Fue una acción de bajo perfil. No se cuestionaba el régimen ni se aludía a un cambio de ciclo. Era una pelea doméstica. Los objetivos, dar salida a crisis institucionales, aumentar la credibilidad política de una élite desgastada por los escándalos y frenar el descontento popular, consecuencia de las reformas neoliberales de primera generación. Se pueden catalogar como una catarsis depurativa, al tiempo que una demostración de fortaleza del orden constitucional, dizque democrático. La estabilidad, legitimidad y vigencia de las instituciones no estaba en juego, el blanco era la persona en cuestión y debilitar el partido político al que pertenecían los acusados, a fin de situarse en mejor posición de salida en las siguientes elecciones presidenciales.
En Venezuela, Carlos Andrés Pérez fue encarcelado y tras los interinatos de Octavio Lepage y José Ramón Velásquez, en las elecciones presidenciales de 1993, Rafael Caldera, ex presidente conservador-demócrata cristiano, fue elegido sin grandes contrapesos. Collor de Mello dimitió para evitar el bochorno y fue sustituido por su vicepresidente, Itamar Franco, hasta el final del mandato. De las siguientes elecciones emergerá la figura del socialdemócrata Fernando Henrique Cardoso.
La derecha se benefició de esta limpieza para asegurarse la continuidad en el poder. La izquierda no era un problema, al contrario, se encontraba sumida en un debate de identidad, bajo una crisis de identidad y sobre todo de derrota política. Pero la historia reciente nos ubica en otro escenario. Los triunfos de Hugo Chávez en Venezuela, Evo Morales en Bolivia y Rafael Correa en Ecuador dieron un vuelco al escenario político. La izquierda y el llamado ciclo de los gobiernos progresistas donde se incorporarían Lula en Brasil, Kichner en Argentina, Tabaré Vázquez en Uruguay, los sandinistas en Nicaragua, Martín Torrijos en Panamá y Leonel Fernández en República Dominicana, supuso, en la primera década del siglo XXI, un cambio en la perspectiva de los gobiernos latinoamericanos. Se llegó a plantear una nueva era de gobiernos populares e incluso se teorizó sobre el socialismo del siglo XXI.
En este contexto, el juicio político se ha transformado en un arma desestabilizadora. Nos referimos a la utilización espuria del impeachment con el fin de derribar, revertir procesos de cambio social, progresistas, democráticos y de izquierda. En este sentido, el juicio político ha servido para, en los casos de Paraguay (2012) y Brasil (2016), abrir la puerta a una contrarrevolución. En Honduras, dado que ni el Parlamento ni la Corte Suprema de Justicia tenían atribuciones para abrir un proceso de impeachment, la detención, extradición y destitución del presidente Manuel Zelaya se interpretó directamente como un golpe de Estado y su presidente Roberto Micheletti como un presidente de facto. En Venezuela, por el contrario, se busca mediante firmas convocar a un referendo revocatorio, mecanismo constitucional para la destitución del presidente. En este sentido, el objetivo desestabilizador es aumentar el grado de malestar y violencia para lograr el objetivo final: la ruptura institucional del orden legítimo.
En conclusión, el juicio político en América Latina está siendo utilizado por la derecha, de forma torticera para romper la voluntad popular y hacer posible en los tribunales, el congreso y el senado lo que no pueden conseguir en las urnas: ganar elecciones sin cometer fraude. Nuevamente, nuestras burguesías se quitan la careta democrática y se comportan como siempre lo han hecho, negando las libertades y los derechos sociales a las clases trabajadoras.

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