Katu Arkonada*
Después de la crisis
económica de 2008, hubo un sector que no sólo se recuperó rápido, sino
que siguió creciendo exponencialmente, el de los artículos de lujo.
Mientras una buena parte de la población veía recortados sus derechos
sociales y laborales, la ocupación de hoteles de 5 estrellas, la venta
de inmuebles de firmas de lujo como Engel & Völkers, o la compra de
productos como relojes caros, joyería o arte, aumentó por encima de 10
por ciento anual.
Este obsceno indicador sintetiza muy bien lo que significó la crisis
de 2008 para la humanidad. La salida a la crisis la pagaron las mayorías
sociales en beneficio de una élite. Se socializaron las pérdidas,
mediante la compra de la deuda de los bancos privados con el objetivo de
que no colapsara el sistema financiero internacional, y se privatizaron
las ganancias. Se rescataron otras grandes empresas como General
Electric o General Motors, sin que el Estado después de salvar a estas
empresas, impusiera ninguna cláusula de recuperación de empleos. Y
cuando una parte de esos trabajos se recuperaron, fue con unas
condiciones salariales infinitamente peores que antes de la crisis.
Hoy día, cuando parece que ya ha pasado lo peor de la pandemia y la
crisis de salud, nos encontramos a las puertas de una crisis económica
mundial, probablemente más fuerte y profunda que la de 2008.
La Organización Mundial del Comercio ha estimado que la economía
mundial podría contraerse hasta en 18.5 por ciento, y el informe de
abril del Fondo Monetario Internacional calcula que el PIB regional
podría descender 5.2 por ciento, porcentaje mayor a 5 por ciento de los
años 30 posteriores al crack de la bolsa de Nueva York de 1929 y desde luego más grande que el 2 por ciento posterior a 2008.
En América Latina y el Caribe, una región exportadora de materias
primas y productos manufacturados, la OIT calcula que más de 10 millones
de personas perderán sus empleos por la pandemia, y la Cepal en su
informe
El desafío social en tiempos del Covid-19calcula un aumento de la pobreza de 4.4 puntos porcentuales que se traducen en 28.7 millones adicionales de personas pobres (para alcanzar 214.7 millones de personas) y un aumento de la extrema pobreza de 2.6 puntos porcentuales, que eleva el total a 83.4 millones de personas en la región.
A todo lo anterior hay que sumarle la crisis petrolera, con una
rebaja de la producción de 10 millones de barriles y el desplome de los
precios que aunque ya en recuperación, no volverán a alcanzar a finales
de 2020 los de 2019, según la Agencia Internacional de la Energía.
Si a todo lo anterior le sumamos la crisis estructural en forma de
cambio climático que vivimos, con un aumento de las emisiones anuales de
dióxido de carbono por encima de los 50 gigatones (cada gigatón
equivale a mil millones de toneladas), el resultado es devastador:
deshielo acelerado de los polos al mismo tiempo que se eleva el nivel
del mar, y aumento de la temperatura media global de entre 1.2 y 1.3 °C
en los próximos cinco años, que nos acerca al temido límite de más 2 °C
de temperatura media del planeta por encima del periodo preindustrial.
Por todo lo anterior se hace cada vez más urgente el debate sobre el
modo de producción capitalista, pero sin posiciones maniqueas como las
que estamos acostumbrados a leer en todo lo que tiene que ver con el
modelo de desarrollo. Los países del sur no sólo tienen el derecho, sino
la obligación de sacar a centenares de millones de personas de la
pobreza, haciéndolo eso sí, en un equilibrio entre ese crecimiento al
que tuvieron acceso los países del norte, y los derechos de la
naturaleza en un planeta finito que no da mucho más de sí.
La pandemia global de coronavirus ha venido a acelerar una crisis que
ya se atisbaba en el horizonte, el de un modo de producción
insostenible, sobre todo de los países del norte, que además no quieren
hacer una transferencia de tecnología, como pago parcial de la deuda
ecológica que tienen con el sur por la explotación de sus pueblos,
personas, y recursos naturales durante siglos. Si además le agregamos a
la ecuación la variable de la financiarización de la economía, con cada
vez menos producción de bienes tangibles, y mayor especulación
económica, la combinación es explosiva, y sobre todo, insostenible.
Pero si algo bueno deja esta pandemia es el retorno del Estado, la
ruptura entre amplias capas de la clase media del consenso cultural
instalado por el neoliberalismo de que el Estado no era necesario, y de
que a menos Estado, más eficiencia. Va a ser muy difícil para los
defensores de la globalización neoliberal en crisis defender que los
bienes comunes, especialmente la salud, no deben estar en manos del
Estado para garantizar el acceso universal y en las mejores condiciones
posibles a su población.
Ahí está la grieta para romper el consenso neoliberal, todavía
hegemónico desde el punto de vista cultural. La necesidad del retorno
del Estado. Y después de instalar ese nuevo consenso, es necesario dar
un nuevo paso: que la crisis no la paguen las y los de siempre, los de
abajo, los más humildes. Que la crisis económica que está llegando la
paguen los de arriba. Que la crisis la paguen los ricos.
*Politólogo vasco-boliviano, especialista en América Latina
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