¿Hay vacuna para la
pobreza? ¿Existe remedio para la evasión de capitales? ¿Se puede luchar
contra el hambre? ¿Son viables una vivienda digna y una educación
pública de calidad? Estas son algunas preguntas sobre las cuales
reflexionar en medio de una hipersensibilización sobre las consecuencias
humanas del Covid-19. Mientras los pobres mueren de enfermedades menos
espectaculares, causas de la pobreza, y para las cuales hay cura como el
sarampión o la difteria, la carrera por ver quién patenta primero la
vacuna contra el Covid-19 concentra la atención mundial. No nos
engañemos, a sus promotores les mueve la codicia. El beneficio
económico. Detrás no hay causa humanitaria, interés por el bien común o
preocupación social. Para saber de qué hablamos, baste señalar que mil
600 millones de personas, es decir, 22 por ciento de la población
mundial, no reciben atención médica, sin olvidar los 115 millones,
menores de cinco años, afectados por desnutrición crónica. A lo cual
debemos sumar los 700 niños muertos diariamente por diarrea. Según Manos
Unidas, organización nada proclive a la exageración, en 2020 se podría
haber evitado la muerte de 5.4 millones menores de cinco años. Sin
embargo, el hambre, la falta de condiciones higiénicas, la explotación
infantil, el desempleo, la trata de mujeres no son considerados
pandemia. Morir por esas causas es algo
natural. La necropolítica hace su aparición como forma de organización social del capitalismo. Achille Mbembe, teórico que acuñó el concepto, señala que el poder de la muerte y la política de la muerte, refleja
los diversos medios por los cuales, en nuestro mundo contemporáneo, las armas se despliegan con el fin de una destrucción máxima de las personas y de la creación de mundos de muerte, formas únicas y nuevas de existencia social en las que numerosas poblaciones son sometidas a condiciones que le confieren el estatus de muertos vivientes.
La pandemia del Covid-19, y de todas las demás, evidencia la
condición de muertes vivientes en las calles de Quito, Lima, Santiago,
Bogotá, Río de Janeiro o Sao Paulo. Los cadáveres abandonados en las
calles, producto de una desarticulación del sistema sanitario,
convertido en negocio para las empresas de capital riesgo, atentan
contra la dignidad humana. Los gobiernos que han privatizado la salud,
quebrado el sistema sanitario, desprotegiendo a sus ciudadanos, son
responsables. Aplican la necropolítica como arma de guerra. Y
lo seguirán haciendo con o sin vacuna contra el Covid-19. Así ocurre con
otras enfermedades donde el tratamiento es propiedad de una empresa. La
pobreza, desnutrición o falta de higiene no son negocio. A las
farmacéuticas les tiene sin cuidado su erradicación. No realizan
investigación básica, sólo aplicada y con fines de rentabilidad. En este
caso, hablamos de beneficios estratosféricos, que engrosarán la fortuna
de empresarios, especuladores y consejos de administración. De esta
pandemia unos pocos saldrán con los bolsillos llenos. La economía de
mercado se encargará de ello. Con sólo pensar en la posibilidad de
vender 2 mil millones de dosis para restablecer el equilibrio entre el
virus y la inmunidad de rebaño, las ganancias serán obscenas. Siempre ha
sido igual. Basta ver el tratamiento contra la hepatitis C. Su costo
aproximado es de 1.5 euros y la dosis se vende por alrededor mil euros.
Otro tanto ocurre con la vacuna contra la meningitis, del laboratorio
británico GlaxoSmithKline, cuya inversión en I+D fue de 300 millones de
euros. En tres años de comercialización (2015-2018) han obtenido
beneficios por mil 200 millones. ¿Y para el tratamiento de Covid-19?,
mientras no existe una vacuna, el Remdesivir es un paliativo que reduce
el tiempo de recuperación, en otros términos, libera antes una cama de
hospital. Su costo de producción, según los especialistas, no supera los
cinco euros, la empresa lo vende en2 mil euros. A la hora de promover
una investigación de cualquier enfermedad, la medida se realiza en
términos de costo-beneficio.
Médicos Sin Fronteras, en un estudio de 2018, señaló que una vacuna o
medicamento, en un país pobre cuesta 68 veces más que en uno
desarrollado. No se discute la necesidad de encontrar una vacuna contra
el Covid-19. Pero su distribución y venta no está pensada para toda la
población. Los millones de ciudadanos que han soportado el confinamiento
bajo el hambre, recurren a las ollas comunes, la solidaridad de clase y
la resistencia para hacer frente a la pandemia. La crisis humanitaria
no está en Venezuela, está en países donde el hambre, la evasión de
impuestos, la pobreza, la desigualdad y la explotación se han
cronificado, son pandemia y no interesa combatirlas.
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