Somos un Colectivo que produce programas en español en CFRU 93.3 FM, radio de la Universidad de Guelph en Ontario, Canadá, comprometidos con la difusión de nuestras culturas, la situación social y política de nuestros pueblos y la defensa de los Derechos Humanos.

viernes, 24 de julio de 2020

El genocidio permanente

Pueblos originarios en Argentina

Fuentes: Rebelión

La represión policial de los pueblos originarios no es, desafortunadamente, un hecho exclusivo de la excepcionalidad pandémica.
Recientemente ha sido publicado un estudio científico elaborado por un grupo plural de investigadores e investigadoras de distintas pertenencias institucionales y académicas, titulado ‘’Los efectos socioeconómicos y culturales de la pandemia COVID-19 y del aislamiento social, preventivo y obligatorio en las comunidades indígenas de la RMBA, NOA, NEA y Patagonia’’.(1) En este trabajo se señalan las particulares repercusiones de la pandemia global sobre los pueblos indígenas del país que a la crisis sanitaria que afecta a sectores vulnerables de la población por la precariedad del sistema de salud y la falta de atención médica, se suman afectaciones económicas particulares relacionadas con condiciones de marginación social, falta de agua potable, los altos niveles de hacinamiento a que han sido llevadas varias comunidades y, también, la discriminación social e institucional aún vigente. A ello se suman cuadros de enfermedades previas como la tuberculosis, parasitosis, anemia y desnutrición, que completan un cuadro de problemáticas vinculadas a la alimentación y la pobreza.
En uno de los apartados del informe se hace referencia expresa a la criminalización, reseñada como ‘’la exacerbación de experiencias históricas de racismo, discriminación, violencia verbal, física, a través de acciones arbitrarias, y/o graves abusos por parte de funcionarios de diversos organismos públicos, instituciones sanitarias y/o fuerzas de seguridad en el contexto de aislamiento en virtud del COVID-19’’.(2)
El pasado mes de mayo en múltiples medios de comunicación se replicó la noticia de la represión sufrida por familias del pueblo Qom en Fontana, provincia del Chaco. El accionar policial que ya es objeto de investigación judicial y que además fue difundido a través de video y fotografías que circularon en redes sociales, implicó además de violación de domicilio y golpizas por parte de miembros de la fuerza pública, la detención ilegal, torturas y abusos sexuales para 4 jóvenes de esa comunidad. La magnitud de los hechos evidencia que resulta imposible que solo los 4 agentes de policía implicados hayan podido ejecutar su accionar represivo sin ningún conocimiento por parte de otros miembros de ese cuerpo. La reciente renuncia de la cúpula policial del Chaco, en respaldo de los agentes investigados, confirma la implicancia institucional.   
La represión policial de los pueblos originarios no es, desafortunadamente, un hecho exclusivo de la excepcionalidad pandémica. En los hechos de mayo, los policías torturadores rociaron con alcohol a dos jóvenes mientras les gritaban ‘’indios infectados’’, los golpeaban y amenazaban con prenderles fuego. Pero, más allá de este caso, que no es aislado, un repaso informativo de los últimos años evidencia la sistematicidad de las acciones de violencia institucional y violación a los derechos humanos a los pueblos originarios, tanto en el norte como en el sur del país. En particular la región chaqueña argentina (Provincias del Chaco, Formosa, Santiago de Estero, norte de Santa Fe y este de Salta) ha sido escenario de acciones que, de forma directa o indirecta, resaltan la conflictividad en torno a la tierra como una constante del accionar represivo que ubica a la fuerza pública estatal como agente de los intereses terratenientes que buscan despojar, desplazar o arrinconar a los indígenas. 
Esta problemática no es coyuntural. Si bien ha afrontado un reavivamiento a partir de las políticas extractivistas que caracterizaron a los todos los gobiernos de este siglo XXI, la activa participación del Estado en torno a lo que es ya ampliamente reconocido como un genocidio a los pueblos originarios parece constituir una característica esencial del modelo estatal moderno.
Desde luego, esta política tuvo su inicio en la invasión europea del siglo XV, y desarrolló, en términos cuantitativos, su mayor capacidad de exterminio a lo largo de los siguientes tres siglos de colonización. Pero, como es sabido, en el siglo XIX, las autoproclamadas elites gobernantes dentro de modelo republicano vinieron a completar lo no logrado por sus antecesores. 
La matriz capitalista que acompañó a los ‘’próceres de la patria’’ hizo que la ansiada integración al mercado mundial de estas tierras, como proveedoras de materias primas para nutrir las fábricas europeas, requiriera la ampliación de la frontera agropecuaria o, lo que es lo mismo, la incorporación productiva de tierras que hasta ese momento hacían parte de la territorialidad ancestral de distintas comunidades indígenas. El capítulo más representativo de esa incorporación fue la llamada ‘’campaña del desierto’’, ideada por las elites bonaerenses y ejecutada por el ejército argentino, proceso que, además de la desposesión territorial y la apropiación ilegitima de grandes extensiones de tierra para dichas elites, terminó con el genocidio de miles de indígenas.(3) 
Resulta necesario recordar que, tomando como un punto de partida la definición aceptada por la ONU, el genocidio comprende actos criminales, deliberada y sistemáticamente perpetrados, con intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal. En aquel momento de finales del siglo XIX, como preludio de la consolidación de la nación argentina, las voces más distinguidas de la época hicieron eco del llamado sarmientino que condenaba a los indígenas como parte de una barbarie que chocaba con las aspiraciones de una nación culturalmente idealizada bajo los parámetros europeos y económicamente doblegada a los intereses del sistema capitalista. Parte de ese andamiaje se basó en la concepción de la idea de ‘’desierto’’ como categoría para referir a la territorialidad indígena que la elite dominante aspiraba poseer.  El genocidio pampeano y patagónico de la ‘’campaña del desierto’’ se perpetuó como parte de un plan sistemáticamente desarrollado para la expansión del territorio explotado para la economía exportadora. El discurso civilizatorio legitimó la represión.  
En la ya citada conceptualización del genocidio se hace referencia a la intención de destrucción, en este caso, de los pueblos indígenas, más allá de que tal destrucción no alcanzara como resultado la desaparición física de todos sus integrantes. Es importante marcar esta perspectiva, pues resulta mayormente reveladora de la continuidad del genocidio que se extendió luego hacia la región chaqueña. Allí, bajo los mismos parámetros discursivos e intereses económicos, los pueblos indígenas fueron no solo despojados de su territorialidad, sino además violentamente insertados en un sistema de explotación de su fuerza de trabajo, que los convirtió, de nuevo con ayuda del ejército argentino y de otras agencias del Estado, en un verdadero proletariado rural. Despojados de sus fuentes de subsistencia, particular y cruelmente explotados, denigrados con distintos dispositivos de marginación y discriminación. Los ingenios azucareros de Tucumán y Salta, así como las empresas algodoneras y de extracción maderera se favorecieron de ese genocidio continuado. 
Pero el ideal de ‘’blanqueamiento’’ de la población no se quedó como una aspiración de los gobernantes decimonónicos. Si bien sus herederos posteriores modificaron la retórica, el racismo continuó siendo un elemento protagónico de la pretensión permanente de homogeneización como premisa para la identidad nacional. En el mismo sentido, la búsqueda de una delimitación territorial, como fundamento de la organización de la nación, más allá de sus manifestaciones retoricas y/o normativas, se mantuvo como premisa del orden. El ‘’territorio nacional’’ es una categoría que expresa al mismo tiempo la necesidad de control ejercido por un sector de la sociedad sobre ciertas porciones del territorio con el fin de utilizarlas en favor de la satisfacción de sus intereses. Las manifestaciones contemporáneas de discriminación y racismo son la formulación cultural de la necesidad de esos mismos sectores de disciplinar y subordinar a otros sectores de la población con el objetivo de legitimar la explotación de su fuerza de trabajo en condiciones de extrema precarización. 
La diferencia que puede reconocerse entre el genocidio indígena adelantado en el siglo XIX y su clara continuidad en épocas más recientes estriba en el carácter multifacético y, si se quiere, sofisticado que asume en el presente. Con discursos que se amparan en conceptos hegemónicos sobre el ‘’desarrollo’’, el ‘’progreso’’, el ‘’crecimiento’’ o la ‘’productividad’’, la conflictividad territorial que enfrenta a los pueblos indígenas contra los intereses del sistema capitalista y que hace de los primeros un estorbo que debe ser removido, ya por cooptación o por eliminación, se mantiene como matriz del proceso permanente de construcción estatal propio del sistema. En efecto, se parte acá de la base de entender al Estado como un ejercicio permanente de control, que debe ser recreado de forma continua (y no como la simple fundación de ciertas instituciones). 
El reconocimiento del carácter continuo y permanente de la conflictividad territorial y de la generación del accionar represivo del Estado como política para las relaciones interétnicas, es a su vez consecuencia del reconocimiento del carácter problemático y permanente de la construcción de la estatalidad. Este proceso, a su vez, en atención a los intereses del contexto y de las particularidades regionales respectivas, se asumió de formas variadas y a través de disimiles dispositivos. Como resultado de la complejidad de esta intervención del Estado, las sociedades indígenas resultaron receptoras de formas de sometimiento y disciplinamiento heterogéneas que concurrieron sin embargo en la aspiración de la transformación del indígena como presupuesto de su vinculación al modelo estatal.    
Esto puede clarificarse si se retoma un ejemplo del tratamiento gubernativo dado a los indígenas en pleno siglo XX. Particularmente, puede hablarse del periodo comprendido entre 1946 y 1955, años del primer gobierno peronista, una coyuntura particular en la que el modelo de dominación impuesto en Argentina reconoció varios matices particulares. La pregunta sería, ¿qué significó este modelo político para los indígenas?
Un lugar común historiográfico apunta a reconocer una efectiva democratización del bienestar, que mejoró sustancialmente la calidad de vida de amplios sectores de la población. Sin embargo, al especificar sobre las consecuencias de ese modelo de Estado regulador frente al sector indígena como receptor específico de esta «democratización del bienestar», se señala que ‘’el interés por mejorar la situación de las comunidades indígenas resultó tardío y limitado, no alcanzando a revertir la situación de postergación ese sector’’.(4)
El gobierno peronista se limitó a impulsar un reconocimiento de tipo jurídico hacía los indígenas, con el objeto de establecer su condición de ciudadanos, con lo cual, de ninguna manera se avanzó de forma concreta para resolver problemas claves de las comunidades como la escolarización o la tenencia de las tierras.
Los debates legislativos dados por aquel entonces mostraban la relevancia que el tema electoral tenía en relación a la ciudadanización de los indígenas, en tanto potenciales votantes. Para muchos de los legisladores de la época, a la concreción de la participación electoral se reducía la idea de integración a la ´´vida política de la nación´´. 
Para el gobierno peronista reconocer a los indígenas como ciudadanos argentinos implicaba que los aborígenes debían pasar a formar parte de las masas trabajadoras, sin hacer distinción de sus problemas particulares. No obstante, no pocos líderes indígenas trataron de hacer funcionales aquellas promesas retoricas típicas del modelo político peronista para lograr mayor visibilización y la ayuda oficial. ‘’Ellos entregaron una petición tras otra a varias autoridades a nivel nacional y regional, pidiendo tierras, herramientas agrícolas, semillas, víveres y nuevas escuelas para sus hijos’’.(5)       
Las relaciones interétnicas que se desarrollaron en el periodo estuvieron enmarcadas dentro de un escenario de disputas de poder político, económico y cultural. La interlocución con el Estado no fue la única vía en que se desarrollaron dichas relaciones. Por el contrario, una manifestación elocuente de la continuidad de las prácticas estatales de genocidio se manifestó nuevamente con la llamada masacre de Rincón Bomba, acaecida en la actual provincia de Formosa en 1947. En ese hecho fueron asesinados por las fuerzas de seguridad del Estado (Gendarmería) un número no establecido de indígenas, pero que los datos más aproximados refieren entre 400 y 500, entre varones, mujeres y niños, en lo que ha sido claramente señalado por varios autores como un verdadero genocidio.(6)
Como se viene sosteniendo, existen amplias evidencias para reconocer la precariedad de la situación socioeconómica de los indígenas, manifiesta en la carencia de tierras y la falta de protección estatal frente a su explotación como peones rurales. Pero el peso de la historia oficial ha servido para ocultar tal aspecto característico de aquella época.  
Ante esto, son las fuentes orales las que han permitido la más reciente reconstrucción de aspectos críticos que permitan controvertir los idealizados ‘’años peronistas’’, así como reconstruir la real magnitud de la mencionada masacre de 1947. Así, han sido testimonios de sobrevivientes del hecho los que confirman la participación de tropas de Gendarmería adscritas al Regimiento 18 de las Lomitas que, en un número no determinado de efectivos, protagonizó la matanza indiscriminada de indígenas Pilagá que se encontraban reunidos en el paraje de la Bomba en ejercicio de una congregación de tipo religioso. 
El carácter premeditado de esa masacre se vislumbra en los informes previos que, a través del conducto de la Dirección General de la Gendarmería, fueron conocidos por el Ministerio del Interior, así como por la Dirección de Protección al Aborigen, dependiente de este Ministerio a través de la Secretaría de Trabajo y Previsión. Tal Dirección envió en los días previos al 10 de octubre a un funcionario con el objetivo de dispersar la congregación de indígenas. Lo propio hizo la Gendarmería acercándose para entregar alimentos, que todos los indígenas declaran que se encontraban en mal estado y fueron causa de enfermedad para quienes los consumieron.
Los informes elaborados en ese momento aducían a una actitud desafiante y amenazadora por parte de los indígenas, pero, aunque esa dudosa situación llegase a ser cierta, no lo era el hecho de no encontrarse ningún tipo de armas en la congregación. Por ello, el cerco tendido por los gendarmes en la tarde del 10 de octubre, y el inicio indiscriminado de disparos que causaron las muertes y heridas para una población indefensa, difícilmente pueden ser catalogados de forma distinta a una acción premeditada con intención de asesinar a esa población. Además, la matanza inicial se continuó con persecuciones a los sobrevivientes que incluyeron posteriores fusilamientos a más de 30 kilómetros de la Bomba, torturas, violación de mujeres y quema de cuerpos por parte de la gendarmería, así como ocultamiento de pruebas y tala de árboles que guardaban en sus troncos las señales de los miles de disparos lanzados contra los indígenas. 
Por su parte, la prensa nacional hacía uso de los sentidos racistas fuertemente instalados en la opinión pública para inculpar de los hechos de violencia a las victimas indígenas, utilizando calificativos como sublevación de indios, rebelión, levantamiento armado, atentado, desmanes, saqueos o, el aun usado argumento de la ocurrencia de un ‘’malón’’. 4 días más tarde, una conferencia de prensa ofrecida por el Gobernador del Territorio Nacional de Formosa en compañía del Ministerio del Interior, desmentía la gravedad de los hechos y condenaba al olvido aquel genocidio.
Parece evidente concluir que, tras la envergadura de los hechos y el conocimiento manifiesto de tantas agencias del Estado, pueda ser siquiera posible pensar este hecho como aislado o desconocido por las máximas instancia de decisión del poder ejecutivo, es decir, del propio Juan Perón. Esta evidente conclusión se respaldaría con el repaso de otra muestra del accionar de ese gobierno frente a los indígenas, patente en la represión sufrida por los integrantes del llamado ‘’malón de la paz’’ que caminaron en 1946 desde sus lugares de origen en distintos pueblos del interior con la esperanza de ser recibidos por el Presidente, pero solo encontraron como respuesta su violenta expulsión de la ciudad, y la amenaza para que concluyeran sus reclamaciones. Otro hecho que, la propaganda de la época rápidamente se encargó de ocultar.(7)  
Pero, gracias al accionar de la Federación de Comunidades Indígenas del Pueblo Pilagá, en julio de 2019, hace exactamente un año, y a más de 72 años de la perpetración de la masacre de la Bomba, el Estado argentino, a través de su poder judicial, hizo expreso y formal reconocimiento del carácter de genocidio para la masacre de Rincón Bomba, y de la responsabilidad estatal en la  comisión de dichos crímenes. Más allá de las reparaciones patrimoniales, que por cierto han sido estimadas como insuficientes por parte de la Federación, y de reparaciones no patrimoniales como la orden de levantar un monumento en el lugar de los hechos para reparar la memoria histórica o de instituir la fecha del 10 de octubre como efeméride nacional de la ‘’masacre de La Bomba’’, resultan muy relevantes las apreciaciones dadas en el texto de la sentencia para clarificar la concepción del genocidio continuado y de la conflictividad territorial como eje de las relaciones interétnicas o de las políticas estatales frente a los pueblos indígenas. Al respecto se señala que,  
Desechado entonces que el daño directo a reparar sean las muertes, violaciones, dolores, y padecimientos sufridos por cada una de las victimas individuales, hemos de concluir que lo que debe repararse es el daño que la etnia Pilagá sufrió como grupo social como consecuencia de esas muertes, violaciones dólares y padecimientos que, sufridos en la carne y el espíritu de las víctimas se propagó al tejido social en conjunto. Este padecimiento comunitario no anida en abstracto sino en los integrantes de la comunidad, y emerge con claridad en las expresiones y dichos declaraciones de los integrantes de la etnia que declararon… (8)
En otras palabras, las victimas siguen siendo los indígenas del presente. Además, si bien este hecho no estuvo directamente relacionado con una disputa por la tenencia de la tierra, si resulta claro que el genocidio estatal pretendió generar una clara afectación sobre elementos concretos que articulan la organización social de esa comunidad y que constituyen fundamento de su existencia. Se señala en la sentencia del Juzgado Federal de Formosa que conoció de la demanda instaurada por los indígenas que ‘’ese daño a la comunidad se produjo sobre los cuerpos de las victimas individuales que fueron intoxicadas, baleadas, obligadas a refugiarse en el monte, perseguidas, torturadas y violadas, y de diferente modos llevadas a la muerte y al dolor, y los sobrevivientes “reducidos” y sometidas a trabajos forzados y a la negación de su identidad’’. Así, la pretensión de destrucción del pueblo Pilagá se ve reflejada no solo en la matanza, sino además en hechos posteriores que significaron persecuciones y encierro en ‘’Colonias’’ para no pocos sobrevivientes. 
Los actos barbáricos realizados por el Estado, cuyo punto culminante fue el ingreso a las reducciones de los indígenas sometidos a los maltratos y reducidos a esclavitud o servidumbre forzada, además de las violaciones concretas de los derechos individuales a esos ciudadanos a los cuales se les negó tal carácter, también tuvo como efecto haber interrumpido los procesos de organización social de las comunidades.(9)
Los procesos de organización social, los tejidos comunitarios de interacción y la territorialidad son dimensiones de la existencia misma de una colectividad no basada en los parámetros individualistas de las sociedades capitalistas modernas. Por ello, el genocidio organizado durante el gobierno peronista no puede ser visto por fuera del avance sistemático sobre los pueblos indígenas y como la cara que hasta el presente ha mostrado el modelo estatal para su ‘’incorporación’’. La masacre de la Bomba no parece directamente motivada por una disputa territorial, pero la forma en que fue perpetrada si permite reconocer su objetivo de infligir un daño al tejido social en su conjunto, diezmando las articulaciones que permiten la subsistencia de las poblaciones originarias en los contextos adversos de su sometimiento al Estado en los términos hasta ahora señalados. La suma de desaparición física de una parte sustantiva de la población a la amenaza latente de la persecución, el olvido y negación institucional y el sostenimiento de la matriz racista del nacionalismo moderno, son medios que históricamente ha usado la clase dominante en ejercicio de gobierno o por fuera de él, para respaldar su avanzada sobre el despojo y la apropiación territorial.  
No parece entonces muy esperable que el presente gobierno peronista asuma una política radicalmente distinta a la históricamente entablada por las elites gobernantes en sus distintas facetas partidistas. Estos primeros meses del ‘’nuevo’’ mando ejecutivo así lo demuestran. La conflictividad territorial que ha victimizado a los pueblos indígenas por oponerse con su mera existencia y con la lucha por la salvaguarda de sus tradiciones ante el modelo de explotación y mercantilización de la tierra propio del sistema capitalista, continuará. Pero, ello no quiere decir que no sea posible hacer algo para detener el genocidio como practica constante, aunque invisibilizada, del Estado. Levantar una voz de denuncia, que se suma a otras tantas, para ser millones, es el sentido de este escrito.    
NOTAS:
[1] Una reseña del mismo se encuentra disponible en: https://www.unsam.edu.ar/tss/wp-content/uploads/2020/04/0-INFORME-Efectos-COVID19-PI-LIAS-UNLP-ICA-FFyL-UBA-Informe-FINAL.pdf. Rescatado el 17 de julio de 2020.
Ídem.
3 Al respecto puede verse: Mases, Enrique, Estado y cuestión indígena. El destino final de los indios sometidos en el sur del territorio (1878-1930), Buenos Aires, Prometeo, 2010.  
4 Marcilese, J. «Las políticas del primer peronismo en relación con las comunidades indígenas», Andes, vol.22 no.2 Salta jul./dic. 2011, p. 1.
5 Mathias, C. «¿Peronismo indígena? La construcción de un nuevo sujeto político en el Chaco argentino», en: Estudios del ISHiR, año 3, Núm. 7, 2013, p. 26.
6 Trinchero, H. «Las masacres del olvido. Napalpí y Rincón Bomba en la genealogía del genocidio y el racismo de Estado en la Argentina», en: RUNA XXX, (1), 2009, p 49.
7 Al respecto puede verse: Valko, Marcelo, Los indios invisibles del Malón de la paz. De la apoteosis al confinamiento, secuestro y destierro, Buenos Aires, Ediciones Madres de Plaza de Mayo, 2007.
8 Juzgado Federal de Formosa 1, Federación de Comunidades Indígenas del pueblo Pilagá
c/ pen s/daños y perjuicios, EXPTE. N° 21000173/2006. Texto completo disponible en: https://fislem.org/wp-content/uploads/2019/07/Fallo-Rinco%CC%81n-Bomba.pdf. Rescatado el 17 de julio de 2020. 
9 Ídem.

No hay comentarios: