Pueblos originarios en Argentina
Fuentes: Rebelión
La represión policial de los pueblos originarios no es, desafortunadamente, un hecho exclusivo de la excepcionalidad pandémica.
Recientemente ha sido publicado un estudio científico elaborado por
un grupo plural de investigadores e investigadoras de distintas
pertenencias institucionales y académicas, titulado ‘’Los efectos
socioeconómicos y culturales de la pandemia COVID-19 y del aislamiento
social, preventivo y obligatorio en las comunidades indígenas de la
RMBA, NOA, NEA y Patagonia’’.(1) En este trabajo se
señalan las particulares repercusiones de la pandemia global sobre los
pueblos indígenas del país que a la crisis sanitaria que afecta a
sectores vulnerables de la población por la precariedad del sistema de
salud y la falta de atención médica, se suman afectaciones económicas
particulares relacionadas con condiciones de marginación social, falta
de agua potable, los altos niveles de hacinamiento a que han sido
llevadas varias comunidades y, también, la discriminación social e
institucional aún vigente. A ello se suman cuadros de enfermedades
previas como la tuberculosis, parasitosis, anemia y desnutrición, que
completan un cuadro de problemáticas vinculadas a la alimentación y la
pobreza.
En uno de los apartados del informe se hace referencia expresa a la
criminalización, reseñada como ‘’la exacerbación de experiencias
históricas de racismo, discriminación, violencia verbal, física, a
través de acciones arbitrarias, y/o graves abusos por parte de
funcionarios de diversos organismos públicos, instituciones sanitarias
y/o fuerzas de seguridad en el contexto de aislamiento en virtud del
COVID-19’’.(2)
El pasado mes de mayo en múltiples medios de comunicación se replicó
la noticia de la represión sufrida por familias del pueblo Qom en
Fontana, provincia del Chaco. El accionar policial que ya es objeto de
investigación judicial y que además fue difundido a través de video y
fotografías que circularon en redes sociales, implicó además de
violación de domicilio y golpizas por parte de miembros de la fuerza
pública, la detención ilegal, torturas y abusos sexuales para 4 jóvenes
de esa comunidad. La magnitud de los hechos evidencia que resulta
imposible que solo los 4 agentes de policía implicados hayan podido
ejecutar su accionar represivo sin ningún conocimiento por parte de
otros miembros de ese cuerpo. La reciente renuncia de la cúpula policial
del Chaco, en respaldo de los agentes investigados, confirma la
implicancia institucional.
La represión policial de los pueblos originarios no es,
desafortunadamente, un hecho exclusivo de la excepcionalidad pandémica.
En los hechos de mayo, los policías torturadores rociaron con alcohol a
dos jóvenes mientras les gritaban ‘’indios infectados’’, los golpeaban y
amenazaban con prenderles fuego. Pero, más allá de este caso, que no es
aislado, un repaso informativo de los últimos años evidencia la
sistematicidad de las acciones de violencia institucional y violación a
los derechos humanos a los pueblos originarios, tanto en el norte como
en el sur del país. En particular la región chaqueña argentina
(Provincias del Chaco, Formosa, Santiago de Estero, norte de Santa Fe y
este de Salta) ha sido escenario de acciones que, de forma directa o
indirecta, resaltan la conflictividad en torno a la tierra como una
constante del accionar represivo que ubica a la fuerza pública estatal
como agente de los intereses terratenientes que buscan despojar,
desplazar o arrinconar a los indígenas.
Esta problemática no es coyuntural. Si bien ha afrontado un
reavivamiento a partir de las políticas extractivistas que
caracterizaron a los todos los gobiernos de este siglo XXI, la activa
participación del Estado en torno a lo que es ya ampliamente reconocido
como un genocidio a los pueblos originarios parece constituir una
característica esencial del modelo estatal moderno.
Desde luego, esta política tuvo su inicio en la invasión europea del
siglo XV, y desarrolló, en términos cuantitativos, su mayor capacidad de
exterminio a lo largo de los siguientes tres siglos de colonización.
Pero, como es sabido, en el siglo XIX, las autoproclamadas elites
gobernantes dentro de modelo republicano vinieron a completar lo no
logrado por sus antecesores.
La matriz capitalista que acompañó a los ‘’próceres de la patria’’
hizo que la ansiada integración al mercado mundial de estas tierras,
como proveedoras de materias primas para nutrir las fábricas europeas,
requiriera la ampliación de la frontera agropecuaria o, lo que es lo
mismo, la incorporación productiva de tierras que hasta ese momento
hacían parte de la territorialidad ancestral de distintas comunidades
indígenas. El capítulo más representativo de esa incorporación fue la
llamada ‘’campaña del desierto’’, ideada por las elites bonaerenses y
ejecutada por el ejército argentino, proceso que, además de la
desposesión territorial y la apropiación ilegitima de grandes
extensiones de tierra para dichas elites, terminó con el genocidio de
miles de indígenas.(3)
Resulta necesario recordar que, tomando como un punto de partida la
definición aceptada por la ONU, el genocidio comprende actos criminales,
deliberada y sistemáticamente perpetrados, con intención de destruir,
total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso
como tal. En aquel momento de finales del siglo XIX, como preludio de la
consolidación de la nación argentina, las voces más distinguidas de la
época hicieron eco del llamado sarmientino que condenaba a los indígenas
como parte de una barbarie que chocaba con las aspiraciones de una
nación culturalmente idealizada bajo los parámetros europeos y
económicamente doblegada a los intereses del sistema capitalista. Parte
de ese andamiaje se basó en la concepción de la idea de ‘’desierto’’
como categoría para referir a la territorialidad indígena que la elite
dominante aspiraba poseer. El genocidio pampeano y patagónico de la
‘’campaña del desierto’’ se perpetuó como parte de un plan
sistemáticamente desarrollado para la expansión del territorio explotado
para la economía exportadora. El discurso civilizatorio legitimó la
represión.
En la ya citada conceptualización del genocidio se hace referencia a
la intención de destrucción, en este caso, de los pueblos indígenas, más
allá de que tal destrucción no alcanzara como resultado la desaparición
física de todos sus integrantes. Es importante marcar esta perspectiva,
pues resulta mayormente reveladora de la continuidad del genocidio que
se extendió luego hacia la región chaqueña. Allí, bajo los mismos
parámetros discursivos e intereses económicos, los pueblos indígenas
fueron no solo despojados de su territorialidad, sino además
violentamente insertados en un sistema de explotación de su fuerza de
trabajo, que los convirtió, de nuevo con ayuda del ejército argentino y
de otras agencias del Estado, en un verdadero proletariado rural.
Despojados de sus fuentes de subsistencia, particular y cruelmente
explotados, denigrados con distintos dispositivos de marginación y
discriminación. Los ingenios azucareros de Tucumán y Salta, así como las
empresas algodoneras y de extracción maderera se favorecieron de ese
genocidio continuado.
Pero el ideal de ‘’blanqueamiento’’ de la población no se quedó como
una aspiración de los gobernantes decimonónicos. Si bien sus herederos
posteriores modificaron la retórica, el racismo continuó siendo un
elemento protagónico de la pretensión permanente de homogeneización como
premisa para la identidad nacional. En el mismo sentido, la búsqueda de
una delimitación territorial, como fundamento de la organización de la
nación, más allá de sus manifestaciones retoricas y/o normativas, se
mantuvo como premisa del orden. El ‘’territorio nacional’’ es una
categoría que expresa al mismo tiempo la necesidad de control ejercido
por un sector de la sociedad sobre ciertas porciones del territorio con
el fin de utilizarlas en favor de la satisfacción de sus intereses. Las
manifestaciones contemporáneas de discriminación y racismo son la
formulación cultural de la necesidad de esos mismos sectores de
disciplinar y subordinar a otros sectores de la población con el
objetivo de legitimar la explotación de su fuerza de trabajo en
condiciones de extrema precarización.
La diferencia que puede reconocerse entre el genocidio indígena
adelantado en el siglo XIX y su clara continuidad en épocas más
recientes estriba en el carácter multifacético y, si se quiere,
sofisticado que asume en el presente. Con discursos que se amparan en
conceptos hegemónicos sobre el ‘’desarrollo’’, el ‘’progreso’’, el
‘’crecimiento’’ o la ‘’productividad’’, la conflictividad territorial
que enfrenta a los pueblos indígenas contra los intereses del sistema
capitalista y que hace de los primeros un estorbo que debe ser removido,
ya por cooptación o por eliminación, se mantiene como matriz del
proceso permanente de construcción estatal propio del sistema. En
efecto, se parte acá de la base de entender al Estado como un ejercicio
permanente de control, que debe ser recreado de forma continua (y no
como la simple fundación de ciertas instituciones).
El reconocimiento del carácter continuo y permanente de la
conflictividad territorial y de la generación del accionar represivo del
Estado como política para las relaciones interétnicas, es a su vez
consecuencia del reconocimiento del carácter problemático y permanente
de la construcción de la estatalidad. Este proceso, a su vez, en
atención a los intereses del contexto y de las particularidades
regionales respectivas, se asumió de formas variadas y a través de
disimiles dispositivos. Como resultado de la complejidad de esta
intervención del Estado, las sociedades indígenas resultaron receptoras
de formas de sometimiento y disciplinamiento heterogéneas que
concurrieron sin embargo en la aspiración de la transformación del
indígena como presupuesto de su vinculación al modelo estatal.
Esto puede clarificarse si se retoma un ejemplo del tratamiento
gubernativo dado a los indígenas en pleno siglo XX. Particularmente,
puede hablarse del periodo comprendido entre 1946 y 1955, años del
primer gobierno peronista, una coyuntura particular en la que el modelo
de dominación impuesto en Argentina reconoció varios matices
particulares. La pregunta sería, ¿qué significó este modelo político
para los indígenas?
Un lugar común historiográfico apunta a reconocer una efectiva
democratización del bienestar, que mejoró sustancialmente la calidad de
vida de amplios sectores de la población. Sin embargo, al especificar
sobre las consecuencias de ese modelo de Estado regulador frente al
sector indígena como receptor específico de esta «democratización del
bienestar», se señala que ‘’el interés por mejorar la situación de las
comunidades indígenas resultó tardío y limitado, no alcanzando a
revertir la situación de postergación ese sector’’.(4)
El gobierno peronista se limitó a impulsar un reconocimiento de tipo
jurídico hacía los indígenas, con el objeto de establecer su condición
de ciudadanos, con lo cual, de ninguna manera se avanzó de forma
concreta para resolver problemas claves de las comunidades como la
escolarización o la tenencia de las tierras.
Los debates legislativos dados por aquel entonces mostraban la
relevancia que el tema electoral tenía en relación a la ciudadanización
de los indígenas, en tanto potenciales votantes. Para muchos de los
legisladores de la época, a la concreción de la participación electoral
se reducía la idea de integración a la ´´vida política de la nación´´.
Para el gobierno peronista reconocer a los indígenas como ciudadanos
argentinos implicaba que los aborígenes debían pasar a formar parte de
las masas trabajadoras, sin hacer distinción de sus problemas
particulares. No obstante, no pocos líderes indígenas trataron de hacer
funcionales aquellas promesas retoricas típicas del modelo político
peronista para lograr mayor visibilización y la ayuda oficial. ‘’Ellos
entregaron una petición tras otra a varias autoridades a nivel nacional y
regional, pidiendo tierras, herramientas agrícolas, semillas, víveres y nuevas escuelas para sus hijos’’.(5)
Las relaciones interétnicas que se desarrollaron en el periodo
estuvieron enmarcadas dentro de un escenario de disputas de poder
político, económico y cultural. La interlocución con el Estado no fue la
única vía en que se desarrollaron dichas relaciones. Por el contrario,
una manifestación elocuente de la continuidad de las prácticas estatales
de genocidio se manifestó nuevamente con la llamada masacre de Rincón
Bomba, acaecida en la actual provincia de Formosa en 1947. En ese hecho
fueron asesinados por las fuerzas de seguridad del Estado (Gendarmería)
un número no establecido de indígenas, pero que los datos más
aproximados refieren entre 400 y 500, entre varones, mujeres y niños, en
lo que ha sido claramente señalado por varios autores como un verdadero
genocidio.(6)
Como se viene sosteniendo, existen amplias evidencias para reconocer
la precariedad de la situación socioeconómica de los indígenas,
manifiesta en la carencia de tierras y la falta de protección estatal
frente a su explotación como peones rurales. Pero el peso de la historia
oficial ha servido para ocultar tal aspecto característico de aquella
época.
Ante esto, son las fuentes orales las que han permitido la más
reciente reconstrucción de aspectos críticos que permitan controvertir
los idealizados ‘’años peronistas’’, así como reconstruir la real
magnitud de la mencionada masacre de 1947. Así, han sido testimonios de
sobrevivientes del hecho los que confirman la participación de tropas de
Gendarmería adscritas al Regimiento 18 de las Lomitas que, en un número
no determinado de efectivos, protagonizó la matanza indiscriminada de
indígenas Pilagá que se encontraban reunidos en el paraje de la Bomba en
ejercicio de una congregación de tipo religioso.
El carácter premeditado de esa masacre se vislumbra en los informes
previos que, a través del conducto de la Dirección General de la
Gendarmería, fueron conocidos por el Ministerio del Interior, así como
por la Dirección de Protección al Aborigen, dependiente de este
Ministerio a través de la Secretaría de Trabajo y Previsión. Tal
Dirección envió en los días previos al 10 de octubre a un funcionario
con el objetivo de dispersar la congregación de indígenas. Lo propio
hizo la Gendarmería acercándose para entregar alimentos, que todos los
indígenas declaran que se encontraban en mal estado y fueron causa de
enfermedad para quienes los consumieron.
Los informes elaborados en ese momento aducían a una actitud
desafiante y amenazadora por parte de los indígenas, pero, aunque esa
dudosa situación llegase a ser cierta, no lo era el hecho de no
encontrarse ningún tipo de armas en la congregación. Por ello, el cerco
tendido por los gendarmes en la tarde del 10 de octubre, y el inicio
indiscriminado de disparos que causaron las muertes y heridas para una
población indefensa, difícilmente pueden ser catalogados de forma
distinta a una acción premeditada con intención de asesinar a esa
población. Además, la matanza inicial se continuó con persecuciones a
los sobrevivientes que incluyeron posteriores fusilamientos a más de 30
kilómetros de la Bomba, torturas, violación de mujeres y quema de
cuerpos por parte de la gendarmería, así como ocultamiento de pruebas y
tala de árboles que guardaban en sus troncos las señales de los miles de
disparos lanzados contra los indígenas.
Por su parte, la prensa nacional hacía uso de los sentidos racistas
fuertemente instalados en la opinión pública para inculpar de los hechos
de violencia a las victimas indígenas, utilizando calificativos como
sublevación de indios, rebelión, levantamiento armado, atentado,
desmanes, saqueos o, el aun usado argumento de la ocurrencia de un
‘’malón’’. 4 días más tarde, una conferencia de prensa ofrecida por el
Gobernador del Territorio Nacional de Formosa en compañía del Ministerio
del Interior, desmentía la gravedad de los hechos y condenaba al olvido
aquel genocidio.
Parece evidente concluir que, tras la envergadura de los hechos y el
conocimiento manifiesto de tantas agencias del Estado, pueda ser
siquiera posible pensar este hecho como aislado o desconocido por las
máximas instancia de decisión del poder ejecutivo, es decir, del propio
Juan Perón. Esta evidente conclusión se respaldaría con el repaso de
otra muestra del accionar de ese gobierno frente a los indígenas,
patente en la represión sufrida por los integrantes del llamado ‘’malón
de la paz’’ que caminaron en 1946 desde sus lugares de origen en
distintos pueblos del interior con la esperanza de ser recibidos por el
Presidente, pero solo encontraron como respuesta su violenta expulsión
de la ciudad, y la amenaza para que concluyeran sus reclamaciones. Otro
hecho que, la propaganda de la época rápidamente se encargó de ocultar.(7)
Pero, gracias al accionar de la Federación de Comunidades Indígenas
del Pueblo Pilagá, en julio de 2019, hace exactamente un año, y a más de
72 años de la perpetración de la masacre de la Bomba, el Estado
argentino, a través de su poder judicial, hizo expreso y formal
reconocimiento del carácter de genocidio para la masacre de Rincón
Bomba, y de la responsabilidad estatal en la comisión de dichos
crímenes. Más allá de las reparaciones patrimoniales, que por cierto han
sido estimadas como insuficientes por parte de la Federación, y de
reparaciones no patrimoniales como la orden de levantar un monumento en
el lugar de los hechos para reparar la memoria histórica o de instituir
la fecha del 10 de octubre como efeméride nacional de la ‘’masacre de La
Bomba’’, resultan muy relevantes las apreciaciones dadas en el texto de
la sentencia para clarificar la concepción del genocidio continuado y
de la conflictividad territorial como eje de las relaciones interétnicas
o de las políticas estatales frente a los pueblos indígenas. Al
respecto se señala que,
Desechado entonces que el daño directo a reparar sean las muertes,
violaciones, dolores, y padecimientos sufridos por cada una de las
victimas individuales, hemos de concluir que lo que debe repararse es el
daño que la etnia Pilagá sufrió como grupo social como consecuencia de
esas muertes, violaciones dólares y padecimientos que, sufridos en la
carne y el espíritu de las víctimas se propagó al tejido social en
conjunto. Este padecimiento comunitario no anida en abstracto sino en
los integrantes de la comunidad, y emerge con claridad en las
expresiones y dichos declaraciones de los integrantes de la etnia que
declararon… (8)
En otras palabras, las victimas siguen siendo los indígenas del
presente. Además, si bien este hecho no estuvo directamente relacionado
con una disputa por la tenencia de la tierra, si resulta claro que el
genocidio estatal pretendió generar una clara afectación sobre elementos
concretos que articulan la organización social de esa comunidad y que
constituyen fundamento de su existencia. Se señala en la sentencia del
Juzgado Federal de Formosa que conoció de la demanda instaurada por los
indígenas que ‘’ese daño a la comunidad se produjo sobre los cuerpos de
las victimas individuales que fueron intoxicadas, baleadas, obligadas a
refugiarse en el monte, perseguidas, torturadas y violadas, y de
diferente modos llevadas a la muerte y al dolor, y los sobrevivientes
“reducidos” y sometidas a trabajos forzados y a la negación de su
identidad’’. Así, la pretensión de destrucción del pueblo Pilagá se ve
reflejada no solo en la matanza, sino además en hechos posteriores que
significaron persecuciones y encierro en ‘’Colonias’’ para no pocos
sobrevivientes.
Los actos barbáricos realizados por el Estado, cuyo punto culminante
fue el ingreso a las reducciones de los indígenas sometidos a los
maltratos y reducidos a esclavitud o servidumbre forzada, además de las
violaciones concretas de los derechos individuales a esos ciudadanos a
los cuales se les negó tal carácter, también tuvo como efecto haber
interrumpido los procesos de organización social de las comunidades.(9)
Los procesos de organización social, los tejidos comunitarios de
interacción y la territorialidad son dimensiones de la existencia misma
de una colectividad no basada en los parámetros individualistas de las
sociedades capitalistas modernas. Por ello, el genocidio organizado
durante el gobierno peronista no puede ser visto por fuera del avance
sistemático sobre los pueblos indígenas y como la cara que hasta el
presente ha mostrado el modelo estatal para su ‘’incorporación’’. La
masacre de la Bomba no parece directamente motivada por una disputa
territorial, pero la forma en que fue perpetrada si permite reconocer su
objetivo de infligir un daño al tejido social en su conjunto, diezmando
las articulaciones que permiten la subsistencia de las poblaciones
originarias en los contextos adversos de su sometimiento al Estado en
los términos hasta ahora señalados. La suma de desaparición física de
una parte sustantiva de la población a la amenaza latente de la
persecución, el olvido y negación institucional y el sostenimiento de la
matriz racista del nacionalismo moderno, son medios que históricamente
ha usado la clase dominante en ejercicio de gobierno o por fuera de él,
para respaldar su avanzada sobre el despojo y la apropiación
territorial.
No parece entonces muy esperable que el presente gobierno peronista
asuma una política radicalmente distinta a la históricamente entablada
por las elites gobernantes en sus distintas facetas partidistas. Estos
primeros meses del ‘’nuevo’’ mando ejecutivo así lo demuestran. La
conflictividad territorial que ha victimizado a los pueblos indígenas
por oponerse con su mera existencia y con la lucha por la salvaguarda de
sus tradiciones ante el modelo de explotación y mercantilización de la
tierra propio del sistema capitalista, continuará. Pero, ello no quiere
decir que no sea posible hacer algo para detener el genocidio como
practica constante, aunque invisibilizada, del Estado. Levantar una voz
de denuncia, que se suma a otras tantas, para ser millones, es el
sentido de este escrito.
NOTAS:
[1] Una reseña del mismo se encuentra disponible en: https://www.unsam.edu.ar/tss/wp-content/uploads/2020/04/0-INFORME-Efectos-COVID19-PI-LIAS-UNLP-ICA-FFyL-UBA-Informe-FINAL.pdf. Rescatado el 17 de julio de 2020.
2 Ídem.
3 Al respecto puede verse: Mases, Enrique, Estado y cuestión indígena. El destino final de los indios sometidos en el sur del territorio (1878-1930), Buenos Aires, Prometeo, 2010.
4 Marcilese, J. «Las políticas del primer peronismo en relación con las comunidades indígenas», Andes, vol.22 no.2 Salta jul./dic. 2011, p. 1.
5 Mathias, C. «¿Peronismo indígena? La construcción de un
nuevo sujeto político en el Chaco argentino», en: Estudios del ISHiR,
año 3, Núm. 7, 2013, p. 26.
6 Trinchero, H. «Las masacres del olvido. Napalpí y Rincón
Bomba en la genealogía del genocidio y el racismo de Estado en la
Argentina», en: RUNA XXX, (1), 2009, p 49.
7 Al respecto puede verse: Valko, Marcelo, Los indios invisibles del Malón de la paz. De la apoteosis al confinamiento, secuestro y destierro, Buenos Aires, Ediciones Madres de Plaza de Mayo, 2007.
8 Juzgado Federal de Formosa 1, Federación de Comunidades Indígenas del pueblo Pilagá
c/ pen s/daños y perjuicios, EXPTE. N° 21000173/2006. Texto completo disponible en: https://fislem.org/wp-content/uploads/2019/07/Fallo-Rinco%CC%81n-Bomba.pdf. Rescatado el 17 de julio de 2020.
9 Ídem.
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