“Yo no estoy loco”
Cuando se habla de Salud Mental se piensa inmediatamente en algo que nos asusta, nos incomoda profundamente: “Yo no estoy loco”
es la respuesta casi obligada ligada al tema. La posibilidad de estar
“loco”, de no ser normal, nos atemoriza. Esa “enfermedad” -siempre
imprecisamente definida- aterra más que un padecimiento físico. ¿Por
qué? Porque la ilusión que nos hace vivir es que somos enteramente
dueños de nosotros mismos, que decidimos nuestras vidas, que somos
completamente racionales. Sin decirlo en voz alta, pero sabiendo que
“así debe ser”, nos sentimos seguros, “sanos” e integrados si nos
reconocemos como uno más del grupo, haciendo las cosas “normales” que
todos hacen.
Salirse del rebaño se paga caro: a quien lo
hace, se le estigmatiza, se le aparta, se le señala. Para decirlo
claramente: “locura” no es un término científico, ni médico ni
psicológico. Pero es lo más usual para referirnos al campo de la Salud
Mental: sería algo así como la negación de la salud. Lo curioso es que
se utiliza continuamente esa palabra -de hecho, el hospital para
supuestamente atender “enfermos mentales” es llamado loquero-
sin definirla nunca con precisión. Es, en todo caso, una referencia más
de corte social, ético o cultural que psicopatológico. Proviene del
latín locus: “lugar”; algo así como “el que ocupa un lugar «incorrecto»”, el lugar de lo que se sale de la norma. ¿Y quién ocupa ese incómodo lugar? Aquel que se salió del rebaño.
Ahí
comienza el problema: ¿qué significa “salirse del rebaño”? ¿Quién
califica esa salida? Se ve rápidamente que no estamos ante un problema
biomédico sino ante una cuestión eminentemente político-social. El loco
(psicótico esquizofrénico, por ejemplo) que anda delirando por la
calle, o come sus propias heces, definitivamente se “salió” de las
normas, está en bastante precariedad para sumarse al colectivo, producir
y reproducir el todo social. Pero ¿y la angustia cotidiana? ¿El miedo?
(en Guatemala no sabemos si volvemos al hogar a la noche cuando salimos
de casa cada mañana; se vive con miedo). ¿La homosexualidad? (¿qué
hacemos si nuestra hija o hijo nos dice que es lesbiana u homosexual?)
¿El consumo de estupefacientes? ¿El repugnante racismo monumental que
campea? (se mata a un supuesto “brujo” por practicar tradiciones mayas;
se utiliza la palabra “indio”, ¡y no “canche”! (rubio), como sinónimo de
bruto -¡¡sic!!-). El medieval machismo patriarcal en que vivimos parece
“sano”, normal, aceptado; “locas” son aquellas (y también algunos
‘aquellos’) que osan criticarlo. Es sano y normal proteger la “sagrada”
familia, pero los moteles están siempre completos. ¡Qué locura todo
esto!
Una vez más: ¿quién define la “locura”, quién la
certifica? No queda claro si son “enfermedades mentales” entonces, la
angustia, el miedo, la homosexualidad y/o la homofobia, el racismo, el
machismo. ¿Cuándo son “normales” (cuestión complicada, por cierto) y
cuándo no? Es evidente que los manuales de Psiquiatría no tienen la
respuesta…, aunque, de hecho, en nuestra sociedad moderna, sí la dan. Y
las empresas farmacéuticas se llenas los bolsillos gracias a eso (los
psicofármacos son uno de los rubros más consumidos mundialmente). Con
todo esto, por supuesto, así están las cosas: la locura es un estigma
que se resuelve con manicomio, o con pastillas. Si surgió el
Psicoanálisis con Sigmund Freud a principios del siglo XX, es justamente
por el fracaso de este discurso biomédico para entender el sufrimiento
humano.
En otros términos: el tema de la locura es
claramente una cuestión social, no un padecimiento de la salud. Ahora
bien: como quien rige la ideología en el campo sanitario es la visión
médico-biológica, el que se sale de la norma, el que ocupa ese incómodo y
molesto “lugar” de la oveja negra, es anatematizado. Entonces, ahí está
la figura del médico psiquiatra como su Torquemada condenándolo a la
hoguera.
Suele tomarse la Salud Mental como el complemento
de la salud física, dando a entender que el estado de “equilibrio”
deseable debería implicar un adecuado ajuste al medio circundante, a la
realidad social. De ese modo, la angustia, las preocupaciones del diario
vivir, lo que con un término que hace años se hizo moda como el de
“estrés”, aparecen como cuerpos extraños. ¿Lo son? ¿Se pueden prevenir?
O, en todo caso, la cuestión es cómo abordarlos: ¿libros de autoayuda,
religiones, psicofármacos, electroshock, psicoterapia, un poco de guaro?
“En Guatemala solo borracho se puede vivir”, decía el Premio Nobel de Literatura Miguel Ángel Asturias.
En
ese sentido el trabajo de los “especialistas” de Salud Mental (médicos
psiquiatras y psicólogos) sería mantener el sano equilibrio, la adecuada
adaptación, consistente en funcionar apropiadamente. Dato curioso:
Sigmund Freud, fundador del Psicoanálisis –“padre de la Psicología
moderna”, como se le suele decir-, en su vasta y compleja producción
teórica, nunca dio una definición de “normalidad”. Ya en su avanzada
senectud, poco antes de morir, se le pidió que la precisara: “capacidad de amar y trabajar satisfactoriamente” fueron sus escuetas (pero muy profundas) palabras.
De
eso se trata: ser uno más de la serie sin salirse del rebaño,
encontrando cuotas de bienestar en lo que se hace, amando (a quien se
pueda y como se pueda) y ganándose productivamente la vida (la
transgresión se castiga. Eso abre la pregunta: los corruptos, de los que
aquí abundan en cantidad, en muchos casos ejerciendo cargos públicos,
¿son enfermos mentales?).
¿Salud o enfermedad mental?
Entonces,
¿qué significa la “enfermedad mental”? Noción difícil, sin dudas. ¿Se
emparenta con locura? Pareciera que sí. Es decir: con aquello que nos
saca de “lo aceptado” (la homosexualidad se consideraba psicopatológica
hasta 1990 según la Organización Mundial de la Salud -OMS-, mientras que
en Guatemala la violación sexual era perdonada si la víctima mujer
aceptaba casarse con su violador, hasta el año 2005 en que se modificó
la ley). No hay en todo esto explicación biológica sino marco
político-social que lo explique. Como se ve, la idea de “rareza” es algo
muy volátil, cambiante, ligado a procesos histórico-sociales y no a
degeneraciones celulares o a fallas en los neurotransmisores. El
Psicoanálisis, por ejemplo, se le consideró -y se le sigue considerando-
una “rareza” para explicar el sufrimiento humano, ponderándose en un
grado superlativo lo que ahora se llaman Neurociencias. ¿Lo es? ¿Con qué
criterio juzgarlo así?
También hablamos de “trastorno
psíquico” en relación a aquello que no podemos dominar en el ámbito de
lo que es llamado, algo imprecisamente, “mental”. Dicho de otro modo:
ansiedad, inhibiciones, rasgos “raros” de nuestra personalidad, tics,
“mañas” varias, ciertos rituales que podemos tener todos, los celos, las
dudas que nos carcomen, miedos... Ahora bien, ¿cuándo eso pasa a ser
“enfermedad”? Menudo problema: según la visión biomédica de la
Psiquiatría tradicional, siempre. Obviamente, la vara con que se
pretende medir esa normalidad no concuerda con lo pensado por Freud. De
ahí que asuste tanto el campo de la Salud Mental, porque se une
inmediatamente a la idea de “discapacidad”, de pérdida de la razón. Y de
ahí a hospital psiquiátrico o chaleco de fuerza, un paso. ¿Cómo se
desautoriza a una persona? Pues… tratándola de loca.
Pero
sucede algo “raro” en esto (como vemos, “rarezas” hay en todos lados).
En 1952, cuando apareció la primera de edición del Manual de Psiquiatría
en Estados Unidos (el que habitualmente se utiliza en Guatemala,
conocido por sus siglas en inglés: DSM, prácticamente “libro sagrado” de
quienes se dedican al campo de la Salud Mental), había 106 “trastornos
mentales”. Para el 2013, cuando aparece la quinta edición, había 216.
¿Creció el número de “enfermedades psiquiátricas” (es decir: ¿estamos
cada vez más locos?) o creció la avidez de las empresas farmacológicas
por vender sus productos? También podría preguntarse de otra manera:
¿quién maneja ese confuso campo de la salud/enfermedad mental? parece
que unos cuantos oligopolios farmacéuticos.
Ejemplos de
esta labilidad de la normalidad sobran: en nuestro mundo occidental
encerramos en un manicomio a quien alucina, pero se acepta normalmente
que una mujer virgen pudo concebir un hijo hace 2,000 años atrás. El
tatuaje, hace un tiempo, era monopolio de población considerada marginal
(hampones, trabajadoras sexuales); hoy es una moda generalizada.
Hablamos de la no violencia, pero persisten las corridas de toros, las
riñas de gallo, las peleas de box…, todo con mucha sangre, y nadie se
considera un enfermo sádico por eso. ¿Y la homosexualidad? Se la
fustiga, pero las calles están repletas de mujeres transgénero
ofreciendo sus servicios para “machos heterosexuales”. ¿Entonces?... Ahí
está la cuestión: la valoración de nuestros comportamientos es siempre
relativa. Y siempre la ilusión de base es que somos cada uno de
nosotros, en primera persona, quienes conscientemente decidimos qué
hacer. Aunque la realidad, siempre tozuda, por cierto, nos muestra que
esas conductas son relativas, que no hay una “normalidad” instintiva,
fuera de la historia y la cultura. Si así lo fuera, ¿por qué se pasa
hambre, o hay obesidad, o anorexia, siendo que sobra comida en el mundo
para alimentar a toda la población planetaria? Y ni hablar de la
sexualidad, talón de Aquiles por excelencia de la humanidad. Hoy, la
homosexualidad dejó de ser “enfermedad” psíquica; en la Grecia clásica
era un privilegio de los aristócratas varones. Definitivamente: son
entramados histórico-sociales lo que deciden nuestra vida “psicológica”.
Dicho
esto, entonces ¿no hay enfermedad mental? Es siempre relativa; la
visión eminentemente médico-curativa no alcanza para abarcarla (y es la
que prima, no solo en los planes de salud del Ministerio, sino en la
población). La cuestión estriba en cómo nos adaptamos al medio, cómo
somos parte del colectivo. La enorme mayoría, aún con resignación, lo
hace, aun soportando y pudiendo manejar satisfactoriamente niveles de
angustia, algún que otro síntoma, inhibiciones varias. Eso es estar sano
(“neuróticos”, diríamos en términos estructurales -99% de la
población-, que no psicópatas ni psicóticos. He ahí las tres categorías
que podemos ser los humanos, y no las 216 que propone el Manual de
Psiquiatría). La clásica definición de salud de la OMS nos la plantea
como “estado de bienestar físico, psíquico y social y no solo la ausencia de enfermedad”. Es decir, una combinación de factores, complejos, muy complicados en Guatemala.
Vivimos
en un clima que no favorece la salud, en ninguno de sus componentes.
Los satisfactores básicos están por el suelo, siempre fallados: hay
hambre, falta acceso a agua potable, a vivienda confortable, a ingresos
dignos, los sistemas públicos son deficientes en todos los campos.
También convivimos con invalidantes prejuicios, a partir de groseras
manipulaciones sociales con grados de escolarización muy bajos
(recordemos una vez más que se quemó a un ser humano por considerarlo
“brujo” en pleno siglo XXI, y fueron religiosos los que promovieron ese
linchamiento). Hay un clima de violencia generalizado, herencia
histórica de siglos de racismo y miseria, fortalecida por una guerra
interna que la potenció a niveles supremos. La impunidad reina soberana;
el ícono por antonomasia de la guerra civil, un militar condenado a 80
años de prisión inconmutable, pasó solo una noche en la cárcel, y luego,
merced a maniobras palaciegas, quedó libre. El mensaje que cunde es “haga lo que quiera: si tiene poder, no pasará nada”.
Por eso la impunidad sigue intocable (se encarcela a “pobres de a pie”
por no usar mascarillas, mientras se deja pasar una fiesta hecha en
horas de toque de queda de “gente bien”. Se vive en el medio de un
patriarcado violento, un racismo denigrante, una miseria ética que
premia la corrupción y la impunidad. A todo lo cual se suma un sistema
nacional de salud muy frágil, absolutamente colapsado en este momento
ante la actual pandemia, con un sector público y un seguro social
tremendamente deteriorados, y un sector privado casi inaccesible para la
gran mayoría.
Todo lo anterior no favorece -al contrario:
excluye totalmente- un ambiente de “buena salud”, de equilibrio, de
“bienestar”, como reclama la OMS. Más aún: promueve enfermedad. ¿Estamos
todos locos entonces? ¿Nos enloquecemos por todo lo anterior? No, pero
se vive mal, muy mal. Las condiciones generales de vida son altamente
dañinas. La actual situación que trajo la pandemia de COVID-19 viene a
potenciar todo ello.
Pandemia y Salud Mental
Los
momentos especiales, las situaciones límites (desastres naturales,
crisis sociales, las guerras, una pandemia como la actual) plantean
circunstancias críticas. Ante ellas se producen modificaciones
subjetivas que sacan de la normalidad, obligando a forzosos, y a veces
penosos, reacomodos. La pandemia, definitivamente, trajo una serie
enorme de transformaciones en nuestras vidas cotidianas. Ante todo, en
las condiciones materiales, porque infinidad de población está sufriendo
terribles penurias, sin ingresos, o con ingresos recortados. El hambre
arrecia por todo el país, y si, coherente con la clásica definición de
salud de la OMS, no se aseguran los satisfactores mínimos, el estado
general sanitario se ve alterado. El hambre, la incertidumbre en el
futuro, el miedo con que estamos viviendo son una pésima noticia.
Sin
dudas, la actual pandemia es un evento de tremenda importancia
-nacional y global-, no solo en el campo de la salud sino, a mediano y
largo plazo, fundamentalmente en lo socio-político, económico y
cultural. ¿Cómo nos afecta? ¿Qué mundo sobrevendrá en la post pandemia?
Claramente, golpea nuestra calidad de vida. ¿Nos está “enloqueciendo”?
Es difícil, cuando no imposible, determinar con exactitud la cantidad de
nuevos “enfermos mentales” que todo esto ha creado, pero sí está dando
lugar a una serie de trastornos y a una nueva modalidad de vida que,
todo indica, se perpetuará: la desconfianza con el otro. La ansiedad se
puede haber disparado, pero sin aseverar que se haya registrado un
crecimiento exponencial de suicidios, depresiones, crisis alcohólicas
(pues no se dispone de datos ciertos; de violencia intrafamiliar sí hay
indicadores de aumento), la mínima constatación empírica muestra que
todo esto acompaña la sensación de impotencia, temor e incertidumbre que
reina por doquier. Un abordaje serio de todo lo referido a la pandemia,
además de criterios biomédicos epidemiológicos (absolutamente
imprescindibles) debería contemplar estos aspectos de la subjetividad,
del ámbito psicológico. Y, lamentablemente, todo ello brilla por su
ausencia.
¿Qué hacer entonces en este problemático campo
de la Salud Mental? De lo que se trata, con pandemia o en cualquier
momento, es de evitar que el abordaje del malestar psíquico se
estigmatice, excluya. La cuestión es: ¿cómo abordarlo? La
psiquiatrización (manicomio incluido) no es la mejor salida. Tampoco el
consumo abusivo de psicofármacos -tal como efectivamente se da en la
práctica- es el camino idóneo para afrontar el malestar. Además, esto
último no está recomendado en los protocolos de afrontamiento de los
desastres. Una respuesta a través de una política pública de Salud
Mental a nivel nacional -en tiempos de pandemia o en cualquier momento-
debe impulsar la palabra, combatir la estigmatización y el silencio.
Hoy
día vivimos una pandemia que nos tiene confinados. Se la ha
sobredimensionado de un modo llamativo: una enfermedad que, siendo de
temer, pero no especialmente mortífera (con una tasa de letalidad del
4%), paralizó virtualmente el mundo, y por supuesto también Guatemala.
La crisis pone en evidencia la estructura real del país, haciendo
descarnadamente patente la infraestructura sanitaria y la inversión real
que se da en ese campo -no solo en este gobierno, por supuesto, sino en
todas las administraciones pasadas-, con un atraso de largos años en la
atención, sin ninguna política que priorice lo preventivo, como es lo
recomendado desde hace largo tiempo. Ahora el miedo manda. La Salud
Mental, en este caso, no puede ser “dar buenos consejos para paliar la
angustia de la situación”: “sepa manejar su estrés”, “no vea noticias sensacionalistas”, “practique yoga”, “construya ambientes familiares de armonía”. Eso no es sino una peligrosa caricatura de nuestras posibilidades como trabajadores de este campo.
Salud
Mental es devolver la palabra a la gente, justamente ahora en que es
obligatorio andar con tapa-bocas. Para hablar de la actual pandemia se
debería hablar no solo de la crisis sanitaria, sino de la crisis social
que hay en juego, tanto a nivel global como nacional. No es lo mismo el
coronavirus según el bolsillo, el lugar de residencia, el color de piel.
En los centros hospitalarios privados -con altísimos costos monetarios-
la atención de emergencia es buena; en el ámbito público, mejor ni
hablar.
Guatemala continúa siendo una sociedad
tremendamente problemática, atravesada por un sinnúmero de dramas,
similares o peores que el COVID-19. Pobreza, violencia, patriarcado,
racismo, corrupción, impunidad, manipulación de las grandes mayorías
(por medios de comunicación, iglesias, clientelismo político) continúan
siendo la constante cotidiana. No se está “enfermo mental” por vivir en
esas condiciones, pero esas condiciones no son sanas. La epidemia viene a
complicar las cosas.
No hay recetas específicas para
paliar la crisis en términos de intervención en Salud Mental. Se debería
promover la información veraz, rápida, no interesada. Justamente todo
eso es lo que menos se da. Nadie se “enloqueció” clínicamente hablando
por el encierro (en todo caso, eso puede haber sido un disparador de
procesos ya en curso), pero sí se intensificaron situaciones
absolutamente insanas: la pobreza, la falta de proyecto, el hambre lisa y
llanamente, la violencia hogareña, la desesperanza. Ningún psicólogo ni
psiquiatra puede (¡ni debe!) pretender curar eso, porque esos no son
problemas “mentales”: son problemas sociales. Y eso no se arregla ni con
medicamentos ni con buenos consejos. Se arregla políticamente.
La
Salud Mental, en cualquier momento, con o sin catástrofes es, en
definitiva, el propiciar los espacios de diálogo, de palabra y de
simbolización para que el malestar no nos inunde, no nos inmovilice ni
tampoco para que sea motivo de estigmatización de nadie. En ese sentido
“espacios de palabra” significa lugares donde se pueda hablar
libremente. Eso pueden ser grupos, dispositivos que faciliten abordajes
individuales sin estigmatizar, trabajo con parejas, charlas, espacios
comunitarios, talleres sobre temas que nos aquejan: sexualidad,
violencia, drogas, alcoholismo, incertidumbres. Hay que hablar de
nuestros prejuicios, nuestros temores, no silenciar lo que se hace a
escondidas, acostumbrarse a poner palabra allí donde había silencio,
despejar mitos, no temerles a las diferencias. La Salud Mental no está
encerrada en un consultorio, y mucho menos en el manicomio: está en la
palabra que permite conocerse a sí mismo. Eso, en definitiva, se puede
dar en cualquier lado, en las calles, en las plazas públicas, en la
comunidad toda.
Si hablamos de “prevención” en este
difuso, complejo y resbaladizo campo de lo psicológico, de lo “mental”,
no podemos utilizar los mismos criterios que en Medicina. En lo Psi no
se puede prevenir que aparezca la ansiedad, un ritual obsesivo, un
delirio paranoico, una persona tóxico-dependiente, un suicidio: pero sí
se puede prevenir que todo ello quede encapsulado en la aberrante noción
de “locura”, se la estigmatice y, llegado el caso, se la mande al loquero.
Hoy por hoy, el 90% del presupuesto del Departamento de Salud Mental
del Ministerio de Salud está destinado al Hospital Psiquiátrico. ¿Qué
tal si, mejor, empezamos a hablar de los problemas en la comunidad? Esa
es la única prevención posible.
Marcelo Colussi
Analista político e investigador social, autor del libro Ensayos
https://www.alainet.org/es/articulo/207860
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