Carolina Vazquez Araya
Vivimos en medio de pandemias, normalizadas por la fuerza de la costumbre.
El hambre que azota a naciones enteras alrededor del mundo, no es
normal. La miseria en la cual se consume la vida de millones de seres
humanos ha sido producto de sistemas económicos depredadores basados en
la acumulación de riqueza, la cual se ha obtenido por la fuerza de las
armas y la intimidación, la corrupción de líderes locales y la
eliminación de cuadros políticos con arraigo popular y tendencia
democrática. La consecuente captura de espacios de poder –entre los
cuales se insertan las organizaciones políticas, los medios de
comunicación, las grandes corporaciones y las instituciones religiosas-
ha predispuesto a los sectores populares a aceptar como normal un estado
de cosas capaz de privarlos de una buena cantidad de derechos
garantizados mediante convenios y convenciones ratificados por la
mayoría de Estados.
Como consecuencia, cuando las contradicciones entre el discurso y la
práctica se agudizan al punto de poner en evidencia las fisuras del
sistema, resulta inevitable la acumulación de rabia y frustración entre
los sectores afectados y es cuando se abandonan los diálogos y se
invaden las calles. Durante los años recientes se ha visto a las
multitudes expresar su protesta en manifestaciones masivas cada vez más
nutridas, a todo lo largo y ancho del planeta. Sin embargo, y a pesar de
la pertinencia de sus demandas y la urgencia de medidas de corrección,
los sólidos e inamovibles centros de poder se mantienen incólumes
gracias a sistemas concebidos, diseñados e impuestos para blindarse
contra cualquier amenaza de cambio.
Una de las facetas más perversas de esta ideología del estatus quo ha
sido la estrategia de dividir mediante conceptos insertos en el
inconsciente colectivo, modulando la percepción de lo “nuestro” como
diferente a partir de estructuras culturales definidas por los centros
de poder económico y político. Es decir, se nos ha educado para
considerar como positivas las actitudes de sumisión por clase, por etnia
y por género. También se ha impreso de manera indeleble la visión de un
orgullo nacional prefabricado el cual, entre sus máximas expresiones
públicas, se traduce en desfiles de arrogante potencia militar,
aplaudidos y admirados por la misma ciudadanía a la cual, llegado el
momento, reprimirán con extrema violencia.
Por eso no es de extrañar la visión lejana y ajena de nuestros
pueblos sobre las masivas protestas contra el racismo que se desarrollan
actualmente en Estados Unidos. Es como seguir una serie televisiva que
no nos toca fibra alguna. Sin embargo, nuestros países del cono sur se
encuentran sumidos desde los inicios de su historia en los genocidios de
pueblos originarios, desde el extremo sur -con la extinción de etnias
completas por los colonos europeos y criollos chilenos y argentinos para
dominar esas tierras- hasta los cometidos contra indígenas en México y
Centroamérica, prácticas usuales de predominio económico en todo el
continente, avaladas por las más altas autoridades religiosas y sus
mejores promotores: las familias poderosas.
La rabia de los otros es también –o debería ser- nuestra rabia. Las
políticas de violencia racista en el país del norte no son más que un
espejo de las nuestras, asumidas por la fuerza del miedo como parte
inevitable de nuestro devenir; pero, más lamentable aún, aceptadas como
parte integral de los procesos de desarrollo de nuestros países: el
“blanqueamiento” propiciado por las clases dominantes como valor
fundamental en la búsqueda de un progreso basado en el exterminio.
Los estallidos contra las prácticas racistas son también nuestra rabia.
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