El presidente de Estados
Unidos, Donald Trump, anunció ayer la renovación por un año de la
declaración de emergencia nacional que emitió en marzo de 2015 su
antecesor en el cargo, Barack Obama, por la situación política de
Venezuela. Si esa orden ejecutiva resultaba notoriamente improcedente y
hasta grotesca, la prórroga decretada por Trump es llanamente delirante.
La situación en Venezuela continúa representando una inusual y extraordinaria amenaza para la seguridad nacional y la política exterior de Estados Unidos, manifestó el republicano.
Semejante argumentación, a todas luces insustancial y falaz,
representa un salto cualitativo en la manera en que la potencia elabora
sus coartadas para emprender agresiones neocoloniales en contra de
gobiernos que no acatan las directrices de Washington. Hace poco más de
tres lustros, con el propósito de justificar una agresión bélica en
contra de Irak, la presidencia de George W. Bush urdió una fantasiosa
historia sobre la supuesta po-sesión de armas de destrucción masiva por
parte del derrocado régimen de Saddam Hussein que representarían una
amenaza inminenteal territorio de Estados Unidos, y no dudó en presentar ante el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas una colección de montajes fotográficos como
pruebasde tal aserto. En esta ocasión, en cambio, Trump se contenta con afirmar, sin la menor base, que Venezuela es un peligro para la seguridad nacional del país más poderoso del mundo.
La afirmación es insostenible por donde se le vea: no sólo por la
monumental asimetría militar, tecnológica, económica, política y hasta
territorial entre ambas naciones, sino porque no existe un solo caso de
agresiones venezolanas en contra de intereses, personas, instituciones o
territorios estadunidenses ni un dato que permita catalogar al gobierno
de Nicolás Maduro como
amenaza. La realidad es más bien la opuesta: desde las administraciones de Obama, la Casa Blanca y el Departamento de Estado han conspirado para alterar en múltiples formas la estabilidad política, económica y financiera del país sudamericano y no han dudado en intervenir de manera activa en respaldo de los opositores a Hugo Chávez, primero, y a Maduro, después. Tales injerencias tuvieron una reciente culminación con la serie de reconocimientos internacionales que Washington promovió entre sus aliados para legitimar al autoproclamado
presidente provisionalJuan Guaidó, aislar al Palacio de Miraflores y empujar a Venezuela a una guerra fratricida que, por suerte –y, en buena medida, gracias a las gestiones diplomáticas de México y Uruguay–, no se ha concretado hasta ahora.
La verdad es que el interés del trumpismo en provocar un conflicto
bélico en Caracas no tiene razón defensiva alguna; obedece, en cambio, a
intereses geoestratégicos –controlar los enormes yacimientos de
hidrocarburos y otras riquezas de ese territorio, así como suprimir la
influencia rusa en Sudamérica–, económicos –abrir nuevos mercados a las
exportaciones del llamado complejo industrial-militar estadunidense– y
políticos: de cara al proceso comicial que tendrá lugar el año entrante
en Estados Unidos, y habida cuenta del intenso desgaste de su figura, el
millonario neoyorquino necesita exacerbar el patrioterismo de su base
electoral con espantajos como la
amenaza de Venezuela. Pero con tales maquinaciones queda clara la mentira: no hay un problema de seguridad nacional, sino de estabilidad institucional de la superpotencia, que debilita Trump, quien para lograr sus fines no vacila en degradar y banalizar su propio cargo.
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