Sergio González Gálvez*
La Jornada
Aparte de las múltiples
hipótesis que se han analizado para evaluar el alcance del conflicto
venezolano, valdría la pena considerar también el posible impacto
estratégico-militar de esa situación, que sorprendentemente se puede
enmarcar en el enfrentamiento político y militar entre Estados Unidos y
Rusia, que se ha agudizado después de la reciente denuncia de ambos al
Tratado de Fuerzas Nucleares de Rango Intermedio (INF) firmado en 1987.
Al respecto, podemos comentar que Washington ha intensificado su
presencia militar en nuestro continente, con la finalidad de evitar,
entre otros objetivos, que países latinoamericanos o caribeños que le
sean hostiles y hayan desarrollado alianzas con Rusia o China, pudieran
llegar a convertirse en plataformas para un eventual ataque directo
contra territorio estadunidense, es decir, la repetición de una
situación como la crisis de los proyectiles emplazados en Cuba que en
ese caso frenaron una invasión estadunidense a la isla.
Recordemos sobre el particular, que el vínculo militar entre
Venezuela y Rusia se inició en 2005 bajo la presidencia de Hugo Chávez,
que fue el año en que Estados Unidos comenzó a bloquear, cuando
empezaron las discrepancias políticas entre ambos, la provisión de
repuestos y refacciones para la flota de aviones caza bombarderos F-16
que la fuerza aérea venezolana había adquirido en 1983.
Asimismo, Venezuela, que veía clara la amenaza de una invasión,
empezó a adquirir armamento de última generación de Rusia iniciando con
24 aviones caza rusos de última generación Sukoi 30-MK2 e importantes
partidas de rifles de asalto AK 103 para remplazar los antiguos fusiles
belgas FNFAL que usaba su ejército.
Ya en el poder el presidente Maduro, sucesor de Chávez, negoció con
Rusia la compra de helicópteros de combate MI-17V5 y consolidó su
defensa con un sistema antiaéreo móvil ruso S300VM, capaz de interceptar
toda clase de objetivos, entre ellos misiles subsónicos, drones o
aeronaves en un rango de 200 kilómetros.
Por su parte, la presencia militar estadunidense en América Latina se
ha incrementado dramáticamente, ya que de las 177 bases militares que
la potencia continental tiene en el mundo, 76 están en América Latina y
entre las más conocidas resaltan 12 en Panamá, 12 en Puerto Rico, nueve
en Colombia, ocho en Perú y otro significativo número en Centroamérica y
el Caribe, además de importantes acuerdos de cooperación militar con
Argentina, Brasil, Perú y Ecuador, entre otros.
Sin excluir el uso de la fuerza armada, en forma muy abierta, Estados
Unidos ha señalado que sus fuerzas de tarea conjunta para América
Latina tienen como objetivos la defensa del Canal de Panamá y el área
del Canal de Panamá (lo cual, por cierto, no está previsto en el Acuerdo
con Torrijos para devolver el canal a sus dueños); operaciones de
control de migración (sin que aclaren a qué se refieren en ese
delicadísimo tema aún sin resolver); asistencia humanitaria y respuesta
ante desastres naturales. Además de operaciones militares unilaterales,
bilaterales o multilaterales, con lo que nuevamente surge el fantasma de
la creación de una Fuerza Interamericana de Paz que México ha rechazado
una y otra vez, por su preocupación de que se convierta en una fuerza
intervencionista sin base legal clara, sin que afortunadamente en ningún
momento hablen de protección a los derechos humanos que ahora alegan
para intervenir en Venezuela, quizá porque prácticamente Washington no
ha ratificado ningún acuerdo regional sobre esa importante materia.
La situación descrita, es decir, la combinación de factores militares
en el desarrollo de la región, aconsejaría, sin duda, que México, con
su tradición en la lucha contra el armamentismo, tanto nuclear como
convencional, reiniciara los esfuerzos que llevó a cabo con cierto éxito
en 1977 para lograr un convenio regional que identificamos en la
negociación como (Tlatelolco II) que prohibiera la presencia de tropas
extranjeras en nuestros territorios y limitara la posesión de armas
convencionales ofensivas –las nucleares ya están prohibidas mediante el
Tratado de Tlatelolco– cuidando siempre el equilibrio
estratégico-militar que requieren los países de la región, con la
finalidad de lograr que América Latina y el Caribe llegue a ser en breve
una zona de paz bajo claros parámetros de vigencia.
*Embajador emérito de México, escribe a título personal
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