Brasil estaba todavía
bajo el impacto de la vejatoria temporada de escasas 72 horas del
presidente Jair Bolsonaro en Washington cuando hubo una nueva
turbulencia: dueño de un muy sonoro currículo de corrupción, el ex
presidente Michel Temer fue detenido junto a un grupo que incluía a su
brazo derecho, el ex ministro Wellington Moreira Franco, y al que es
considerado su testaferro, João Baptista Lima.
La primera repercusión de la detención de Temer y sus cómplices entre
la opinión pública ha sido positiva. Al fin y al cabo, en una sala de
la policía federal en Río de Janeiro, con ventanas selladas y cubiertas
por película negra, sin ser visto desde afuera y sin ver la luz natural,
están años y años de corrupción. Elevado al sillón presidencial gracias
a un golpe institucional que destituyó a la presidenta Dilma Rousseff,
Temer instaló un gobierno de cleptómanos y terminó su mandato con un
índice de impopularidad sin precedentes desde el regreso de la
democracia en 1985.
Hubo, sin embargo, otras dos repercusiones a la detención de la pandilla temeraria.
La primera. En el círculo más íntimo del ultraderechista capitán
presidente: sacar a Bolsonaro del foco de atención en el momento exacto
en que su índice de popularidad se desploma a velocidad astronómica, fue
un regalo de los cielos.
La segunda. En el Congreso, pero en sentido inverso: Temer y su grupo
todavía tienen fuerte influencia, con el consecuente malestar provocado
por la medida judicial. Además, su prisión ha sido resultado de la
confrontación entre dos alas del Poder Judicial –la fiscalía general por
un lado y la Corte Suprema por otro– y la suma de esas circunstancias
provocó un clima de incertidumbre, que pone en serio peligro la
aprobación de la reforma del sistema de jubilaciones, pilar central del
gobierno de Bolsonaro.
En concreto, esa reforma, junto a la profundización del programa de
privatizaciones que viene del gobierno del ahora presidiario Michel
Temer, fueron la única razón del respaldo que el capitán ultraderechista
recibió del empresariado y de los dueños del capital.
Por si todo eso fuera poco, surgió otra tormenta más. Con su
insuperable capacidad de provocar un desastre cada día, Jair Bolsonaro
viajó a Chile. Y en lugar de aprovechar el encarcelamiento de Temer y
compañía para mantenerse alejado de las luces, decidió elogiar a Augusto
Pinochet.
Su retorno a las reflectores contribuyó para empeorar aún más un ambiente amenazador contra su gobierno.
Pero el escenario no estaría completo sin la aparición de su hijo Carlos, tratado cariñosamente por el papá presidente como mi pitbull.
A falta de otra ocupación, el perro en cuestión optó por difundir por
las redes sociales el embate entre el muy desacreditado y desgastado
superministro de Justicia y Seguridad Pública, el ex juez Sérgio Moro, y
el presidente de la Cámara de Diputados, Rodrigo Maia.
Político hábil, al contrario de la familia presidencial, Maia prefirió no contestar al pitbull:
disparó directamente contra el papá, diciendo, entre otras perlas, que
en lugar de gastar su tiempo en Twitter, desperdigando mensajes de odio,
el capitán presidente debería gobernar.
Además, puso directamente en claro lo que ya era presentido: el
gobierno ultraderechista carece de cualquier articulación en el
Congreso. Con eso, se encoge de manera abrumadora la posibilidad de que
se aprueben las reformas que aseguraron hasta ahora el respaldo del
empresariado y del mundo financiero a Bolsonaro.
El presidente de la Cámara de Diputados, para colmar de una vez el
vaso de las preocupaciones, dijo que ya no aceptará ser el articulador,
junto a sus pares de los proyectos de reforma constitucional.
No tengo la capacidad de reunirtodos los votos necesarios para que se apruebe la reforma constitucional, dijo Maia.
El presidente no tiene idea de hasta qué punto la situación es grave, ni de la importancia de gobernar con el Congreso.
Cuando se recuerda que todo eso –las muestras de sumisión vergonzosa
de Bolsonaro frente a su ídolo Donald Trump, las concesiones
injustificables a los intereses de Washington, la prisión a Temer y
compañía, el desastre de su paso por Chile, la casi ruptura entre el
presidente de la Cámara de Diputados y el gobierno– ocurrió todo en una
sola semana, se entiende claramente que haya crecido de manera
contundente el malestar entre los militares que lo rodean y,
principalmente, entre el empresariado y el mercado financiero.
Bolsonaro no cumplió tres meses como presidente, plazo normalmente
concedido en Brasil a los inicios de un gobierno, y este fin de semana
empezaron a circular en el mercado financiero rumores inquietantes en su
contra; de seguir así, los días del capitán presidente estarán
contados. De él y de su familia.
Será el fracaso rotundo de un nuevo tipo de régimen. Si tuvimos
democracia bajo Fernando Henrique Cardoso, Lula da Silva y Dilma
Rousseff, y cleptocracia bajo Temer, la familiocracia de Bolsonaro habrá sido el más breve de todos los regímenes experimentados en mi país desde el final de la dictadura, en 1985…
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