Hace años no lloraba yo, digo, con lágrimas de verdad. Y la noticia del no
me las arrancó, con la carga que conlleva de angustia, de
incertidumbre, y también de furia, ante la comprobación del arrastre que
siguen teniendo en el país personajes tan burdos y violentos como
Álvaro Uribe, con su incitación al odio y su cantinela revenida del
anticomunismo y el antichavismo.
El sentimiento es de miedo, también, ante la posibilidad de que la
situación que ha quedado abierta, tan expuesta e inestable, desate
renovadas escaladas de violencia. Los colombianos sabemos por
experiencia que un proceso de paz abortado, con la consiguiente
situación ambigua entre legalidad y clandestinidad, pone en alto riesgo
la vida de quienes han participado en las negociaciones con nombre
propio y a cara descubierta. Nadie olvida que en el pasado ocurrió la
matanza de 2 mil militantes de la Unión Patriótica, organización legal
con bases políticas afines a las de las FARC. Nadie olvida tampoco el
asesinato de la mayoría de los comandantes del M-19 durante los rudos
vaivenes de aquel proceso de desarme e ingreso a la política legal.
Con el paso de las horas vienen las reflexiones. ¿Por qué ganó el no? Estábamos tan confiados en el triunfo del sí... Un
par de semanas antes del plebiscito recorrí varias ciudades de mi país
sondeando opiniones aquí y allá, y fue emocionante ver el entusiasmo de
la gente del montón, que se organizaba para recibir la paz. Maestros que
se preparaban para acoger a los huérfanos del conflicto; sicólogas que
se ofrecían para asesoría gratuita a las víctimas de trauma; comités
barriales para acoger a los desplazados; agrónomos deseosos de colaborar
en la sustitución voluntaria de cultivos de coca; abogados dispuestos a
ayudar a los campesinos en el proceso legal de recuperación de las
tierras arrebatadas. En fin, lo que vi fue un país abierto al cambio, a
la reparación del insondable daño sufrido, a la tarea del perdón. Claro
que yo poco frecuento a los otros sectores, los del no: visión e inclinación unilaterales que, como queda comprobado, llevan al wishful thinking y a la equivocación.
Un amigo me dio una opinión interesante acerca de los actuales
referendos que en diversas partes del mundo –Gran Bretaña, Hungría,
Colombia– someten asuntos decisivos, complejísimos y llenos de aristas,
al carisellazo de un sí o no. Entre quienes votaron no
en Colombia debe haber no sólo iracundos y cavernarios, sino también
gente honestamente preocupada por los términos del acuerdo. Era,
realmente, un paquete demasiado gordo el que pendía de un simple
sí, como si se tratara de un like en Facebook.
Hay que sumarle a esto la politización del contexto, tal como había
advertido de antemano en un artículo el jesuita Francisco de Roux: el
plebiscito sobre la paz se estaba convirtiendo en una suerte de debate
pre electoral, donde entraban más en juego las opciones políticas de dos
viejos rivales, el presidente Santos y el ex presidente Uribe, que
las posibilidades de la propia paz.
El hecho de que en esta ocasión las negociaciones se llevaran
a puerta cerrada y a espaldas de la gente fue algo que nunca me
convenció. Yo vengo de una experiencia distinta como negociadora en el
proceso de paz anterior, el que llevó en los 80 al desarme del M-19. En
muchos aspectos más caótico, contradictorio, improvisado e incluso
sangriento que el actual. Pero al mismo tiempo, abierto a la
participación popular y al debate colectivo sobre el propio terreno.
Creo que procesos como el de los 80 preparan paso a paso a la opinión
pública, permiten tomarle el puso, la convierten en cómplice. Al parecer
esta vez fue demasiado pedirle a la gente que aprobara de pupitrazo lo
que lo que se había pactado desde lejos y en petit comité.
En medio del fiero revés, se abre de todos modos una bonita
posibilidad para Colombia. La de que se mantenga entre el presidente
Santos, las FARC y los cinco millones de entusiastas del sí una
suerte de pacto de honor en torno a la paz. Ya lejos de las cámaras, de
las prebendas, del posible Premio Nobel y del aplauso mundial, quizá
–quién sabe pero quizá, ojalá– veamos afianzarse en mi tierra una paz
profunda, que surja como compromiso de convicción y de corazón.
Que Timochenko encuentre el temple indispensable para cumplir con la
promesa que le hizo por radio al país, tras conocer la noticia del no:
Las FARC-EP mantienen su voluntad de paz y reiteran su disposición de usar solamente la palabra como arma de construcción hacia el futuro.
Que el presidente Santos encuentre la fuerza necesaria para mantenerse fiel a su declaración tras la derrota del sí:
Como presidente, conservo intactas mis facultades y mi intención de buscar la paz.
Y que nosotros los colombianos mantengamos vivo el ejemplo de los
habitantes de las zonas más golpeadas por el conflicto armado, las más
pobres y apartadas, cuyos habitantes han sido víctimas de masacres y
despojos y han conocido en carne propia la cara atroz de la violencia
colombiana. Y que pese a ello, o precisamente por ello, le dieron un
generoso apoyo al sí: Caloto, 72 por ciento. Cajibio, 71.
Miraflores, 85. Silvia, 73. Barbacoas, 73. Mitú, 77. Valle de Guamez,
86. Toribio, 84. En la población de Bojayá, departamento negro del
Chocó, donde en las peores épocas de la guerra las FARC mataron a 119
civiles en un ataque indiscriminado con morteros y cilindros de gas, los
habitantes dieron, durante el pasado plebiscito, la más conmovedora
demostración de lo que puede llegar a ser el perdón, como gesto de
grandeza y como acto moral: 96 por ciento votó por el sí a la paz.
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