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viernes, 7 de octubre de 2016

Argentina. Mil ollas populares contra el hambre


  Por COSECHA ROJA / Resumen Latinoamericano

Movimientos sociales realizaron mil ollas populares en todo el país para pedir la Ley de Emergencia Social que estipula el salario social complementario y la creación de un millón de puestos de trabajo. Ximena nació en Potosí y lleva 16 años en la Argentina. Vive en Villa 15, con su marido y sus cuatro chicos. […]
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Movimientos sociales realizaron mil ollas populares en todo el país para pedir la Ley de Emergencia Social que estipula el salario social complementario y la creación de un millón de puestos de trabajo.
Ximena nació en Potosí y lleva 16 años en la Argentina. Vive en Villa 15, con su marido y sus cuatro chicos. El menor tiene 19. Ella trabaja en la Cooperativa Milagros de Barrios de Pie y todos los días sale de su casa a las seis, toma el colectivo 50, a las siete está en el en el trabajo, sale a las dos de la tarde y una hora después ya está en su casa. Cuando no tiene algo para “costurar”, se queda con sus hijos. Las costuras son la changa que consigue en la calle Avellaneda, después de recorrerla varias veces. Al voleo, nada fijo.
En la Cooperativa gana un poco más de 4000 pesos al mes. Se ocupa de la limpiar las calles y de pegar carteles.
– Lo que nos pagan, no alcanza, dice. Es una mujer de pocas palabras.
Ximena vino al cruce de las avenidas Callao y Corrientes, donde a las 7 prepararon la primera olla popular. Luego, miembros de Barrios de Pie, Corriente Combativa Clasista (CCC) y la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP) marcharon hacia el Obelisco: allí cocinaron la segunda gran olla. Al cierre, previsto para las siete de la tarde frente al Congreso de la Nación, llegaron los pedidos. “La semana que viene el proyecto será tratado en distintas comisiones. Por eso es necesario concientizar a todos, teniendo en cuenta que las condiciones sociales se agravaron y que en los hogares más humildes se está sufriendo mucho”, explicó a Cosecha Roja Gildo Onorato, dirigente de la CTEP.
Carmen integra la misma cooperativa que Ximena. Llegó por medio de una vecina a la que conoció en un comedor popular. Le gustó y se quedó. Ella también vino desde Potosí hace 20 años y se enorgullece de su ciudad natal.
– Allí está el cerro minero, el más rico de todos, dice.
Trabaja limpiando aulas en la escuela Maipú de la avenida Montes de Oca, en el barrio de Barracas. A cambio recibe 4000 pesos y piquito. Vive en Bajo Flores y tiene nueve hijos: siete mayores, uno en secundaria y otro en primaria.
– Los más grandes son independientes. Todos terminaron el colegio.
Casi todas las mujeres que hoy se manifiestan en el Obelisco, y que ahora comen una generosa porción de arroz azafranado mezclado con verduras salteadas, son madres solteras. Y justamente con eso tiene que ver lo que piden: igualar sus salarios al de las personas que trabajan en relación de dependencia. Dicen amar el trabajo que les brinda la cooperativa porque las hace sentir madres presentes que tienen tiempo para atender a sus hijos. Pero, claro. Lo que ganan no alcanza.
– Los maridos no consiguen trabajo. Aunque busquen y busquen. Si antes tener una changa era cuestión de suerte, ahora es un imposible. No hay trabajo para ellos. En un hijo más se convierten.
Tina es la más joven. Tiene las mejillas coloradas y habla sin deshacer la sonrisa.
– Nos arreglamos como podemos pero es difícil. Arroz, fideos compramos. Es para lo que nos alcanza. Buscamos las ofertas todo el tiempo y cuando ya no hay más dinero vamos con los niños al comedor popular.
A ella, por el lugar en el que vive, le toca el de la Villa 1-11-14. Y no puede cambiar. Cada comedor lleva un registro estricto y las personas deben dejar una fotocopia de su DNI al encargado del lugar. La lista se cierra y no entra nadie más.
– En la 1-11-14 hay de todo. Supermercados, almacenes, hasta un Rapipago hay. El tema es que no podemos comprar porque enseguida nos quedamos sin plata.
Tina tiene tres hijos de 15, 12 y 10 años. La mayor, después de pasar por el comedor popular, va a un secundario en el barrio de Once y los más chicos a un primario en la avenida Cruz. Uno de los problemas más grandes de su vida, dice Tina, lo tuvo con la inscripción online.
– Yo la hice con la internet del teléfono pero mis paisanas no tienen ese acceso. A ellas se les hizo difícil. Muchas no saben usar la computadora.
Nora trabaja seis hora por día. También de 7 de la mañana a dos de la tarde en Espacio Público. Pero hoy cambió su rutina, explica, para militar.
– Venimos acá para pedir que haya más trabajo y que nos aumenten los sueldos porque no nos alcanza para comprar lo que necesitan nuestras familias.
En la villa, como en la marcha, la mayoría son mujeres.
– El 75% somos mujeres. Trabajamos, sacamos la familia adelante. Somos las mineras del siglo XX. Sangre de mineras, semilla de villeras que militamos y militamos porque no queremos dejar a nuestros hijos solos y para eso necesitamos tener más plata en el bolsillo. No hay que descuidar a los chicos. Nunca.
La cooperativa con sede en Capital tiene unos 250 socios que se juntan los sábados para realizar la asamblea. Allí también hay mayoría de mujeres. El organigrama de los trabajadores se divide en zonas y en cuadrillas y cada uno tiene su respectivo coordinador. Nora coordina a las potosinas. Y por fuera de la cooperativa hay un inspector que observa el trabajo que hacen y lleva el informe al Ministerio de Desarrollo Social.
– Cuando nos reunimos hablamos de los sueldos, de la cantidad de horas de trabajo. Hay mujeres que cobran 3400 pesos y las que trabajan siete horas llegan a los 5000.
Beba, que trabaja en un jardín maternal limpiando salones, se indigna:
– Una auxiliar gana 10.000 pesos, está en blanco, tiene jubilación, ART, obra social. Yo trabajo las mismas horas y cobro poco más de 4000. Hace cinco años que estoy allí. Eso se llama discriminación. No se me ocurre otro nombre. ¿Por qué yo no puedo tener ese mismo sueldo?
Si se enferman o se enferman sus hijos, entonces pasarán, con suerte, todo el día en el hospital. Y si no llevan justificativo médico, entonces les descontarán el día, igual que si su trabajo estuviera registrado.
– No queremos estar más precarizadas, se indigna Beba. Queremos los mismos beneficios que tienen los que trabajan para el Gobierno porteño. Macri dijo “Pobreza cero” pero los pobres somos más pobres. Estiramos la plata como chicle pero no alcanza. ¡Ya no comemos carne!, se ríe. Apenas alitas de pollo.
No es fácil estar en el Obelisco haciendo la fila para recibir una bandejita de comida. Menos fácil es marchar. La gente que no marcha suele ser impiadosa, sobre todo cuando los que marchan cortan las calles.
– Los que pasan nos insultan y no se dan cuenta que reclamamos también por ellos, por los aumentos que llegan en la luz y el gas. Que cortamos las calles por nosotros pero también por los que tienen menos que nosotros. Pero la política es brava. Juan, un compañero, se pasó al PRO y le dieron un puesto de seguridad en el Hospital Piñero.
Beba insiste con las diferencias entre los empleados “en blanco” y su lugar en la cooperativa.
– Quiero tener algo. Eso pido yo. Por eso estoy acá. En el jardín los nenes se hacen pipí o popó y yo tengo que limpiar siempre. Los auxiliares jamás limpian un pis y tienen el mismo puesto que el mío. Eso es casi un maltrato moral. Una injusticia. Lo que gano me alcanza para siete días. Ni uno más.
La diferencia la hacen en las changas. Pero la competencia llegó hasta ahí. Si alguien cobra 20 pesos la hora, aparece otro que cobra diez. De esa manera, la imposibilidad de ganar un peso para parar la olla hace que toda la presión, la desesperación, la necesidad recaiga en el barrio. Los barrios, cuando la plata alcanza para siete días, se vuelven peligrosos, trampas violentas y mortales para los propios y ajenos.
– Ahora cuando venga el calor vamos a tratar de salir a vender juguitos y marcianos. Antes vendíamos tortas o panes pero este año la cosa se puso fea y nos roban hasta lo que vamos a vender, dice Claudia, que trabaja en la limpieza de calles.
En la Villa 20, por ejemplo, a las ocho de la noche los vecinos ya no salen de sus casas. Dicen que apenas un año atrás, todos iban y venían hasta altas horas de la noche. Las zapatillas a los adultos, las mochilas de la escuela a los chicos, cualquier cosa que se prepare para vender, son algunos de los blancos de los ladrones desde que la Gendarmería salió de los barrios. La falta de trabajo repercute en los que menos tienen y la comunidad se sacude de miedo.
– Desde que cambió el gobierno hay muchos chicos que ya no van a trabajar porque les cortaron los planes y se quedan en el barrio. Esos chicos no tienen nada que hacer y muchos se dedican a robar. Es una pena porque antes estaban ocupados. Pero ahora, ahora no pueden ni pensar.

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