Guillermo Almeyra
La Jornada
La inmensa mayoría de
los rusos y habitantes de Europa oriental, que sufrieron la experiencia
burocrática de capitalismo de Estado, bautizada
socialismopor quienes medraban a costa de los que decían representar, ha sido vacunada contra el concepto mismo de socialismo. El auge de un vago anarquismo entre algunos sectores estudiantiles es hoy la expresión del repudio generalizado a esos regímenes antidemocráticos que desconocían la heterogeneidad de la clase obrera y, por tanto, el pluralismo de opiniones en su seno e impedían la libertad de prensa, de palabra, de reunión, de pensamiento y de organización con la cárcel, el manicomio o la muerte.
El daño social causado por el pensamiento antimarxista del estalinismo y su
socialismo realo
realizadosigue siendo enorme, pues infecta incluso a experiencias que, como la revolución cubana o el chavismo venezolano, nacieron libertarias y después se burocratizaron. Por consiguiente, cuando de la superación del capitalismo depende el futuro de la civilización e incluso la supervivencia de nuestra especie en un planeta depredado y semidestruido, es necesario volver a tratar de aclarar qué es el socialismo y qué no es.
Para Marx y los marxistas –hasta el antimarxismo creado y difundido
por Stalin y sus discípulos– el socialismo era una sociedad de hombres
libres asociados en la que ya no existían las clases y, por tanto,
tampoco el Estado, que es un órgano de clase, ni la política y, en
consecuencia, los partidos políticos. Ese socialismo se basaría en la
abundancia y la difusión de la cultura, que permitirán que cada uno,
libre de trabas y ataduras, pueda ser sujeto y decidir sobre el destino
común.
Por supuesto, ese socialismo no es posible en un solo país (y menos
aún en pequeños países atrasados), sino que requiere la superación
económica, cultural y tecnológica y la eliminación del capitalismo en
una serie de países decisivos a escala mundial. La propiedad de los
medios de producción es social, no estatal, pues no hay ya Estado y la
libertad de expresión y de organización es total, pues aunque ya no
existan partidos ni causas políticas habrá que decidir problemas
científicos o artísticos y se discutirán libremente todas las
cuestiones.
Ese socialismo no tiene nada que ver con un sistema donde un partido
único, sin vida autónoma ni democracia interna, monopoliza el aparato
estatal, se fusiona con éste y da un papel central al Estado que para
Marx, por el contrario, hay que llevar a su extinción. Es, además, lo
contrario de un régimen decisionista y verticalista, con líderes, jefes y
jerarquías, basado en la subsistencia del régimen asalariado que
expresa la subordinación del trabajador al capital y refuerza su
alienación, que hay que suprimir.
El capitalismo de Estado sigue siendo capitalismo, no es para nada
una fase de construcción de las bases del socialismo, pues en él no hay ni libertad ni liberación para los trabajadores. Por lo general, es resultado de una lucha contra los efectos del capitalismo en un país atrasado y, a lo sumo, permite sostener mejor algunas conquistas democráticas y la resistencia al imperialismo, tareas que son absolutamente necesarias en los países atrasados, pero no son por sí mismas anticapitalistas.
El mundo está hoy maduro para liquidar el capitalismo y para
reconstruir sobre otras bases una economía al servicio de todos –no de
una minoría explotadora–, reconstruyendo las necesidades reales y
organizando el consumo al servicio de ella, no de lo superfluo y
efímero. Es posible hoy, con el actual nivel de riqueza, alimentar, dar
cobijo y asistencia sanitaria y cultura a todos, reduciendo los tiempos
de trabajo a costa de las ganancias sin aminorar la producción, dar
tiempo libre para el desarrollo individual de los trabajadores y acabar
con el extractivismo y la depredación de la naturaleza. Lo que está
lejos de estar maduro para acabar con el capitalismo es el insuficiente
nivel de conciencia de los explotados que aún consideran natural y
carente de alternativas un sistema que nació en el siglo XV y morirá.
Pero las revoluciones no las hacen los pocos revolucionarios que las
prevén y desean. Las hacen las mayorías, que son conservadoras y temen
los cambios porque podrían agravar los problemas que ellas ya enfrentan.
Éstas quieren reformas pero, como el sistema es irreformable y por
tanto las niega y aumenta en cambio los desastres sociales y la
explotación, pueden verse obligadas a provocar un cambio social violento
precisamente para tratar de mantener su mundo que el capitalismo pone
en peligro.
En las grandes catástrofes –crisis económicas, crisis ecológicas,
guerra– sale a flote entonces el radical que estuvo madurando lentamente
dentro de cada conservador. Robespierre pasó en meses de ser monárquico
constitucionalista a cortar la cabeza del rey para instalar la
república, y los rusos, que en 1905 participaban en una procesión
–organizada por un cura, agente policial– para pedirle paz al zar,
tiroteados por la policía, pasaron a la revolución democrática y
formaron consejos obreros dirigidos por socialistas. Zapata, por su
lado, dejó de ser criador y domador de caballos para convertirse en
general de una profunda revolución social.
Así que el socialismo no es una utopía. No es
inevitable, por supuesto, porque depende de si los trabajadores de todo tipo quieren y pueden romper sus cadenas, pero es necesario y, por tanto, posible, ya que
todo lo racional es real.
Para que triunfe, hay que dejar de prestar oídos, entre otras cosas,
por un lado a las estupideces de los servidores de los gobiernos
capitalistas
progresistas, que ayudan a desarmar a los explotados y oprimidos y, por otro, a los que desprestigian el socialismo identificándolo con capitalismos de Estado que presentan una repelente falta de libertades y una escasez resultante de la incapacidad y la corrupción de su burocracia.
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