Octavio Rodríguez Araujo
La Jornada
Un régimen político
puede corresponder clara y abiertamente a la lógica y a la esencia del
Estado o puede ser una forma desviada de éste, para usar una expresión
de Pierre Salama. Una forma desviada de la existencia del Estado
capitalista se da –explica el autor– cuando el régimen político se apoya
más en grandes movimientos de masas que en las clases dominantes. Y si
esto ocurre se trata de una contradicción, frecuentemente de corta
duración, que sólo se resuelve por la negación de uno de sus términos,
como ocurrió en Chile durante el gobierno de Allende (el libro fue
publicado en francés en 1983, por lo que no podía contemplar otros
ejemplos que ocurrieron después).
El Estado, como lo concibe Salama en su libro, escrito con Mathias (El Estado sobredesarrollado), es
una abstracción derivada del capital, y a la vez es garante de las
relaciones de producción capitalista. El régimen político, en cambio, es
la forma de existencia del Estado, la forma en que se manifiesta éste.
Su definición, dice, se da en relación con las clases y las fracciones
de clase o, en mis términos, en función de la correlación de fuerzas
sociales y económicas en un momento dado.
Se caracteriza por el tipo de autonomía que posee en relación con las clases sociales, por la diferenciación que opera entre ellas, por la legitimación que obtiene y, además, en los países subdesarrollados, por la autonomía relativa que tiene frente a los regímenes políticos del centro. En otras palabras, el régimen político estará determinado –en un país capitalista– no sólo por la clase dominante (la burguesía) sino principalmente por fracciones de éstas y por su diferenciación con quienes forman las clases dominadas. Estará determinado también por la legitimación que tiene u obtiene, que no será igual si se trata de fracciones de la clase dominante que si se trata de fracciones de las dominadas. En el ámbito de las clases dominantes estoy incluyendo no sólo a las de países como Estados Unidos y los de la Unión Europea, sino a los grupos de poder económico que dominan, para el caso, en un país latinoamericano.
Me interesa el debate implícito en lo anteriormente citado, pues una
forma desviada de Estado es aquel en que el régimen político cambia, en
los tiempos actuales, de neoliberal a antineoliberal por medio de
procesos electorales en los que una mayoría vota en contra de los
partidos que defienden el neoliberalismo y apoya a sus contrarios, con
frecuencia de nueva creación. En pocos países de América Latina ha
ocurrido este fenómeno y los ejemplos se pueden citar fácilmente: se dio
en Nicaragua con el triunfo revolucionario del Frente Sandinista de
Liberación Nacional (1979), pero por la acción de Estados Unidos y de
las derechas inconformes en ese país, las elecciones de 1990 hicieron
que el neoliberalismo se reimplantara. El proyecto sandinista fue, sin
duda, de corta duración y, debe decirse, también influyeron varios
errores cometidos por aquel primer gobierno de Ortega.
En Argentina el justicialismo de izquierda, y luego de una seria
crisis económica y política (2001), se impuso electoralmente con Néstor
Kirchner y posteriormente con su esposa (Cristina Fernández). Ambos
trataron de llevar a cabo políticas no neoliberales, pero el corto plazo
se cumplió y en las elecciones de finales de 2015 se impuso otra vez el
neoliberalismo. Algo semejante se ha presentado en Brasil: cuando los
militares abrieron una fisura democrática que llevó a Sarney (civil) al
gobierno. Entonces surgió el Partido de los Trabajadores, encabezado por
Luiz Inácio Lula da Silva. Los gobiernos civiles posdictadura fueron
neoliberales, incluido el del ex intelectual Fernando Henrique Cardoso.
Éste reformó la Constitución y pudo relegirse en 1998, pero en 2002, con
enorme apoyo popular, fue sucedido por Lula, quien también se religió y
posteriormente influyó para que ganara Dilma Rousseff. Con ésta, más
que con su antecesor, los poderes fácticos han estado tratando de crear
una crisis política de gran envergadura y se preparan para ganar las
elecciones (como en Argentina) en contra de Lula si éste mantiene sus
intenciones releccionistas.
En Venezuela se interrumpió también el avance del
neoliberalismo, que impulsaba, en medio de gran corrupción y de
políticas ostensiblemente antipopulares, Carlos Andrés Pérez. Se le hizo
juicio político por malversación y peculado. Después de dos breves
interinatos Caldera llegó nuevamente al gobierno en medio de altas
sospechas de fraude electoral. Su gobierno estuvo permeado de una gran
crisis financiera y la quiebra de cientos de empresas, altísima
inflación y la adopción de medidas típicas de los gobiernos
neoliberales. El descontento de la población era mayúsculo. La
alternativa fue presentada por Hugo Chávez y en las elecciones de 1998
triunfó. Desde el gobierno, el régimen político sufrió un cambio de 180
grados: del neoliberalismo vinculado dependientemente a Estados Unidos,
al nacionalismo, populismo y mayor intervención del Estado con
intenciones de implantar una suerte de socialismo sui generis denominado por el mismo Chávez
socialismo del siglo XXI. Los poderes fácticos (internos y externos) no cejaron en su lucha e intentaron un golpe de Estado en 2002, que no sólo les falló sino que fortaleció a Chávez. Su partido era también nuevo: el Socialista Unido de Venezuela (PSUV). Chávez falleció en 2013 y le sucedió Nicolás Maduro, no tan hábil como su antecesor. La derecha se unió en contra de éste y en medio de una considerable crisis y de gran descontento, le ganó a Maduro la mayoría de la Asamblea Nacional del país (diciembre de 2015). La contradicción entre el régimen político antineoliberal y la esencia del Estado podría resolverse también por la negación de uno de sus términos.
Hasta ahora, sin embargo, siguen más o menos fortalecidos los nuevos
regímenes instaurados en Uruguay, Bolivia y Ecuador. Están en la mira,
sin duda, pero se espera que los apoyos populares que tienen Tabaré
Vázquez, Evo Morales y Rafael Correa les permitan consolidar sus
regímenes no neoliberales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario