Ilán Semo
La Jornada
La escena se repite ya incesantemente. Ahora ha sido Bruselas. Dos atentados vindicados por el Estado Islámico, uno en el hall del
aeropuerto y otro en una estación del metro, dejaron tras de sí 31
civiles muertos y más de 200 heridos. Los supuestos responsables: tres
individuos que aparecen en una imagen de las cámaras de vigilancia
cargando maletas en carritos con guantes en las manos (provistos con
detonadores, dice la policía). Dos de ellos murieron en la explosión y
el último logró escapar. Según la declaración oficial, los tres serían
de
origen musulmán, aunque los hermanos Brahim y Khalid Bakraoui nacieron en Bélgica, y el tercero, Najim Laachraoui, creció en Bruselas. ¿Musulmanes? ¿No sería más acertado informar, al menos, sobre el origen nacional de las familias, si se trataba de inmigrantes? ¿O por qué no simplemente: ciudadanos belgas? Porque el término musulmán encierra ya el fantasma que, para la mayor parte de la opinión pública belga y europea, explica en automático (sin explicar nada) los orígenes de la violencia. Toda postulación del otro como entidad racial parte de un eficaz e insoportable principio de universalización. En rigor, una escalada mediática y policiaca para asfixiar a la opinión pública con la impresión de que en cada miembro de la pequeña minoría musulmana que vive en Bélgica –aproximadamente 600 mil habitantes- habría un Bakraoui en potencia, un simpatizante o alguien que cubriera sus espaldas.
Sólo así, potenciando el miedo, se explica que la policía belga
decidiera acordonar, aislar y mantener bajo extrema vigilancia el barrio
de Moleenbeck, donde vive el grupo más belga de todos los musulmanes.
Un nuevo paso policiaco que evoca fechas oscuras. Una semana antes de la
Noche de los Cuchillos Largos en 1938 en Alemania, los barrios judíos
fueron acordonados por primera vez.
El día de ayer, la aviación militar belga se sumó a los bombardeos
contra el Estado Islámico en la frontera siria. Con esto ya son seis
ejércitos cuyas fuerzas aéreas están reduciendo a polvo la región:
Estados Unidos, Rusia, Turquía, Inglaterra, Francia y, ahora, Bélgica.
Con el apoyo –o, al menos, la indiferencia– de sus respectivas
poblaciones. Si hay algo que funciona en el secreto mecanismo de estos
atentados terroristas es, sin duda, la disponibilidad para ampliar la
guerra de sectores cada vez más amplios de la ciudadanía europea. Una
guerra que, a su vez, representa una de las causas centrales de la
oleada de apátridas y refugiados que, provenientes de Siria e Irak,
buscan abrirse camino hacia Europa.
Muy lejos del sueño democrático en el que se inspiró la unidad
europea a partir de 1991, es evidente que esa unidad busca hoy
afianzarse por la vía de la conformación de un régimen que privilegia la
cancelación de derechos y libertades constitucionales, la expansión de
los aparatos policiacos, la unificación de los sistemas de inteligencia y
la transformación de los Estados europeos en Estados de seguridad. Y si
alguien abona legitimidad a este giro europeo, son precisamente los
refugiados e inmigrantes del mundo musulmán convertidos en chivos
expiatorios de la constitución de estas nuevas maquinarias de vigilancia
y control. Control y vigilancia, en primera instancia, de la propia
población europea, que verá reducidos sus espacios de acción política y
su capacidad para oponerse a los nuevos dueños del Viejo Continente: las
maquinarias bancarias, la tecnocracia política y la criminalización de
la vida pública.
Nadie mejor que los europeos conoce la historia de las funciones que
ha ejercido el terrorismo a la hora de legitimar la formación de los
Estados modernos. Es una historia cuyo inicio se podría datar con
Robespierre en 1793, y después en el violento nacionalismo del siglo
XIX. Otro ejemplo, ya en el siglo XX, sería el terrorismo que fomentaron
las organizaciones sionistas en Palestina antes de la fundación de
Israel. La paradoja reside en que, al menos en las estructuras políticas
del mundo contemporáneo, el terrorismo funciona como un tipo de
violencia que crea el derecho a terminar con el terrorismo mismo, es
decir, que propicia el Estado de seguridad.
Hoy se podría argüir que se trata de contraterrorismo. Pero la esfera
en que ambos se mueven es idéntica: expropiar a las sociedades –tanto
en Europa como en el cercano Oriente– de una noción de la política que
arraigue sus poderes en las manos de la gente.
Se suele comparar la situación actual con la involución autoritaria
de los años 30. Hay bastantes razones para ello. Pero hay una
diferencia. En los 30, el autoritarismo (y en particular el fascismo)
impuso el estado de excepción contra la voluntad de sus sociedades. Hoy
la estrategia es muy distinta: crear escenarios en los que la misma
gente exija la instauración del estado de excepción. Hay un refinamiento
perverso en esto.
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