Eric Nepomuceno
La Jornada
El martes 29 de marzo
el Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), principal
integrante de la alianza de base de la presidenta Dilma Rousseff,
anunciará oficialmente su salida del gobierno. El martes 12 de abril
abandonará los siete ministerios y los centenares de puestos de relieve
que ocupa en la estructura del Estado (sí, porque por ese raro criterio
de ética, el PMDB rompe pero no entrega de inmediato los cargos que
controla). Y para el domingo 17 está previsto que anuncie su veredicto
la comisión de diputados encargada de analizar la apertura de un juicio
político para destituir a Rousseff de la presidencia.
A estas alturas del calendario, ni siquiera la presidenta apostaría
un centavo a otra posibilidad que no sea la derrota en esta etapa de la
guerra.
Lo que vendrá después –sesiones de debates en el pleno de la Cámara
hasta llegar a la votación final– demandará un esfuerzo descomunal
frente a las artimañas de Eduardo Cunha, en caso de que se mantenga en
la presidencia del Congreso, pues vale recordar que el parlamentario
responde a seis investigaciones en el Supremo Tribunal Federal.
Notorio delincuente, Cunha sobrevive gracias al corporativismo de
colegas que ostentan una ficha de hazañas ilegales semejantes a la de
él.
Cuando llegue la hora final, la de la votación en la cámara, Rousseff
necesitará contar con el apoyo de 171 de los 513 diputados. Hasta hace
un mes, seguramente lo lograría. Hoy por hoy, nadie sabe: el mismo
núcleo político que rodea a la presidenta admite que las perspectivas no
son nada buenas.
Además, persiste una pregunta que gana fuerza: aún logrando 171
votos, ¿cómo irá a gobernar frente a la oposición de todos los demás
diputados?
A menos que se produzca algo inesperado, con fuerza suficiente para
interrumpir el proceso en marcha, terminará de esa melancólica manera el
segundo mandato de la primera mujer en presidir el país más poblado y
la economía más poderosa de América Latina.
Y más: se cerrará el periodo de 13 años y medio en que Brasil,
gobernado por un partido de izquierdas, el Partido de los Trabajadores
(PT), experimentó los más formidables cambios sociales de los últimos 65
años.
Todo eso se acabará gracias a una nueva modalidad de golpe de Estado, la que viene envuelta en aires de legalidad institucional.
La nebulosa trama de resentimientos y traiciones que ha desaguado en
esta situación empezó con la derrota de Aécio Neves en octubre de 2014,
por menos de 4 por ciento de los votos. En seguida, el Partido de la
Social Democracia Brasileña (PSDB), derrotado por cuarta vez
consecutiva, se lanzó a intentos de revertir, por la vía institucional,
la decisión soberana de las urnas.
Así, y con pleno respaldo mediático, decidió aprovechar la Operación Lavado Rápido,
implantada para investigar esquemas de corrupción en empresas
estatales, especialmente Petrobras, para denunciar que parte de las
dádivas y comisiones ilegales distribuidas alegremente por grandes
constructoras sirvieron, además de enriquecer a media docenas de
funcionarios, para engordar los fondos de la campaña de Rousseff.
Para ello se contó con la decisiva participación de sectores de la
Policía Federal, versión tropical de la FBI, que participaron
activamente de la campaña de Neves contra Rousseff, y también con un
juez de primera instancia obcecado por demostrar que el PT es un nido de
ladrones y que Lula da Silva no merece otro destino que las hogueras
del infierno. La cantidad de abusos practicados, tanto por la Policía
Federal como por un arbitrario e irresponsable juez de primera
instancia, Sergio Moro, es impactante, al igual que la impunidad con que
Moro actúa. A nombre de la justicia, cometió un sinfín de ilegalidades,
a tal punto que no es absurdo afirmar que en Brasil los militares ya no
son necesarios para golpes de Estado: basta dejar que actúen la Policía
Federal, parte del Poder Judicial y otra parte del Congreso.
Como perla final, vale destacar la actuación determinante de los
medios hegemónicos de comunicación, muy especialmente el grupo Globo, el
más poderoso de Latinoamérica. Lo que los medios de Globo hacen supera
las más perversas prácticas de la indecencia periodística.
Si a eso se suma la absurda lentitud de las más altas instancias
judiciales para frenar la mano de un juez arbitrario e irresponsable, y
de las autoridades superiores en estancar los abusos de la Policía
Federal, el cuadro se completa.
Así se armó este golpe, cuyas consecuencias nadie podrá prever.
Frente al abandono del PMDB –concretamente, la última traición del
más desleal aliado de la historia– poco espacio le queda a Dilma
Rousseff para intentar revertir un cuadro adverso en el Congreso. Quizás
aproveche los ministerios, cargos y puestos que le son devueltos para
salir distribuyendo prebendas a cualquier diputado, de cualquier
partido, que le jure lealtad a la hora del voto. El problema es que ni
siquiera en esa clase de prostitución institucional que existe en el
Congreso podrá confiar.
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