En marzo de 2015 un
conjunto de acontecimientos impregnados de un hálito golpista (no sólo
por la marca confabulatoria de la derecha alarmista, sino también, y
acaso más señaladamente, por el signo concertado de la acción
desestabilizadora), provocaron una respuesta condenatoria a escala
ampliada de los analistas políticos, y naturalmente de los gobiernos
envueltos en la trama. Hace un año –e incluso con anterioridad a esa
fecha– ya se perfilaba con diáfana claridad la coyuntura actual. Y
efectivamente los eventos desembocarían en los escenarios previstos: en
Venezuela, la derecha consiguió una mayoría calificada en el congreso;
en Bolivia, el Movimiento al Socialismo de Evo Morales perdió en las
urnas el referéndum constitucional para ampliar el mandato del
presidente; y en Argentina, la derecha capitaneada por el
político-empresario Mauricio Macri derrotó al kirchnerismo en la última
elección presidencial. Nadie discute los yerros de las dirigencias de
izquierda para sortear con solvencia política ciertas crisis. Pero esa
insolvencia no se sitúa dentro de un estado de cosas neutral: se produce
en un entorno de una franca agresión multifactorial, que involucra a un
conjunto de agentes e intereses recalcitrantemente refractarios.
Justamente
hace un año publicamos en este espacio un artículo que llevaba por
título “La Doctrina Monroe o la paródica reedición del colonialismo
estadunidense en América Latina”. En esa oportunidad hicimos un
inventario de los hechos que prefiguraban la actualidad continental:
“El
despido de Carmen Aristegui de MVS en México, los fondos buitre o el
misterioso homicidio del fiscal Nisman en Argentina, la catalogación de
“inusual amenaza” que por decreto unilateral endosó la administración de
Barack Obama a Venezuela, el ‘fuera’ Dilma de las movilizaciones en
Brasil, el opaco ‘reencuentro diplomático’ entre EE.UU. y Cuba, la
infiltración de los intereses norteamericanos en el proceso de paz
colombiano que tiene lugar en La Habana, el ‘fortalecimiento’ del dólar
frente a las unidades monetarias latinoamericanas, la caída de los
precios del petróleo que castiga particularmente al cono sur, son prueba
fehaciente de otro episodio de colonialismo estadounidense en la
región. Sin duda que ciertos analistas argüirán que estos eventos están
libres del injerencismo de Estados Unidos. Pero basta con observar el
perfil de las acciones de la alicaída potencia en otras geografías, y la
terca presencia de la ‘solución’ militar en el tratamiento de los
problemas que enfrenta el pináculo de la jerarquía estadounidense,
especialmente los países limítrofes con Rusia, Afganistán, Siria e Irak,
para inferir la presencia de un plan global de acción contra los
territorios que en otra época administró sin restricciones Estados
Unidos. Otras referencias valiosas que apuntan en la dirección de una
agenda de reconquista regional son las tentativas de desestabilización
en Ecuador, Bolivia, y los golpes de Estado exitosos en Honduras y
Paraguay, en cuya confabulación estuvieron involucrados abiertamente
ciertos conciliábulos de Washington”.
De hecho, sólo en lo que
corre del siglo XXI, es posible contabilizar por lo menos 8 golpes de
estado en la región, unos fallidos otros concretados, con Venezuela a la
vanguardia de esta ominosa inercia golpista: Venezuela (2002, 2003,
2014), Haití (2004), Bolivia (2008), Honduras (2009), Ecuador (2010) y
Paraguay (2012).
La agenda no se ha apartado un ápice de sus
empeños. Sólo cambió la táctica. Más de un analista ha señalado que la
región atraviesa una era de “golpes de Estado suaves”. La evidencia
sugiere que la estrategia se apoya en tres soportes: medios de
comunicación, movilización populista de los estratos medio-altos de la
sociedad, y elecciones compradas.
Washington y las oligarquías
latinoamericanas aprendieron que el golpe “clásico” entraña costos
políticos a mediano plazo. El criterio corto placista, que primó en
otras coyunturas, perdió su prevalencia, y la apuesta de las elites
ahora consiste en recuperar la hegemonía por la vía electoral, para
cosechar una legitimidad “democrática” (nótese el entrecomillado) que
asegure su estadía en el poder por un término de 20 o 30 años, que es lo
que estiman necesario para instaurar o apuntalar la economía neoliberal
extractiva en la región, más o menos libre de “reflujos”
contestatarios.
Argentina ya avanza en esa dirección. Y los
escándalos de YPF, fondos buitre y el fiscal Nisman configuran la
materia prima de la prensa para domeñar al kirchnerismo.
En
Venezuela, la Mesa de la Unidad Democrática (MDU), que no es mesa ni es
unida ni es democrática, pero que sí agrupa al grueso de los grupos de
derecha, anunció recientemente que impulsará una campaña para deponer
(sic) al presidente Nicolás Maduro. Llama la atención el obsceno
desembarazo de los sectores de la derecha para anunciar sin rubor un
referendo revocatorio que notoriamente responde a designios
desestabilizadores.
En Honduras el crimen de Berta Cáceres, la
ambientalista asesinada la semana pasada, es responsabilidad directa,
dicen los analistas políticos, de la actual precandidata demócrata
Hillary Clinton, por el respaldo subterráneo que la ex secretaria de
Estado ofreció a los golpistas en aquel país, y que se tradujo en un
clima de represión contra los movimientos e intereses populares
(asesinatos de periodistas, activistas, defensores de derechos humanos).
Es el costo humano que la habilitación de estos escenarios golpistas
fomenta.
En Brasil, la oposición anunció que paralizaría todas
las mociones en la Cámara de Diputados, “con obstrucción permanente”
(sic), mientras no se abriera un juicio de deposición contra Dilma
Rousseff. Que irónico que la acusación de “antinstitucional” a menudo
recaiga sobre las espaldas de la izquierda. Por añadidura, y con el
propósito de enterrar terminantemente al PT y sus dirigentes, la derecha
dispuso perseguir políticamente a Luis Ignacio Lula da Silva, el
histórico líder del partido y virtual candidato del PT a la presidencia
en la próxima elección. Tan sólo hace unos días la fiscalía de Sao Paulo
giró una orden de arresto en contra de Lula, presuntamente por lavado
de dinero e identidad fraudulenta. La derecha se cierra categóricamente
al diálogo, y absolutamente desdibujada en materia de propuestas, se
ciñe a un discurso condenatorio y de repudio hacia las figuras
emblemáticas de la izquierda en Brasil. La apuesta es evitar otro
mandato del PT, y en el cálculo político de los grupos de poder (que por
cierto el lulismo dejó más o menos intocados), la sepultura
electoral de Lula da Silva es una condición necesaria, aunque no
suficiente. Eso explica que además movilicen populistamente a los
sectores reaccionarios e incautos de Brasil, y difamen hasta la
hipertrofia a la dirigencia petista, naturalmente con el apoyo cómplice de Rede Globo.
Es
evidente a todas luces que Estados Unidos está empeñado en cambiar esa
convicción que ronda en la región, y que oportunamente enuncia Evo
Morales: “Washington debe saber que no estamos en tiempos de reparto
imperial y el modelo neoliberal ya no sirve para América Latina”.
En
realidad lo que está en cuestión es la restauración oligárquica en los
países del sur. Y la estrategia que dispuso la derecha se apoya
ostensiblemente en el golpe de Estado “suave”, apostando a recuperar la
hegemonía a través de sufragios envueltos en campañas negras.
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