Editorial La Jornada
Centenares de miles de
brasileños se manifestaron ayer en las principales ciudades del país
para exigir la destitución de la presidenta Dilma Rousseff, cuyo periodo
constitucional concluye en 2018. La mayor marcha fue en el estado de
Sao Paulo, bastión tradicional de la derecha, donde se calcula que casi
millón y medio de personas rechazaron la permanencia de la mandataria en
el cargo tras los señalamientos de corrupción que enfrentan ella y su
antecesor, Luiz Inacio Lula da Silva.
Es claro que el primer factor para explicar la magnitud de las
protestas referidas reside en la erosión y la descomposición que afecta
al gobernante Partido de los Trabajadores (PT) tras más de 12 años en el
poder. En este sentido resulta innegable que los multiplicados casos de
corrupción oficial y la pérdida de coherencia ideológica en las
administraciones emanadas de dicho organismo político han creado un
distanciamiento real entre gobierno y sociedad.
Sin embargo, no puede ignorarse que las presentes protestas por la
salida del gobierno se sustentan no sólo en el legítimo descontento
popular, sino que son impulsadas por una intensa campaña desde los
medios de información hegemónicos con el inocultable designio de
alimentar de manera artificial la indignación ciudadana.
Es pertinente recordar que tales medios poseen la capacidad de crear e
inducir percepciones y, en el caso brasileño, los más poderosos entre
ellos resolvieron hacer uso de tal facultad para juzgar y dar por
culpable a Dilma y a su mentor y antecesor en el cargo, en una operación
que favorece a los grupos de la derecha, a los cuales pertenecen las
empresas mediáticas.
Un tercer elemento que debe considerarse para situar en su justa
dimensión la crisis de gobernabilidad que atraviesa Brasil es la
paradoja de que las protestas contra la mandataria sean, en buena
medida, encabezadas por sectores de clase media surgidos justamente
gracias a las políticas sociales y redistributivas aplicadas por los
gobiernos del PT.
En suma, en la actual coyuntura el descontento generado por la
corrupción y la prolongada crisis económica confluyen con los afanes
golpistas de un sector de la derecha oligárquica cuya cara más visible
son los conglomerados mediáticos, los cuales, en el mundo contemporáneo,
pueden llegar a convertirse en poderes fácticos capaces de entronizar y
deponer gobiernos de acuerdo con sus intereses económicos y políticos.
Al respecto cabe recordar la caída, en 1992, del presidente Fernando
Collor de Mello, un político perteneciente a la élite económica
brasileña, quien llegó al poder sin contar con una estructura partidista
significativa pero con el apoyo decidido de los mismos intereses que
hoy se han propuesto sacar a Rousseff de la presidencia. Envuelto en un
escándalo de corrupción en gran escala, Collor de Mello debió abandonar
la presidencia cuando los sectores que lo encumbraron decidieron
acelerar su salida del poder, práctica que entonces se realizó contra un
representante de la propia oligarquía y hoy se emplea sin disimulo
contra un proyecto que, independientemente de los casos de corrupción y
los escándalos, ha estado claramente orientado a favorecer a los
sectores populares.
al panorama de manipulación de la voluntad ciudadana obliga a
reflexionar acerca de las vías ocultas que obstaculizan –y en
determinadas circunstancias anulan– al poder legalmente constituido en
las democracias formales, pues queda claro que el operar de los poderes
fácticos brasileños constituye, con los matices de cada caso, una
situación habitual en las sociedades actuales.
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