Carolina Escobar Sarti
¿Recordamos lo que vivimos como sociedad en un histórico 2015 que
ahora parece ya lejano? ¿Recordamos que hay más de 40 personas de un
gobierno corrupto en la cárcel, incluyendo un expresidente y una ex
vicepresidenta? Ese gesto de primavera social nos dejó, sin duda, un
sentido más profundo de ciudadanía y relación. Es incuestionable,
también, que fue un proceso acelerado y generalizado de formación e
historia política. Y, definitivamente, nos dejó una juventud que jamás
será la misma.
Pero ese atisbo de revolución ciudadana no fue ningún tren fuera de
control, como diría W. Benjamin, sino la aplicación de los frenos de
emergencia. Si nos quedamos en donde estamos, corremos el riesgo de
olvidar qué tan “posibles” podemos llegar a ser. Esto que llamamos
Guatemala no es aún, ni por asomo, un país. Menos una democracia, que no
se reduce solo a una forma de gobierno, sino a una experiencia de
relación entre los habitantes de un territorio común.
No hemos ni llegado al primer mes de gobierno, y ya contamos con
suficientes evidencias de un desgobierno acelerado y de viejas prácticas
de corrupción en distintos niveles del Estado —en lo público y lo
privado—. Cuatro iniciativas de ley se encuentran ancladas en un
Congreso, donde 52 diputados han cambiado ya de partido. Entre las
iniciativas se tocan temas de fondo como la arquitectura
jurídico-agraria de un país caracterizado por despojos y desequilibrios,
y el problema de la juventud en un marco de orfandad de parte de un
Estado que no cuenta con políticas públicas que den una respuesta
integral a esa problemática.
En un país donde el transfuguismo es una tradición más consensuada y
practicada que las procesiones de Semana Santa, hay tres consideraciones
de fondo: carecemos de una ley electoral y de partidos políticos que
regule adecuadamente el sistema de partidos, somos una sociedad que ve
la corrupción como parte de la cultura, y hay falta de transparencia
alrededor de esta compra-venta de diputados —¿quién está dando el dinero
para esa transacción?—
¿De qué democracia presumimos si los sistemas de salud y educación están
colapsados? Esto me lleva al tema de las “donaciones” que está
recibiendo el Ejecutivo para llenar los vacíos que el Estado
supuestamente no puede suplir. Lo que no se hizo antes, recibiendo
fondos de financistas de campaña, se está haciendo después. Es difícil
creer que los donantes sean filántropos. Estos hechos, además, debilitan
a un Estado famélico.
Luego resurge el tema de la pena de muerte, que se justifica por el
sicariato. Estoy de acuerdo con la justicia pronta y cumplida, pero la
pena de muerte jamás ha sido disuasivo probado ni práctica
ejemplarizante para que el delito termine. Las sociedades cambian cuando
hay educación, salud, justicia y dignidad para todos. Además, es
paradójico que se pida la pena de muerte para sicarios, en un país donde
los violadores dejan a más de 74 mil niñas de entre 10 y 17 años
embarazadas cada año.
Una necesaria ley de juventud (dirigida a personas entre 18 y 30 años)
no quiere pasar por el tema de la salud sexual y reproductiva, otra vez.
Difícil entenderlo en el marco del juicio por violaciones en Sepur
Zarco. Las iglesias y los libertarios dicen que el Estado no debe
regular eso, pero la verdad es que todos se creen dueños de los cuerpos
de una juventud que conoce mejor su realidad que nadie. Y el caballito
de batalla para botar ley, vuelve a ser el aborto. Esto no es aún un
país. Si nos pasara como a Sísifo, estaremos condenados a quedar ciegos y
cumplir el castigo eterno de empujar la enorme piedra cuesta arriba en
un peñasco, para verla caer una y otra vez, justo antes de llegar a la
cima.
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