Ilán Semo
Todo el largo proceso
que han ocupado las campañas para elegir candidatos presidenciales en
las dos grandes formaciones de Estados Unidos, el Partido Republicano y
el Partido Demócrata, muestra un hecho palpable: el sistema político más
antiguo y más estable de la era moderna –cuyos orígenes se remontan a
los últimos años del siglo XIX– atraviesa por una crisis de proporciones
todavía impredecibles. Uno a uno, los candidatos que apostaron a
reproducir las fórmulas probadas durante décadas para lograr la
nominación presidencial han sido prácticamente rebasados por dos figuras
que introdujeron en la política del establishment una dimensión
textualmente desconocida. La dimensión en que la política deviene lo
político: una confrontación entre dos perspectivas efectivamente
opuestas, dos proyectos enfrentados entre sí de manera abierta y sin
ambigüedades, que aspiran a definir el futuro inmediato de ese país.
De un lado, Donald Trump, el magnate que ha roto todas las barreras
de lo políticamente correcto para mostrar que el racismo, la xenofobia y
la vocación de guerra siguen siendo –como lo fueron en los años 30
europeos– estrategias capaces de seducir a partes incalculables de una
población. Sobre todo, a los estratos medios y de trabajadores blancos,
golpeados por la crisis de 2008 como no había sucedido desde 1929.
Por el otro, Bernie Sanders, el contendiente de Hillary Clinton en el
Partido Demócrata, que aún debe mostrar que es capaz de superar a una
maquinaria políticaque controla la mayoría de los estados en que no se han efectuado todavía elecciones primarias.
Sea como sea, el efecto Sanders, que comenzó con un candidato
individual y ha puesto en acción a decenas de miles de activistas a lo
largo de la Unión, ya tiene un mérito en sí. No sólo ha pasado a dominar
la agenda de las discusiones, sino algo más relevante aún: ha
transformado las formas de hacer política electoral. Y con ello, las
formas de hacer política en general.
Desde el principio, Sanders centró su discurso en cuatro puntos de
denuncia: la concentración del ingreso, que en Estados Unidos hoy hace
posible que 10 por ciento de la población concentre 60 por ciento de la
riqueza; el sistema de salud privado, que impide a la mayoría de la
gente acceder a servicios de calidad; el carácter selectivo del sistema
educativo, que acaba cargando de deudas impagables a los futuros
profesionistas; y la crisis ecológica.
Hillary optó por confrontar a Sanders con el argumento de que todas sus propuestas eran
irrealizables,
simples sueños retóricos. Sanders respondió que si las sociedades se propusieran sólo realizar lo posible, simplemente no habría historia, ni transformaciones esenciales y cambios radicales. Para el político de Vermont, que comenzó su carrera como activista de derechos humanos junto a Martin Luther King, este momento ha llegado en Estados Unidos, momento que él define como el de una
revolución política.
Como en toda campaña electoral, lo simbólico es lo central. La mayor
parte de la opinión pública conservadora; es decir, la mayor parte de la
opinión, ha denostado a Sanders tachando sus propuestas de
promesas inconsistentes,
utopías para gente desesperada. Su respuesta es sencilla: es inconcebible que una sociedad con la riqueza que tiene Estados Unidos no cuente con una distribución elemental de los ingresos, de salud y de educación para todos, y un régimen de trabajo que no obligue a los migrantes a la condición casi de servidumbre. Cita ejemplos a la mano: Dinamarca, Suecia y los países escandinavos.
Pero hay algo extra y simbólicamente más explosivo: a la hora de
definirse políticamente, Sanders opta por la perspectiva de un
socialismo democrático, evadiendo puntualmente cualquier referencia a la
socialdemocracia. No es casual. En su consideración, fuerzas como las
que encabezaron José Luis Rodríguez Zapatero en España o Tony Blair en
Inglaterra representan cadáveres políticos, al menos desde la
expectativa de impulsar cambios sustanciales.
Sin embargo, ubicarse en la órbita de esta definición lo sitúa en la
parte más inverosímil de lo que se podía pensar para una sociedad como
la estadunidense, que durante décadas hizo del socialismo su punto de
negación más radical. Tal vez precisamente por ello, el movimiento
social de jóvenes que encabeza Bernie encontró una autenticidad que no
se había visto nunca antes, más allá de lo que el concepto de
socialismosignifique hoy día. Por lo pronto, Sanders está redefiniendo los paradigmas pol
íticos
del siglo XXI. Y al parecer el problema del socialismo democrático, en
contraste radical con lo que fue la experiencia stalinista, tenga un
lugar en él.
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