Alexander Martínez Rivillas (**)
El actual territorio de Ibagué ha experimentado varias “fiebres del oro”: la colonia
temprana vio nacer el distrito minero de “La China”; la colonia ya consolidada
desató la explotación de oro aluvial de los ríos Coello y Combeima, especialmente;
la segunda mitad siglo XIX vio el surgimiento de explotaciones del mineral en las
escasas vetas de la cuenca del Combeima; y desde los recientes años noventa se
asiste a una nueva oleada de picadrereros, buhoneros y tramitadores de títulos
mineros en todas las zonas de vertiente del municipio, los cuales exigen una
especie de propiedad nobiliaria sobre los recursos. En este arriesgado balance de
500 años, los impactos fueron básicamente dos: la destrucción de los estilos de
vida campesinos dedicados a la actividad agroalimentaria, y la contaminación de
fuentes de agua y suelos con azogue o mercurio.
Pero las transformaciones del paisaje natural obedecieron a factores aun más
perturbadores. Desde la colonia temprana hasta principios del siglo XIX, Ibagué se
encontraba densamente poblada de arbóreos de palma de vino y palma chonta,
venados, pumas, nutrias, dantas, águilas cuaresmeras, osos de anteojos, “perros
de monte”, titíes, guatines, gurres, peces de aguas frías aún desconocidos, por
mencionar solo algunos. Por otro lado, los ricos humedales de la mesa de Ibagué,
ofrecían el espectáculo de una variopinta herpetofauna y una rica población de
caimanes, sin mencionar la enorme diversidad de aves que ayudaron a sobrellevar
el viaje de Humboldt cuando pasó por estas tierras.
En este periodo colonial, los principales causantes de la pérdida de esta riqueza
natural fueron dos esencialmente: el primero, la introducción de ganaderías
ibéricas, particularmente el “orejinegro”, que exigió la potrerización agresiva de las
zonas planas del municipio, y en algunas zonas de influencia de las distintas
ramificaciones del Camino del Quindío, especialmente en sus pisos templados. Y
el segundo, la cacería infame que se cebó sobre los “animales de monte”, la cual
disminuyó de manera crítica sus poblaciones, no solo con el fin de suplir la dieta
de una sociedad rural rápidamente aculturada por el doctrinero y el terrateniente
en la visión destructiva del ambiente, sino también motivada por la búsqueda de
otras fuentes de ingresos de campesinos pobres, los cuales cazaron masivamente
nuestros “animales exóticos”, especialmente cóndores, según testimonio del
propio Caldas en su Semanario.
Durante el siglo XIX, Ibagué experimentará una masiva destrucción de sus
bosques de montaña por la introducción paulatina del café, y el establecimiento de
parcelas de campesinos pobres que fueron expulsados del Viejo Caldas y
Cundinamarca por el régimen hacendatario. Del mismo modo, la demanda de
“carne de monte” por parte de los colonos aceleró la pérdida de la fauna natural, y
la potrerización sin control de amplias zonas de pisos templados y fríos, condujo a
la destrucción de buena parte de la palma de cera del territorio ibaguereño para
finales de siglo. En efecto, los impactos ambientales mencionados se fueron
amplificando desde los Caminos del Quindío hasta las zonas más inaccesibles de
la montaña.
Cuando se ingresa al siglo XX, el espacio natural del municipio se encuentra
completamente transformado, con algunas zonas intocadas por su topografía
agreste. Incluso, los páramos, que por apreciaciones de Humboldt pudieron
descender amplia y densamente a los 3200 msnm en el siglo XVIII, habían
retrocedido por efectos antrópicos, principalmente, a los 3800 msnm para la
primera mitad del siglo XX.
Así las cosas, a mediados del siglo XX se tendrá el siguiente panorama ambiental:
las palmas habían desaparecido de la mesa de Ibagué, y casi toda la fauna
silvestre se encontraba seriamente diezmada. El espectáculo de las águilas
cuaresmeras que cubrían el cielo en el cañón del Combeima también empezó a
desaparecer. La trucha colonizó las fuentes gélidas destruyendo buena parte de
nuestras especies endémicas. Las nutrías se extinguieron, el puma y el oso
dejaron de transitar sus bosques, y la Revolución Verde contaminó las aguas y los
suelos en las dos situaciones extremas: acidificación y salinización.
Las nuevas pasturas africanas, como el kikuyo, el orchoro y el puntero, invadieron
el antiguo paisaje natural de nuestros valles bajos e intramontanos, con el fin de
suplir las altas demandas de biomasa de las nuevas ganaderías introducidas.
Finalmente, las coberturas de café impactaron gravemente la diversidad de aves,
llegando incluso a la desaparición de toches y copetones en varias veredas de
pisos templados.
Para principios del siglo XXI los cambios en la oferta hídrica y la temperatura
ambiental son realmente preocupantes. El río Coello pasó de tener 4.5 metros de
profundidad en verano (para 1801 en el antiguo paso de Coello-Gualanday) a 1
metro en el mismo sitio medido en un estiaje de 2012. Los ríos Combeima y
Cocora han perdido en los últimos 60 años un 50% del caudal promedio.
Manifestaciones directas del impacto que ha generado la deforestación sostenida
desde la Colonia hasta nuestros días. Ciertamente, con los datos más antiguos
disponibles, hemos calculado tasas de deforestación para el periodo 1959-2011 de
330 has/año.
En lo relativo a la temperatura, el impacto de la pérdida de humedales y bosques
en la mesa de Ibagué se puede evidenciar en los registros históricos de la
Estación Buenos Aires. Desde sus primeras mediciones, la temperatura promedio
anual pasó de 24 a 28 °C en un periodo de ochenta años. Lo que en efecto generó
el aumento de la temperatura del suelo arrocero y del pie de monte ibaguereño.
De hecho, para los años cincuenta del siglo XX, la vereda El Totumo gozaba de
una importante producción cafetera. Y en el actual contexto de cambio climático,
es realmente lamentable que no tengamos estos disipadores naturales de calor.
Actualmente, y a pesar de esta apretada historia ambiental sobre los destructivos
impactos generados por la actividad productiva del municipio en los últimos cinco
siglos, nuestro territorio sigue ofreciendo al mundo importantes valores ecológicos.
Después de consolidar una enorme cantidad de datos disponibles y adicionar
registros nuevos, podemos decir con certeza que Ibagué cuenta con una oferta
hídrica superficial de más de 30.000 litros por segundo. En su montaña, registra
más de 521 especies de aves, 34 especies de peces, 30 especies de mamíferos,
260 especies y familias de herbáceas y arbustivos, y 184 especies de arbóreos. Y
en la mesa ibaguereña, cuenta con más de 242 especies de aves, 48 especies de
peces, 15 especies de mamíferos, 38 especies y familias de herbáceas y
arbustivos, y 57 especies de arbóreos. Toda ellas desarrollando una vida silvestre
a plenitud.
Este verdadero patrimonio ambiental para la humanidad, que en apenas 1500 Km2
contiene diversidades que dejarían pasmada a cualquier persona sensible con los
problemas socioambientales, no solo debe llamarnos a votar contra los usos
mineros intensivos en Ibagué, sino también a aceptar que este territorio no puede
seguir destruyendo su riqueza natural, pues es evidente que las tendencias
históricas de los usos irresponsables del ambiente deben ser reversadas o por lo
menos congeladas. Una decisión estratégica en esta dirección deberá empezar
por proscribir cualquier uso minero de mediano y alto impacto.
Finalmente, a los actores promineros, especialmente la Procuraduría y el
Ministerio de Minas, les corresponde demostrar que lo que se ha argumentado
aquí, y en otros valiosos estudios, es producto del “fanatismo ambientalista”. Y si
estos elementos no son suficientes para probar que en el camino hacia la
destrucción del ambiente, Ibagué ya hizo un enorme sacrificio, entonces estamos
enfrentados a verdaderos fanáticos del desarrollismo, que justificados por la
demagogia del “desarrollo sostenible” quieren violar la prevalencia del derecho
constitucional a un “ambiente sano” para todos los ibaguereños de hoy y las
subsiguientes generaciones.
Notas:
(*) La información histórica y empírica aquí mencionada se extrae del libro de mi
autoría “Descolonizar el ambiente. Saberes y políticas para otro Ibagué”,
Universidad del Tolima, 2015, Ibagué, Colombia, págs. 1-206.
(**) Profesor de la Universidad del Tolima. Grupo de Investigación en Desarrollo
Rural Sostenible.
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