Paula Mónaco Felipe
Periódico La Jornada
Cuando hacían fila en San Cristóbal de las Casas no era día ni noche, sólo había bruma. Una densa neblina parecid
a a sus vidas desde hace ¿meses? ¿años? Ya ni saben cuánto tiempo, desde el momento en que sus hijos fueron desaparecidos.
Aferrados a los rostros de sus muchachos, sortearon los filtros de seguridad que se instalaron en Chiapas por la visita del papa Francisco. Revisiones, rayos X, empujones… no hubo modo de separarlos de las mantas con los retratos de sus hijos.
Cristina Bautista, chaparrita y de ojos redondos, nahua, ex migrante, busca a Benjamín, quien estudiaba en Ayotzinapa para ser maestro rural, detenido y secuestrado por policías en Iguala, Guerrero, el 26 de septiembre de 2014.
Alfonso Moreno y Lucía Baca, integrantes de la Plataforma de Víctimas de Desaparición en México, eran una familia feliz hasta el 27 de enero de 2011, cuando su hijo Alejandro Alfonso, un joven estudioso de 33 años, ingeniero en sistemas y empleado de la trasnacional IBM, fue detenido en un retén en el kilómetro 13 de la carretera Monterrey-Nuevo Laredo. Nada más han sabido de él desde entonces.
Benjamín y Alejandro Alfonso son dos entre decenas de miles de desaparecidos en México durante la pasada década; sus padres no se conocían, pero ahora están juntos en la neblina para reclamar por todos. Además de las fotografías, cargan un busto del argentino Jorge Mario Bergoglio hecho en resina. Es su caballo de Troya; adentro lleva un documento con un diagnóstico sobre derechos humanos; 12 hojas para mostrarle el país lo que los poderosos le ocultan.
‘‘Nos hubiera gustado recibirlo de manera festiva, pero nuestros corazones están fríos de tristeza y desesperanza. Sucede que este país tan maravilloso está inmerso en una crisis humanitaria sin precedentes y el gobierno que lo recibe ha tratado, por todos los medios, de esconderla, maquillarla y menospreciarla’’, dicen las hojas escondidas dentro del busto.
Ayotzinapa y los otros desaparecidos del país hablan en coro y advierten al Papa que ‘‘muchos de los políticos y funcionarios que se acercan a pedir su bendición han sido culpables por acción o por omisión de crímenes atroces’’.
El sol pega recio cuando Francisco llega al predio acondicionado para el evento, con todo y catedral de utilería. En su coche descubierto pasa enfrente de Cristina, Alfonso y Lucía. Los padres dolientes extienden sus mantas, imposibles de ignorar, y tratan de entregarle el busto, pero el sacerdote sigue de largo. No se detiene ante ellos, no frena como sí lo ha hecho con niños y ancianos que encontró durante su gira por el país.
‘‘Intentamos llegar a él, pero fue imposible’’, relata Cristina Bautista. ‘‘Me di cuenta que el Papa estaba secuestrado por el gobierno mexicano, porque tienen miedo de que nos acerquemos y le platiquemos todo lo que ha pasado en el país’’. Lucía Baca explica que pretendían entregarle el reporte y ‘‘ya que ha sido un Papa crítico y solidario, teníamos esperanzas de que aquí diera un mensaje fuerte. Sólo mencionó a la violencia de forma genérica; parece que en el discurso también desaparecieron a nuestros hijos’’. Levanta el tono y remarca: ‘‘Seguiremos remando a contracorriente. No cejaremos’’.
Por la trascendencia mundial del caso Ayotzinapa y los registros de desaparición forzada en la última década en México, que superan a cruentas dictaduras de fines del siglo pasado en Sudamérica, los familiares esperaban otra postura del Vaticano.
El busto de Troya fue el último, pero no el único intento. En septiembre de 2015, una comisión de familiares viajó a Estados Unidos, donde no les abrieron lugar en el Encuentro Mundial de Familias. ‘‘Anduvimos por todos los lugares donde estuvo el pontífice, pero tuvimos la misma negativa que aquí’’, relata Hilda Legideño, madre de Jorge Antonio Tizapa Legideño.
‘‘Estuvimos a 10 metros, le gritamos, pero nos ignoró’’, lamenta. En diciembre peregrinaron hasta la Basílica de Guadalupe y les cerraron las puertas. En semanas recientes buscaron contacto por intermedio de la Compañía de Jesús, orden a la cual pertenece el papa Francisco, y algunos sacerdotes, como Sergio Cobo, enviaron cartas a título personal.
Los familiares esperaban un pronunciamiento del jerarca religioso, porque estiman ayudaría a reactivar las investigaciones, pero además porque muchos ellos creen en Dios y en la Iglesia que Francisco encabeza. O más bien creían. ‘‘En estos meses me he llenado de dudas: creo y a la vez no’’, admite Clemente Rodríguez, padre del desaparecido Christian Alfonso Rodríguez. Antes, las imágenes de vírgenes y santos ocupaban gran parte de su casa en Tixtla, Guerrero, pero ‘‘con todo lo que nos ha pasado ya no creo en los santos; me quitaron la devoción’’.
Hilda Legideño completa: ‘‘Sigo creyendo que hay un ser superior, pero dejé de creer en la gente que lo representa. Sentimos decepción porque el Papa, como representante de Dios, tiene que ver las injusticias y problemas que hay en México y el mundo. No se pronunció, pero esto no nos detiene; lo más importante es continuar con la búsqueda de nuestros hijos’’.
El 22 de noviembre de 2014, un mes después de los ataques en Iguala, el papa Francisco expresó su respaldo a los mexicanos por los ‘‘momentos dolorosos’’ que vivía el país y el 22 de diciembre del mismo año envió a su representante, el nuncio Christophe Pierre, a ofrecer misa dentro de la Normal Rural de Ayotzinapa.
¿Qué ocurrió después? ¿Por qué el líder religioso eligió distanciarse de los familiares de las víctimas de desaparición forzada? ¿Por qué prefiere estrechar lazos con el gobierno del presidente Enrique Peña Nieto?
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