¡Que le pongan las esposas ya!
Traducido por Silvia Arana para Rebelión |
El 11 de septiembre de 2013 cientos de miles de chilenos recordaron
solemnemente el cuarenta aniversario del hecho terrorista ocurrido en
su nación. Fue en esa fecha, en 1973, que los militares chilenos con la
generosa provisión de fondos y armas proporcionados por Estados Unidos
y el asesoramiento de la CIA y otros agentes, derrocaron al gobierno
democráticamente elegido del socialista moderado Salvador Allende. A
continuación, vinieron dieciséis años de represión, tortura y
asesinatos implementados por el régimen fascista de Augusto Pinochet
mientras que las multinacionales de EE.UU. -IT&T, Anaconda Copper y
otras- volvían a obtener grandes ganancias. Las ganancias de tales
empresas, junto con la preocupación de que la gente de otros países
puedan seguir el ejemplo de independencia fueron la verdadera razón
para el golpe de estado, e incluso, la tendencia hacia la
nacionalización marcada por Allende no podía ser tolerada por los
hombres de negocio de EE.UU.
Henry Kissinger fue consejero de
seguridad nacional y uno de los principales diseñadores -quizás, el
principal- del golpe en Chile. Los golpes instigados por EE.UU. no eran
nada nuevo en 1973, ciertamente no en América Latina. Kissinger y su
jefe Richard Nixon continuaban una tradición violenta que se desplegó a
lo largo del siglo XX y continuó en el XXI. Véase, por ejemplo, el
golpe en Venezuela en 2002 (fallido) y el de Honduras en 2009
(exitoso). Donde sea posible, como Guatemala en 1954 y Brasil en 1964,
los golpes fueron el método preferido para responder a las insurgencias
populares. En otras instancias, la opción elegida fue la invasión
directa con fuerzas estadounidenses, como sucedió en varias ocasiones
en Nicaragua, la República Dominicana y otros países.
El
golpe en Santiago ocurrió en el momento en que la agresión de EE.UU. en
Indochina estaba disminuyendo después de más de una década de terror.
Desde 1969 hasta 1973 Kissinger, al lado de Nixon, estuvo a cargo de la
carnicería en Vietnam, Camboya y Laos. Es imposible saber con exactitud
cuántas personas fueron asesinadas durante aquellos años; todas las
víctimas eran consideradas enemigos, incluyendo la vasta mayoría que no
eran combatientes. Además, EE.UU. nunca estuvo predispuesto a estimar
la cantidad de muertes del enemigo. Las estimaciones de indochinos
matados por EE.UU. parte de la cifra de cuatro millones y son
probablemente más, quizás muchos más. Haciendo una extrapolación
razonable hay más de un millón de personas asesinadas mientras
Kissinger y Nixon estuvieron en el poder.
Además, una
cantidad innumerable de indochinos han muerto en los años posteriores
por los efectos de las dosis masivas de Agente Naranja y otras armas
químicas de destrucción masiva usadas por EE.UU. Muchos de nosotros
aquí conocemos (o, tristemente, conocíamos) a soldados que estuvieron
expuestos a estos químicos; multipliquemos estos números por 1.000 o
10.000 o 50.000; y aunque sea imposible hacer un recuento preciso, sí
podemos empezar a entender el impacto en los habitantes y en los
territorios que fueron tan minuciosamente envenenados por la política
de EE.UU.
Investigaciones realizadas por diversas
organizaciones, incluyendo Naciones Unidas, indican que al menos 25 mil
personas murieron en Indochina desde el fin de la guerra por bombas sin
explotar que EE.UU. dejó diseminadas por las zonas rurales; y una
cantidad equivalente de personas sufrió mutilaciones. Como lo sucedido
con el Agente Naranja, los efectos de muerte y vidas arruinadas por
explosiones continúan hasta hoy. Cuarenta años después, la guerra sigue
para la gente de Indochina, y probablemente seguirá por varias décadas
más.
Cerca del final de su época en el gobierno, Kissinger y
su nuevo jefe Gerald Ford dieron el visto bueno para que el dictador
indonesio Suharto invadiera Timor Oriental en 1975, un acto ilegal de
agresión implementado con armas hechas en EE.UU. y provistas por EE.UU.
Suharto tenía una larga historia como testaferro de los intereses
económicos de las compañías norteamericanas. Ascendió al poder con el
golpe de 1965, también con el apoyo determinante y las armas de
Washington, e inició un año de reino de terror en el que las fuerzas de
seguridad y los militares asesinaron a más de un millón de personas
(Ammistía Internacional, que raramente da datos de los crímenes del
imperialismo estadounidense, dio la cifra de un millón y medio).
Además de proveer el apoyo esencial en recursos, Kissinger y Ford
bloquearon todo esfuerzo de la comunidad internacional para detener la
matanza, cuando la escala terrible de la violencia en Indonesia
trascendió las fronteras. El embajador ante la ONU, Daniel Patrick
Moynihan se vanagloriaba abiertamente de su triunfo. Nuevamente, el
principio rector del imperio, el que Kissinger y los de su tipo aceptan
como algo tan natural como respirar, es que no se puede permitir la
independencia. Esto se aplica hasta para un país tan pequeño como Timor
Oriental, donde las oportunidades de inversión son mínimas, porque la
independencia es contagiosa y puede propagarse a lugares mucho más
cruciales, como la rica Indonesia con abundancia de recursos. En 1999,
hacia el fin de la ocupación indonesa, habían sido eliminados 200.000
timorenses, un 30% de la población. Este es el legado de Kissinger, muy
bien comprendido por los residentes del hemisferio Sur, no importa cual
sea el grado de negación, ignorancia o confusión mental de los
intelectuales aquí (en EE.UU.).
Si EE.UU. alguna vez se
convirtiera en una sociedad democrática, y si alguna vez integrara la
comunidad internacional como miembro responsable interesado en la paz y
no en la guerra, con el fin de promover la cooperación y la ayuda mutua
en lugar de la dominación, tendríamos que responder por los crímenes de
aquellos que actuaron en nuestro nombre, como Kissinger. Nuestra
indignación ante los crímenes cometidos por los enemigos oficiales como
Pol Pot no es suficiente. La camarilla de malos líderes norteamericanos
desde Kennedy en adelante causaron muchas más muertes en Indonesia que
el Khmer Rouge, y los responsables deben ser juzgados y tratados acorde
con lo que son.
La urgencia de la tarea es resaltada por la
alarmante proliferación de la política de agresión de EE.UU. Millones
de personas en el mundo, sobretodo en una revitalizada América Latina,
tratan de terminar con el ethos "la razón de la fuerza", que ha sido el
precepto rector de EE.UU. desde su origen. El 99% de nosotros aquí,
quienes no tenemos ningún interés invertido en el imperio, haríamos
bien en unirnos a ellos.
Hay signos estimulantes al respecto,
como la cancelación de los ataques de EE.UU. contra Siria, por ejemplo.
Además, individuos con diversos grados de participación en la política
imperial, han sido interpelados. Por ejemplo, David Petraus fue objeto
de escraches desde que fue contratado por CUNY (Universidad de
la ciudad de Nueva York) para enseñar un curso; en 2010 Dick Cheney
tuvo que cancelar un viaje a Canadá porque el clamor por su arresto se
fue haciendo demasiado fuerte; mucho después del fin del reinado de
Pinochet, un magistrado español ordenó su arresto por violaciones a los
derechos humanos. Pinochet fue detenido en Inglaterra durante 18 meses
y fue liberado por razones de salud. A principios de este año, Efraín
Ríos Montt, uno de los secuaces de EE.UU. en Guatemala, fue condenado
por genocidio, aunque sus cómplices que siguen en el poder han
intervenido en su favor obstruyendo la justicia. La primavera pasada,
Condoleeza Rice estuvo obligada a cancelar su discurso de fin de año
académico en la Universidad de Rutgers ante la indignación estudiantil
por su participación en crímenes de guerra.
Se necesita
ejercer más presión para que los aliados de EE.UU. en crímenes de
guerra, como Paul Kagame reciban el mismo tratamiento que Pinochet. Más
importante quizás sería que los que vivimos en EE.UU. escrachemos
a Rumsfeld, a los dos Clinton, Rice, Albright, Powell, para nombrar
unos pocos, por sus crímenes contra la humanidad, cada vez que se
muestren en público, como se ha hecho con Petraeus. Esto se aplica
especialmente ados de nuestros más recientes "Jefes de Criminales de
Guerra", Barack Bush y George W. Obama.
Andy Piascik es
un activista con larga experiencia y un autor premiado que escribe para
Z, Counterpunch y otras publicaciones y sitios web.
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