El régimen de Videla y el gobierno de Suárez mantuvieron una activa
colaboración a nivel represivo, según figura en varios archivos
secretos de ambos países.
El teniente argentino Antonio “Trueno” Pernías, actualmente preso en
Buenos Aires por cometer crímenes de lesa humanidad, era un hombre de
acción: por sus manos -y su sala de tortura- pasaron muchos hombres y
mujeres que hoy siguen sin aparecer. Su compañero Enrique Scheller,
alias “Pingüino”, también fue señalado por algunos sobrevivientes como
un sádico torturador. Entre 1978 y 1980, ambos individuos formaron
parte de la embajada de Argentina en España, donde se dedicaron a
perseguir y controlar al numeroso colectivo de refugiados argentinos
que vivían en este país. A pesar de las denuncias que existían en su
contra, el gobierno de Suárez les dio pasaportes y permitió que
llevaran revólveres.
Sus nombres no son un caso aislado. Tal como confirman diversos
documentos reservados en poder de Público, la delegación diplomática
argentina fue utilizada como uno de los principales centros de
operaciones de la dictadura en Europa, con una doble misión: controlar
a los exiliados y contrarrestar las denuncias internacionales contra el
régimen. Allí todos iban armados, gracias a las licencias que el
gobierno de Adolfo Suárez concedía sin rechistar. Según consta en los
archivos secretos, el embajador Leandro Enrique Anaya tenía permiso
para utilizar una pistola Smith Wesson calibre 38. Su secretario, Jorge
Vigano, disponía de un revólver Astra, mientras que el consejero
económico y comercial, Carlos Vailati, portaba un modelo cobra del
revólver Colt. Tampoco faltaba pólvora en el Consulado General de
Madrid, donde su máximo responsable, Luis Vila Ayres, gozaba de un
“permiso de portación de arma de defensa personal”: una pistola
Browning calibre 7,65.
Tras dotar de armamento a sus funcionarios, los militares argentinos
montaron un servicio de espionaje con sede principal en la embajada de
Madrid y sucursales en las oficinas consulares de Barcelona, Bilbao y
Cádiz. En esta nutrida red no sólo participaron los funcionarios de las
representaciones en España, sino que también tomaron parte los
militares que eran enviados a este país bajo la excusa de realizar
“cursos de formación” en instalaciones del ejército y la marina
española.
Uno de los primeros en cumplir estas funciones fue el teniente
coronel Antonio José Deimundo Piñeiro, quien durante el curso 1976-1977
asistió a la escuela del Estado Mayor del Ejército en Madrid. Ya fuese
dentro o fuera del aula, Piñeiro tenía la autorización del gobierno
español para portar un revolver calibre 38 “modelo detective” de la
marca Colt y disponía de pasaporte oficial, al igual que su mujer y sus
hijos. Al volver a Argentina en 1977, el experimentado militar se
dedicó a coordinar la salvaje represión en la provincia de Misiones, al
norte del país.
Intercambio represivo
Los documentos a los que ha accedido este periódico confirman que
España y Argentina mantuvieron un estrecho intercambio de policías y
militares para la realización de cursos oficiales. En el marco de esas
relaciones, el 23 de septiembre de 1977 el Jefe de la Policía Federal
Argentina -una de las fuerzas represivas que secuestraba, torturaba y
asesinaba a los militantes antidictatoriales-, Edmundo René Ojeda, hizo
llegar al gobierno de UCD el plan anual de becas de ese cuerpo. Por
primera vez, la oferta de la dictadura de Videla incluía a miembros de
la Guardia Civil y de la Policía.
El gobierno de Suárez no rechazaría la oferta del régimen argentino.
El 25 de noviembre de 1977, el ministerio de Exteriores a cargo de
Marcelino Oreja confirmó por medio de una carta que un oficial de la
Guardia Civil y otro de la Policía Armada estudiarían en Argentina. En
concreto, los efectivos elegidos realizarían el curso de Explosivos,
que comenzaba el 23 de octubre de 1978 y tenía una duración de diez
días, en los que sus asistentes recibirían capacitación sobre el
“manipuleo, desarme y transporte de artefactos incendiarios y/o
explosivos y la realización de pericias o informes judiciales”.
En esas mismas fechas, La Moncloa respondió a la generosidad
argentina con una propuesta muy especial a uno de sus marinos, el
teniente de fragata Jorge Osvaldo Troitiño. De acuerdo a un documento
confidencial de la Armada argentina, Troitiño había viajado a Europa
para “prestar servicios en la Agregación Naval” de la embajada en
Madrid, aunque utilizaría como camuflaje su participación en el curso
de Estado Mayor en la Escuela de Guerra Naval. Gracias al
correspondiente permiso otorgado por la Guardia Civil, podía llevar en
la cintura un revólver Smith & Wesson calibre 38. El 6 de mayo de
1978, sus profesores españoles lo eligieron para que realizase una
exposición sobre Argentina, de manera que pudiese explicar a sus
camaradas las bondades del “régimen político” de Videla y su
“desarrollo futuro”.
Con ganas de aprender
Troitiño fue uno de los más activos “estudiantes” enviados por la
dictadura a España, pero no el único. De acuerdo a los listados
oficiales, 33 militares argentinos desfilaron por las dependencias
militares de este país entre 1976 y 1983. Siete de ellos se apuntaron
al curso de Estado Mayor de la Escuela Superior del Ejército, mientras
que otros lo hicieron en la Escuela de Guerra Naval. Entre estos
últimos se encontraba el marino Carlos José Pazo, uno de los
torturadores que prestaba funciones en el campo de concentración de la
Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), uno de los principales centros
de exterminio del país.
Otro de sus compañeros de torturas, el teniente Néstor Savio,
también fue premiado con un viaje a España para realizar el curso de
Mando de Infantería de Marina en San Fernando (Cádiz), mientras que
Ricardo César Araujo -un marino muy activo en la mal llamada “lucha
antisubversiva”- consiguió que sus jefes de la Armada lo enviasen a
Madrid “en comisión permanente” -lo que le dotaba de protección
gubernamental- para acudir al curso sobre “Comando y Estado Mayor de
Infantería de Marina”.
De acuerdo a una nota confidencial del Estado Mayor de la Armada
Argentina, Araujo debía permanecer en España entre agosto de 1980 y
noviembre de 1981. En su legajo, sus jefes reconocían su “activa
participación” en la “lucha contra la subversión” en Bahía Blanca, una
ciudad situada a 600 kilómetros de Buenos Aires. Precisamente por eso,
tres décadas más tarde un tribunal de esa localidad lo acusó de “haber
formado parte del plan criminal, clandestino e ilegal implementado para
secuestrar, torturar, asesinar y producir la desaparición de personas”.
Cuando viajó a España, Araujo ya cargaba en la espalda todos esos
deleznables actos.
La escuela porteña
La participación de los 33 argentinos en cursos dictados por las
Fuerzas Armadas fue correspondida por parte del gobierno de Suárez con
el envío de 14 militares a Buenos Aires para que realizaran distintas
asignaturas en dependencias del Ejército y la Marina. “Los cursos
realizados por estos oficiales se efectúan en virtud de intercambios de
alumnos y como consecuencia de acuerdos firmados en reciprocidad con
países con los que se mantienen relaciones diplomáticas desde hace
muchos años y que continúan en la actualidad”, justificaba en 1998 el
ministerio de Defensa español ante un requerimiento de información
efectuado por el juez Baltasar Garzón, quien entonces trataba de
investigar los crímenes de lesa humanidad en Argentina.
De acuerdo al listado proporcionado en aquel momento por Defensa,
entre 1979 y 1983 ocho miembros del ejército español realizaron el
curso de inteligencia ofrecido por la dictadura. Varios de ellos
visitaron las instalaciones de la ESMA, el mismo recinto donde
funcionaba el campo de concentración. El entonces comandante Cristóbal
Gil y Gil admitiría este extremo frente a Garzón, ante quien tuvo que
declarar el 16 de junio de 1998. De acuerdo a su testimonio en la
Audiencia Nacional, Gil y Gil -que prestaba funciones en el SECID-
había viajado a Buenos Aires en abril de 1981 para participar en un
curso de “Estudios de Personal”, dirigido al “aprendizaje de técnicas
policiales de identificación de huellas y microfilmación de
documentación, así como técnicas de modernización del Servicio de
Inteligencia”.
Al ser consultado sobre sus visitas a la ESMA, el militar aseguró
que había estado allí en tres ocasiones. Cuando Garzón le preguntó por
los nombres de sus anfitriones, respondió que no se acordaba de
ninguno. Ante su falta de memoria, el juez le mostró varias fotos de
los represores que se movían por ese centro, pero no sirvió de nada: su
mente continuaba en blanco. Los abogados querellantes le preguntaron si
había recibido instrucciones “sobre formas de combatir la subversión”,
a lo que Gil y Gil volvió a contestar con otra evasiva: “esas eran las
técnicas conocidas en España y en cualquier otro país occidental”.
El comandante del CESID tampoco estaba al corriente de la
utilización de la ESMA como campo de concentración, un aspecto que
había sido denunciado en varias ocasiones a nivel internacional por los
organismos de derechos humanos. En su declaración, Gil y Gil alegó que
ni siquiera sabía que en Argentina había desaparecidos. Como mucho,
creía que allí existía un “enfrentamiento entre autoridades militares y
grupos ideólogos dispares”. El saldo fue de 30 mil personas asesinadas
por el terrorismo de estado.
Danilo Albin
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