Inmigrante clandestina
(Continuación)
Cuando
saltamos el tercer cerco el coyote a cargo de nuestro grupo comenzó a
correr y siguiendo las instrucciones suyas también lo hicimos nosotros,
teníamos que alejarnos de la línea divisoria lo más pronto posible
porque estaba por iniciar la cacería de la Patrulla Fronteriza.
Cuando estábamos en territorio mexicano nos explicó que en una especie
de juego como el del gato y el ratón la Patrulla Fronteriza da un lapso
de tiempo a los indocumentados para que crucen y corran para luego
cazarlos con sus armas de francotiradores, con sus pistolas de goma,
con sus pistolas de choques eléctricos y con los perros amaestrados que
sueltan en manadas para que acorralen a la mayor cantidad posible de
indocumentados, para después encerrarlos dentro de las perreras para
llevarlos al centro de detención y posteriormente deportarlos. La
angustia de las compañeras que ya lo habían intentado durante la semana
y las habían deportado era que al detenerlas las volvieran a abusar
sexualmente los policías de la Patrulla Fronteriza. Todo aquello me
parecía inverosímil como si estuviera dentro de una pesadilla y no
pudiera salir, despertar.
Con el cansancio de 125 kilómetros
caminados cruzamos los cercos de la línea divisoria y comenzamos a
correr en un desquicio de angustia y adrenalina de quien ya tiene un
pie en la tumba. A mí nadie me dijo que así era el desierto y tampoco
se lo dijeron a los cientos de indocumentados que estaban esa noche
ahí, porque nadie cuenta la realidad de lo que se vive cuando se cruza
de forma indocumentada la frontera, porque los coyotes si relatan la
realidad no consiguen clientela. Y quien ya llegó no cuenta cómo le fue
porque quiere bloquear esos recuerdos o simplemente porque quiere que
otro también viva esa tortura. Yo me encontré con una realidad
totalmente distinta a la que me habían pintado y ya no podía dar marcha
atrás así lo hubiera deseado, sin embargo en ningún momento pasó por mi
mente el arrepentirme, desde niña la vida me enseñó a afrontar las
consecuencias de mis decisiones así éstas me hagan tragar polvo, como
me ha sucedido en más de una ocasión. De la osadía que ha trazado la
historia de mi vida no me arrepiento ni por un segundo, he vivido lo
que estaba en el camino para mí.
¿Por qué sos tan necia? Me
ha dicho mi mamá a lo largo de mi vida, soy la hija que le encanó el
cabello cuando andaba en los 30 años de edad. Mi carácter del demonio y
el hacer todo al revés y a mi paso y en mi tiempo y no en el de nadie
más, me han enseñado a bregar donde otros desisten.
Esa misma
necedad que me habita me salvó la vida en el desierto en más de una
ocasión. Mis necedades son las que también en las contradicciones que
forman parte de mi ser me han dado momentos fugaces de felicidad.
Comenzamos a correr atrás del coyote para no perdernos entre las
cientos de otros grupos que también corrían tratando de alejarse lo más
pronto posible de la frontera, zancada tras zancada a una velocidad que
solo la angustia y el sobresalto son capaces de reconocer en una
persona a la que el miedo trata de paralizar.
El terreno
estaba en peores condiciones, las piedras eran más grandes y en cada
paso alguien se doblaba un tobillo o caía raspándose las rodillas, eso
cuando lograba meter las manos pero cuando no el golpe era en el rostro
y encima le pasaba la turba que no se detenía a pensar en nadie más que
en salvar su propia vida.
Cuando ya habíamos avanzado un
kilómetro aun corriendo recogí una piedra y la metí en la otra bolsa de
mi pants. Para no confundirlas la busqué más pequeña que la que había
recogido en el desierto de Sonora, ya tenía pues mis dos amuletos y los
empuñé en mis manos pensando en que si sobrevivía les iba contar la
historia de mi travesía a las siguientes generaciones del clan Oliva
Corado y para muestra estarían las dos piedras, lo que no sabía y me ha
sorprendido inmensamente es que el azar me convertiría en escritora y
que la experiencia de mi travesía y los capítulos de mi vida, están
siendo contados en letras y no en mi propia voz de anciana sentada en
una butaca rodeada de sobrinos nietos, bebiendo café en un batidor a la
hora de la oración en mi natal Comapa. Ha abandonado por completo la
fantasía de un seno familiar para abrirse paso montaraz entre los
vientos que no conocen fronteras y edades. Tengo 34 y cada segundo de
mi existencia me ha habitado intensamente que pareciera que es más de
una vida la que llevo impregnada en mi piel. Estoy convencida que soy
un rareza de un ser atemporal.
Corrimos tres kilómetros sin
detenernos hasta que alcancé al coyote y le pedí que descansáramos por
lo menos tres minutos para que todos tomáramos agua, desde ese instante
creció una preocupación en mí por la salud de todos que en el camino y
empujados por las circunstancias habían contado de sus males; artritis,
diabetes, problemas respiratorios y con el corazón. Me preocupaba el
sobrepeso de tres de ellos que no les permitía avanzar al paso exigido,
una señora de 55 que decía que tenía dolor de muelas y llevaba zapato
de vestir en lugar de tenis, uno de los que llevaba botas ya tenía
ampollas, el grupo no estaba caminando parejo, unos se quedaban
rezagados y era peligroso porque por uno nos podían agarrar a todos,
teníamos que movilizarnos lo más pronto posible, sin hacer ruido y sin
lamentos.
El niño que era el coyote, porque alguien de 18
años de edad sigue siendo un niño y más en circunstancias tan extremas,
la única indicación que daba era que los que sentían que ya no podían
que se escondieran entre los cactus y que esperaran el amanecer para
ser rescatados pero que el resto íbamos a continuar, no tenía idea
alguna de cómo manejar la situación. Yo tenía 23 años era una niña
también pero en ese instante mi instinto silvestre y creo que el deseo
de sobrevivir me hizo hablarle al grupo: dos tragos de agua nada más y
realizar estiramiento para oxigenar los músculos, tendones, ligamentos
y articulaciones para evitar los calambres y la fatiga muscular, aunque
en tales infiernos aquello era una burla pero algo tenía que intentar
para mantener al grupo estabilizado en algo mínimo.
Aprender
a respirar correctamente; inhalando por la nariz y exhalando por la
boca, tratar de retener el aire en los pulmones la mayor cantidad de
tiempo posible, si las pulsaciones cardiacas no se los permitían
entonces hacer cambio de ritmo al respirar, inhalar dos veces y exhalar
dos veces seguidas para darle tiempo al corazón de recuperarse, éstas
son técnicas utilizadas en atletismo.
La mayoría había
comenzado a llorar y a desistir, a llenarse de lamentos y de preguntas,
el miedo comenzaba a hacer de las suyas y se crían muertos que
caminaban para buscar sus propias tumbas. Recordé mis años de niña
internada en montañas con mi hielera de helados al hombro, cansada,
bajo el sol ardiente buscando venderlos en otros poblados, el dolor en
mi espalda baja me recordó los años que trabajé en un finca de sol a
sol cortando fresas que eran exportadas hacia Estados Unidos. No, el
desierto no iba a acabar con mi vida. Siempre he creído en el poder
sanador de los abrazos y le di un abrazo a cada uno y les dije que
vivíamos todos o nos moríamos todos pero que juntos íbamos a llegar
hasta el final. Mis palabras devolvieron la confianza y la entereza
para continuar y así lo hicimos.
Comenzamos a trotar
nuevamente y el coyote se fue alejando del grupo, la que tenía la
resistencia física y la experiencia en eventos de “campo traviesa” era
yo, entonces me convertí en el lazo que no dejó que él se apartara por
completo y nos dejara abandonados, lo alcanzaba y volvía a regresar con
el grupo que se había quedado a unos cincuenta metros de distancia, nos
habíamos alejado unos diez kilómetros de la frontera cuando una de las
compañeras pegó un grito que nos detuvo a todos, se había doblado un
tobillo y le era imposible continuar.
Corrí a revisarla
mientras el resto se escondía entre los escasos matorrales, no más de
dos en cada espacio porque los bultos también eran detectados por los
sensores colocados en el desierto por la Patrulla Fronteriza, debido a
que es lugar ideal para trasladar droga. Lo que temía, la muchacha
tenía esguince en segundo grado y en segundos la parte lesionada se
llenó de hematomas e inflamación. Necesitábamos hielo y
antiinflamatorios, una bota o tablilla y tampoco nada de eso estaba al
alcance, el dolor la hacía pegar gritos, inmediatamente me quité la
chumpa y le dije que la mordiera, saqué la venda de mi mochila y el
ungüento para lesiones, esto le daría frío y calor y le ayudaría en
algo mínimo. Un compañero llevaba pastillas para el dolor de cabeza y
también se las tomó, intentamos ponerla en pie pero debido a la
severidad de la lesión le era imposible caminar.
El coyote le
dijo que no podíamos quedarnos por ella y que fuera consiente que no
iba a arriesgar al resto del grupo por una, la solución era quedarse
ahí y esperar a que cuatreros o la Patrulla Fronteriza la encontraran,
los cuatreros no pasarían de violarla y la dejarían vivir, la Patrulla
Fronteriza la iba a violar y llevar a un centro de detención, le dijo
que rezara para que quien la encontrara primero fuera la Patrulla
Fronteriza.
La muchacha tenía 25 años, robusta, de estatura
promedio, un poco más alta que yo. Cuando escuchó las palabras del
coyote comenzó a llorar con más sentimiento, el resto exigía que
avanzáramos porque nos podía encontrar la migra. Su lesión hizo sacar
la verdadera esencia de quienes iban en ese grupo, todos votaron por
dejarla menos el hombre que le dio las pastillas y yo. Él desde el
inicio del recorrido sacó su biblia y la llevaba en una mano, comenzó a
rezar por ella y entre los dos la ayudamos a ponerse en pie y cada uno
sujetándola de cada brazo la apoyamos en medio para que no tuviera que
poner en el suelo el pie lesionado. El problema es que él era más bajo
de estatura que nosotras y enflaquecido eso hizo que ella se recargara
más en mí.
Ya no podíamos correr ni trotar y el avance tuvo
que ser lento y nos quedamos rezagados a una distancia de cien metros
del grupo que avanzaba uniforme con el coyote. A todo esto era la una
de la mañana y pronto iba a amanecer y teníamos que llegar al punto de
encuentro antes de que saliera el sol para no quedar expuestos en la
luz del día y ser más visibles a los helicópteros, avionetas y
policías.
A pocos metros de nosotros también transitaban
otros grupos que se dirigían a Douglas, Arizona, aquello era una
romería de presagios de finados. Caminábamos en el mayor de los
silencios cuando de pronto las luces de motocicletas y camionetas de la
Patrulla Fronteriza se encendieron seguido de los motores, el destello
nos sorprendió y nos encegueció durante unos instantes en los que nos
desorientó por completo, los teníamos a menos de cincuenta metros de
distancia. La cacería estaba por comenzar.
(Continúa)
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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