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viernes, 6 de marzo de 2020

Ernesto Cardenal y el quinto centenario


En aquella segunda reunión de Comisiones Nacionales que se llevó a cabo en la capital de República Dominicana, en 1984, la posición oficial mexicana fue aplastada casi por completo.

A pesar de que estábamos seguros de que nuestra ponencia estaba bien estructurada y los argumentos eran sólidos, cuando se puso a la consideración de la asamblea, solamente dos delegados se abstuvieron de ir en contra. Los representantes de todos los demás países que estaban ahí hicieron explícito su repudio. Parecía inevitable que aquella Conferencia de Comisiones Nacionales continuara irremisiblemente por el mismo camino que se había establecido en España, durante la primera reunión, en la que México no había estado.

El cónclave abrazaba la idea de que, con motivo de la proximidad del año 1992, se celebraría con el mayor fausto el hecho de que, 500 años atrás, el gran almirante Cristóbal Colón hubiera descubierto América. Todo lo que ahí se decía dejaba el gustillo de que todo este continente se debía sentir obligado con la Madre Patria a manifestarle con entusiasmo su gratitud por ese proceso civilizatorio mediante el legado de una lengua, una religión y una colonización que nos había colmado de beneficios.

Pero hubo un fuerte grito de rebeldía alentado también por aquella impresionante estatua de Antón de Montesinos, regalada pocos años atrás por el presidente López Portillo a los dominicanos, cuyo grito parece oirse todavía, protestando por la explotación y la cauda de crímenes que padecieron y padecían los nativos. La delegación mexicana, encabezada por Ricardo Valero y Miguel León-Portilla, y secundada por este servidor, en voz más baja pero también con firmeza, reclamó que se volteara el chirrión por el palito y, en vez de celebrar, se pensara en conmemorar y, en lugar de un descubrimiento, por respeto a todas las culturas originarias del continente, se prefiriera la idea de un encuentro de dos partes del mundo que, hasta la fecha, prácticamente se desconocían por completo una de la otra. Insistimos en que el dicho encuentro había tenido de todo, pero que, para bien o para mal, era irremediable…

Países como Argentina, Uruguay, Chile, Paraguay y otros, que padecían regímenes dictatoriales, votaron con entusiasmo en contra. Otros, como Cuba y los de gran presencia indígena, nos dejaron solos… solamente Panamá y Nicaragua se negaron al rechazo. Ello fue un aliento, lo mismo que el aplauso que nos brindó el numeroso público que presenció el alegato en una gran pantalla instalada en una gran sala anexa. Aquí empieza la historia: quien representaba a Nicaragua era un hombre canoso y sonriente con rostro rozagante como el de un niño: Ernesto Cardenal. Tendría unos 60 años.

Los medios que cubrían el evento se abocaron por entero sobre Valero y León-Portilla, pero yo me pude acercar a Cardenal sin problema alguno y darle las gracias. Su respuesta fue para mi emocionante:

-No entiendo de estas cosas, dijo con timidez, pero creo que México tiene razón… ¡como siempre!

Nos fuimos a casa con la derrota a cuestas pero convencidos de nuestra razón, a pesar de los malos modos de algunos delegados, como el de Pinochet y el de Perú, y todavía encontramos otros entre algunos paisanos al volver a México.

Pero un año de grilla con la ayuda de nuestros embajadores en diferentes países, como el de Cuba, amigos y colegas de aquí y de allá, el prestigio de León-Portilla y también el que México tenía entonces, facilitaron las cosas para que, en Buenos Aires el año siguiente, barriéramos por completo. La voz de Cardenal casi no se oyó, porque era muy bajita, pero entre representantes de nuevos regímenes, ahora democráticos, sí se dejó sentir.

No acabó la cosa. Para fines perseguidos por nuestro gobierno, que coincidían con esa España que poco a poco se iba alejando del franquismo, y con otros países que ahora se abrazaban a la democracia, se planteó que Estados Unidos quedara como observador y no como miembro con pleno derecho. Se pretendía que aquello culminara dándole vida a un organismo que aglutinara a los países latinoamericanos con España y Portugal.

No fue fácil porque no todos los representantes estaban dispuestos a rifársela, pero finalmente se ganó. Sin embargo, no estoy seguro de que se hubiera tenido éxito si la M de México y la N de Nicaragua no fueran vecinas en el alfabeto. Gracias a ello trabajamos codo con codo y, de ribete, don Ernesto y yo, en todas las reuniones que hubo íbamos todo el santo día codo con codo, exceptuando, ¡claro! cuando él se encerraba a rezar.

Habiéndose ido León-Portilla a representar a nuestro país en la Unesco, donde por cierto logró que la organización abrazara la tesis mexicana gracias a que los africanos la vieron con agrado, después de haber mandado a España por un tubo cuando ésta hizo su festivo llamado, prácticamente quedé yo a cargo de la comisión en el ámbito internacional, pues Leopoldo Zea, sucesor de don Miguel, no se interesó mucho en el asunto.

Fueron muchas las reuniones y mucho lo que hablamos y más aun lo que Cardenal ayudó a la causa. A diferencia de otros representantes destacados, como Germán Arciniegas, por ejemplo, Cardenal estaba completamente de acuerdo, como es lógico, en mantener a los gringos atrás de la raya.

Cuando se cerró el ciclo, en las condiciones deseadas por ambos y yo me retiré porque el sexenio mexicano terminaba, al despedirme de Cardenal, me dio un beso en la frente y me dijo que ojalá volviéramos a combatir juntos.

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